Sólo el día que Elke Mathern escapó de Berlín Oriental entendió por qué su madre la había llevado el día anterior, en pleno verano, a comprar un abrigo. Elke sudó probándose varios, pero no debatió los apresurados argumentos maternales, ignorando que detrás había un plan. Ese día tampoco tuvo mucho tiempo para escoger qué se llevaría a su nueva vida después de que su papá, al terminar el almuerzo, les dijera a ella y a su hermana: “Empaquen sus cosas ya, vamos a huir”.
Sus padres tomaron la decisión el jueves 17 de agosto de 1961, cuatro días después de que el gobierno socialista decidiera cerrar Berlín y pusiera alambradas y vigilancia alrededor de los sectores controlados por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, para terminar con la circulación de la mitad de los berlineses hacia esas zonas.
Los Mathern, por años acostumbrados a las restricciones para comprar, a mostrar pasaportes en puntos de control y a que su vida transcurriera con cierta normalidad, esperaban muchas cosas, excepto un encierro total en su propio país.
El papá de Elke era gerente de ventas de una fábrica de productos para hornear en Berlín del Este y la mamá tenía un empleo en una carnicería en el Oeste. Una familia que dormía en territorio socialista, con una parte de ingresos capitalistas y dos monedas diferentes, algo ilegal pero en ese entonces habitual en la ciudad. “Nos sorprendimos con la decisión, era como una aventura. Era también nuestra única oportunidad y había que aprovecharla”, afirma Elke. “Qué bueno, no tenemos que lavar los platos hoy”, dijo su hermana menor en una reacción inocente que se desvaneció entre la prisa. Elke empacó algo de ropa y unas colección de postales de los años veinte de un tío que trabajó en una naviera, con imágenes de Filipinas, las cataratas del Niágara congeladas y La Habana. Eran su tesoro.
En el armario dejó deliberadamente la camisa azul con el escudo de la FDJ (sigla en alemán de la Juventud Libre Alemana), pues nunca se vistió con la doctrina socialista y detestaba los uniformes. “Me arrepiento de no haber traído algo que me recordara mi infancia. Tenía muchos dibujos, pero no les di importancia. Esas son cosas que uno no debería dejar tiradas”.
Quedó lista cuando se puso el abrigo nuevo. Tenía su maleta y en una mano sostenía una jaula con su periquito. A las cinco de la tarde, una hora que permanece en su memoria, la joven de 16 años y su familia salieron del edificio y atravesaron la calle corriendo hacia la acera de enfrente. Hacia el Oeste.
La familia Mathern vivía en la calle Bernauer, por donde pasaba la línea imaginaria que los soviéticos y los aliados occidentales habían trazado al finalizar la guerra para delimitar las zonas ocupadas de Berlín. Una frontera que no tuvo en cuenta a los habitantes que vivían en esta vía de un kilómetro y medio de largo, pues determinó que de las fachadas hacia atrás sería Berlín Oriental y justo desde la acera hacia adelante sería Berlín Occidental.
“¡Rápido, rápido, vienen los vopos!”, les gritaban los vecinos testigos del escape mientras dos espontáneos les ayudaban a cargar maletas y bolsas. A los policías de la entonces República Democrática Alemana, RDA, los llamaban vopos (palabra callejera para referirse a la Volkspolizei), que tenían libertad para disparar a quienes trataran de huir.
Unos veinte minutos duró la fuga, quizás menos. Entre gritos, nervios y ansiedad, Elke fue y volvió para recoger más cosas que su papá les pasaba por la ventana. Su abuela y su mamá hicieron lo mismo. Entre tanto, los vopos llegaron por atrás del edificio y sellaron el portón por dentro; antes de que entraran al apartamento, el papá saltó por la ventana. No hubo disparos.
Ese día la puerta con el número 11 de la calle Bernauer, donde vivía Elke, y las de los edificios de toda la cuadra quedaron selladas definitivamente, las ventanas fueron bloqueadas con ladrillos y en cuestión de semanas sus habitantes fueron expropiados. Las fachadas comenzarían una forzada mutación hasta convertirse en una parte de la pared más infame de la Guerra Fría.
Han pasado 53 años y Elke, hoy con el apellido Rosin, confiesa que en los minutos que duró su escape no pensaron siquiera en el peligro que corrían. En su casa en el occidente de Berlín, lejos de donde hubo una frontera, mira sus recuerdos impresos en fotos y entrevistas de los últimos años.
Entonces muestra la foto de su huida. En ella aparece corriendo con su abrigo nuevo, al lado está su abuela y al fondo puede verse a su papá sosteniendo una caja desde la ventana. “Supimos de esa foto meses después, pues una prima de mi madre que vivía en Australia nos mandó un periódico que la publicó”.
En la calle Bernauer estaba apostado no sólo el fotógrafo Horst Siegmann sino varios periodistas, a la caza de posibles huidas, pues el día anterior, a dos cuadras de ahí, el soldado Hans Conrad Schumann había saltado la barrera de alambre de púas, convirtiéndose en el primer desertor de la RDA. Un salto que quedó como símbolo de la Berlín dividida.
“¿Por qué me tomaron la foto? Hubo muchas personas que escaparon y en situaciones más peligrosas”, dice algo desconcertada. No se cansa de repetir que todo fue suerte, pues otros perdieron la vida saltando de pisos altos o asesinados por los vopos, mientras las familias quedaban divididas a lado y lado del muro. Su sorpresa fue mayor en 1968, cuando se sentó en el cine y en un corto volvió a verse corriendo de Este a Oeste. Elke ya era parte de la historia del muro.
Pero esta no fue la única vez que escapó de Berlín. La primera fue en febrero de 1945, todavía en el vientre de su madre. Ante la llegada de los rusos, su mamá partió a encontrarse con su esposo, que era soldado en Dresde. El camino fue accidentado, con trenes llenos y sin horarios. En una de tantas paradas, el 10 de febrero, nació Elke. “Nunca llegamos a Dresde, que fue bombardeada tres días después. ¿No es esto suerte?”.
Con la rendición alemana, sus padres regresaron a Berlín. Creció entre las ruinas, jugó en un búnker abandonado en el parque y luego fue la niña que se acostumbró a mantener en secreto que en su casa se leían periódicos prohibidos y se oía radio occidental.
Y también a cruzar fronteras a diario. Elke salía de su casa en el Este, pisaba la acera, que era el Oeste, y luego caminaba hasta la esquina para doblar de nuevo al Este e ir al colegio. Fue también una pequeña contrabandista, pues como a los niños no los controlaban, de manera astuta escondía chocolates de occidente en el coche de la muñeca de su hermanita. Hoy le causa gracia y no cree que hubiera sido un delito tipificado en la RDA.
“Muchas cosas me parecían normales, puedo decir que mi infancia al menos no fue infeliz. Teníamos todo para vivir y era privilegiada pues tenía acceso a otras cosas cuando visitábamos a mi tía en el Oeste. Para decirlo de alguna manera, allá todo era sólo mejor”.
Con su escape todo se convirtió en recuerdo y ya en la República Federal Alemana, RFA, empezó a vivir su nueva realidad. “Estaba en libertad, pero no la disfrutaba. Venía de una ciudad donde había dejado mi colegio y mis amigos. No pude volver a estudiar porque no reconocían mis estudios. Fue un tiempo difícil”. Durante el primer año tuvo también pesadillas en las que su papá era apresado y la familia quedaba separada.
Vivían en Pfungstadt, un pueblo al sur de Fráncfort donde estaba el hermano de su madre. Ante la falta de opciones, sus papás le aconsejaron que aprendiera un oficio y casi a la fuerza Elke entró a una escuela comercial, olvidando un sueño: la psicología.
“Como no me dejaban volver a Berlín, y por mi edad no podía irme sola, cuando terminé me fui a Toronto, donde un pariente”. Al regresar a Alemania, dos años después, estaba segura de que no pasaría su vida en un pueblo y sin dudarlo aprovechó que en 1967 el gobierno ofrecía beneficios para quienes quisieran vivir en Berlín Occidental.
Le dieron un apartamento, un trabajo y pasajes aéreos para visitar a sus padres, pues en ese momento la única manera de salir del Oeste de la ciudad era por avión. Elke siguió con su vida normal, trabajó como secretaria en el Banco Central, donde conoció a su esposo, y luego fue secretaria de un psiquiatra por veinte años.
El muro seguía ahí, casi inamovible, pero como pasó a lado y lado de la ciudad, los berlineses lo olvidaban. Cuando se abrió pensó que sería algo temporal y sólo celebró el día siguiente. Berlín, su ciudad, empezó a cambiar de nuevo, vertiginosamente, y los recuerdos volvieron también a ser importantes. Como la vieja postal de La Habana, una joya de su tesoro de infancia que aún está entre un montón de papeles.
Hoy, a los 69 años, no se cansa de contar su historia, siempre con detalles narrados en forma cronológica, con tono calmado y una sonrisa permanente. “Fui muy afortunada y hoy me río cuando pienso que traje conmigo mi periquito. Creo que es la única ave en el mundo que ha escapado dentro de una jaula”.
BERLÍN
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