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La derrota de Colombia en la OEA, escenario en el que buscaba convocar a una reunión extraordinaria de cancilleres para evaluar la crisis fronteriza con Venezuela, constituye un revés en el camino diplomático escogido por el gobierno de Juan Manuel Santos para enfrentar la situación. La opción de hacerlo en Unasur quedó aplazada. La idea de llevar el caso a la ONU no parece un camino fácil. Como están las cosas, el encuentro directo entre presidentes apunta a ser el destino más probable.
Aunque Colombia insiste en la diplomacia y la prudencia como sus alternativas políticas, más allá de la atención de la emergencia humanitaria, lo cierto es que en la geopolítica actual del sur del continente americano el lenguaje desafiante e injurioso de quienes representan a Venezuela es más eficaz. Al menos convenció a la OEA de no convocar el pleno de cancilleres. Pudo más el verbo de su embajador Roy Chaderton, quien calificó a Colombia como “un exportador de pobreza”.
En las actuales circunstancias, la senda diplomática escogida por Colombia, a pesar de ser un camino correcto desde lo político, no alberga mayores resultados, por la beligerancia y enemistades de su contradictor. Estados Unidos, en política exterior un tradicional aliado de Colombia, escasamente aportó una declaración del Departamento de Estado, a la que respondieron con piedras desde Caracas. Cabe recordar que la relación entre el gobierno de Nicolás Maduro y Washington pasa por el hecho de que ni siquiera hay embajadas abiertas.
En ese orden de ideas, los caminos alternos eran la OEA, Unasur y la ONU. En el primer escenario perdió por un voto la opción de la cumbre de cancilleres. De 35 naciones, apenas 17 votaron a favor de Colombia. Con algunos detalles. De los países vecinos, solo obtuvo el respaldo de Perú. Ecuador se alineó con Nicaragua, Bolivia y Haití para apoyar a Venezuela. Brasil y Panamá se abstuvieron. A la canciller María Ángela Holguín solo le quedó el malestar resumido en una pregunta: “¿Para qué está la OEA?”.
Era comprensible lo que pasó. Brasil vive su propia crisis política interna. A Ecuador no le cuadra mucho lo que sucede en su frontera con Colombia. Panamá prefirió escudarse en que lo que quiere hacer es mediar entre las dos naciones. Nicaragua tiene pendiente una cuenta de cobro por el fallo de la Corte Internacional de La Haya que parcialmente le dio la razón en su diferendo limítrofe con Colombia. Y la dubitativa Unasur demostró que prefiere no incomodar mucho a Maduro y su sanedrín en Venezuela.
En cuanto a la ONU, se rumora que la embajadora de Colombia, María Emma Mejía, ya tiene instrucciones de buscar un escenario propicio para ventilar la crisis fronteriza con Venezuela. No obstante, por ahora la asistencia solo se advierte en el ámbito humanitario. A través de la Acnur para el tema de refugiados o desplazados, o la voz en la zona de crisis del coordinador de la ONU en Colombia, Fabrizio Hochschild. En el plano político prevalece el silencio.
La Unión Europea se atrevió a reclamar buen trato para los colombianos deportados y la respuesta venezolana fue un portazo en las narices, tras calificar a sus voceros como hipócritas e injerencistas. El gobierno de España pidió una solución dialogada, dejando entrever que Venezuela no puede trasladar sus problemas internos a los países vecinos. Entretanto, el presidente Maduro sigue en viaje de negocios por China y Vietnam, en una clara demostración de que esos son los escenarios internacionales que por ahora prefiere.
Lo demás es el tono agresivo de los dignatarios venezolanos. Empezando por el propio presidente Maduro, quien anda diciendo por el mundo que hay un complot orquestado por paramilitares para matarlo y que el gobierno colombiano se hace el de la vista gorda. Su canciller, Delsy Rodríguez, habla lo necesario para respaldar a su gobierno, sin mucho interés por el diálogo. El presidente de la Asamblea de Venezuela, Diosdado Cabello, no atenúa su discurso anticolombianista, que redondea con sus recurrentes ataques a Estados Unidos o a la OEA.
El embajador Roy Chaderton, de quien se esperaba una postura respetuosa, como quiera que fue embajador en Bogotá entre 2001 y 2002 y después delegado del presidente Hugo Chávez en el proceso de paz con las Farc en La Habana (Cuba), calificó de fascistas a los medios de comunicación de Colombia. A su turno, el gobernador en Táchira, Gregorio Vielma, se atrevió a decir: “No es que yo sea xenófobo, tengo amigos negros y gais, pero agarren a sus 40 millones de ilegales indocumentados, delincuentes horrorosos, y llévenselos de aquí”.
En otras palabras, la diplomacia del insulto que poco margen deja para cualquier réplica. Ni siquiera Tarek William Saab, el defensor del Pueblo del vecino país, cuya misión es proteger los derechos humanos –así sean los de sus nacionales–, ha adoptado una posición de diálogo. Negó enfáticamente que se estuvieran violando los derechos de los colombianos residentes y los repatriados, asegurando que “los supuestos defensores de derechos humanos han inventado que en Caracas se estaban haciendo revisiones a las casas, y donde vieran a alguien con cédula colombiana, lo llevaban directamente a la frontera; eso es mentira”.
Además, pidió que su país fuera indemnizado por los daños que les han causado el contrabando, el paramilitarismo o el crimen organizado. Es decir, concluye, que no hay un solo venezolano en estas lides y que el delito es sinónimo de la presencia colombiana.
En síntesis, salvo un encuentro directo entre los mandatarios de Colombia y Venezuela, los caminos de la diplomacia no son claros. El expresidente Álvaro Uribe lo recalcó con un comentario: “La diplomacia de Colombia no es escuchada en los foros internacionales, ni siquiera para un tema relacionado con la violación de los derechos humanos”. Por su parte el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, lamentando lo sucedido en la OEA, puntualizó: “Hay que insistir en la denuncia de estos atropellos en los distintos escenarios multilaterales”.