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La mina de diamantes de la que me habló en nuestro encuentro Leo Mugabe —el sobrino del Presidente— se encontraba en las montañas próximas al pueblo de Mutare, cerca a la frontera con Mozambique. Había informes que mencionaban que en las comunidades rurales de la zona, inclusive después de pasadas las elecciones, se habían cometido asesinatos y torturas a manos de los seguidores de Zanu-P.F. y de algunos veteranos de guerra.
A las afueras del pueblo, en un matadero, me reuní con Pishai Muchauraya, un hombre de 32 años, quien recientemente había sido elegido miembro de Parlamento por el M.D.C.
“Veintiún homicidios, 18 antes de la segunda vuelta, y tres desde entonces. Los asesinos son miembros del Zanu-P.F., soldados que en ocasiones reciben el apoyo de la policía”, me dijo.
Me contó que 25 personas más han desaparecido. Se creía que habían sido asesinados y abandonados en una reserva llamada Ruti Dam.
“Está plagada de cocodrilos”, me dijo Muchauraya.
Le pregunté cómo había hecho para sobrevivir; a lo que contestó con una sonrisa: “Difícilmente”.
Como todos los miembros del Parlamento en Zimbabue, él no había podido ocupar su silla, dado que aún no se ha convocado al Congreso. Por el momento vivía semioculto, durmiendo en casas ajenas.
Una mujer blanca entró y, siguiendo instrucciones de Muchauraya, comenzó a mostrarme una serie de imágenes en la pantalla del computador. Una de ellas mostraba la espalda de un hombre joven; estaba cubierta de lo que parecían varias docenas de punzadas que habían sido causadas por gotas de plástico derretido. En otra se mostraban las nalgas de un hombre, cubiertas de heridas supurantes.
Estas eran las secuelas de una de las formas de tortura más comunes: la persona es obligada a sentarse sobre un objeto caliente, como una rejilla, para luego ser brutalmente golpeada en las nalgas. Este tipo de tortura es tan humillante como dolorosa. Otras de la víctimas mostraban heridas en las plantas de los pies, lo cual les dificultaba desplazarse.
Tres mujeres de la zona, esposas de oficiales del M.D.C., habían sido violadas en grupo. En el peor de los casos, una de ellas había sido violada por 18 hombres. Seguramente contraerá VIH. Según las estadísticas, probablemente seis de los 18 hombres estaban infectados del virus.
A medida que las imágenes de torturas, abusos y mutilaciones desfilaban, Muchauraya me miró y dijo:
“Como podrá imaginarse, todo esto hace que una reconciliación sea muy difícil. Claro que queremos la reconciliación, pero como partido político responsable no podemos ignorar crímenes como estos, y los responsables deben ser encontrados y judicializados”.
Acuerdos de papel
Thabo Mbeki, presidente de Sudáfrica, visitó Harare en julio con el propósito de negociar un acuerdo entre las partes. En un principio, Tsvangirai se rehusó a reunirse con Mugabe, pero al final accedió. Cenaron juntos, y luego firmaron un Acuerdo de Intenciones en el cual se comprometían a continuar las conversaciones.
Cuando le pregunté a Muchuaraya qué pensaba sobre esto, se erizó.
“Cenaron juntos, ¿y qué? Era una obligación. Pero desde nuestro punto de vista las cosas están marchando hacia un lado correcto, porque al sentarse con Tsvangirai, Mugabe lo está reconociendo, y eso nunca antes había sucedido. Estamos amansando al toro”.
Dentro del M.D.C. había una preocupación generalizada de que Tsvangirai fuera manipulado por Mugabe (algo así había sucedido a mediados de los ochenta: Mugabe se vio enfrentado a un Zapu impaciente e inquieto. Con el fin de resolver la situación, creó una nueva brigada del Ejército, la envió a Corea del Norte para que recibiera entrenamiento y luego la desplegó en una brutal campaña contra la insurgencia. Luego de la muerte de aproximadamente 20.000 civiles, Joshua Nkomo accedió a negociar con Mugabe. Dichas conversaciones llevaron a que su partido fuera absorbido por el Zanu. Nkomo fue nombrado vicepresidente ejecutivo, un cargo que resultó ser más que todo de corte ceremonial. Al morir Nkomo en 1999, Mugabe lo declaró “héroe nacional”).
En septiembre pasado se había logrado un acuerdo aparente en el cual Mugabe permanecería en la Presidencia y Tsvangirai ocuparía el cargo de Primer Ministro. Adicionalmente, miembros del M.D.C. ocuparían la mitad de las carteras del gabinete. Este no era el gobierno de transición que buscaba el M.D.C., sino un pacto en el cual se compartía el poder.
El acuerdo se hizo más discutible aún cuando Mugabe dejó clara su intención de mantener bajo su control los cargos de mayor poder —incluyendo Defensa, Asuntos Internos y Justicia—, dejando para el M.D.C. aquellas de menor importancia, como la cartera de Manejo de Aguas. La semana que estuve allí la negociación estaba al punto de quiebre.
Esa misma semana, en entrevista telefónica con Tsvangirai, me confesó:
“En un mundo ideal, en negociaciones como ésta, uno se entendería con una contraparte honesta, no con una deshonesta. Mugabe ha sido deshonesto. Si la negociación falla, cualquier cosa puede suceder, pueden presentarse consecuencias por parte del pueblo, o por parte de personas que están hartas de ciertas instituciones. Es esto o nada; no puede fallar”.
Sin embargo, no está seguro de cuánto tiempo más se puede continuar negociando.
“El pueblo ha demostrado mucho aguante, pero está perdiendo la confianza en la medida que han comprendido que estamos tratando con un hombre malo. Lo que yo estoy tratando de hacer es lograr un buen acuerdo con un mal hombre”, dijo Tsvangirai.
Durante ya algún tiempo, Mugabe y sus seguidores han acusado al M.D.C. se actuar como un Caballo de Troya para los países de Occidente. En septiembre, frente a un grupo de seguidores, Mugabe presentó el siguiente discurso:
“Poner a trabajar juntos a Zanu-P.F. y al M.D.C. es como mezclar el agua con el fuego. Es muy difícil que estos dos partidos sean amigos, en especial si uno de ellos está recibiendo apoyo de países que buscan cambiar el régimen”.
Refiriéndose a sí mismo, en tercera persona, Mugabe continuó: “¿Quieren que Mugabe se vaya?. ¿Pero a dónde debe ir?”.
La presión internacional
Mugabe no está totalmente equivocado al referirse a la abierta hostilidad por parte de los Estados Unidos y Gran Bretaña hacia él.
El día que visité al embajador de los Estados Unidos ante Zimbabue, James McGee, la televisión satelital de su oficina estaba sintonizada en el canal CNN. En ese momento pasaban imágenes en vivo del juicio contra Radovan Karadzic en la Haya. El Tribunal Penal Internacional lo acusaba de crímenes de guerra. Karadzic había sido arrestado nueve días antes y aún llevaba la poblada barba blanca que le había servido de disfraz durante sus años como fugitivo.
El momento parecía ser el adecuado, dado que tanto Mugabe como sus principales asistentes habían solicitado inmunidad ante la justicia como condición para continuar las negociaciones. Le pregunté a McGee si pensaba que a Mugabe le causaba temor ver el proceso en contra de Karadzic.
“Sí. Tengo información de primera mano que confirma su preocupación. Personalmente, eso me gusta”, dijo con una sonrisa.
Desde finales del 2007, cuando asumió el cargo de Embajador, McGee, un hombre de 59 años que luchó en la guerra de Vietnam, ha mostrado una inclinación poco común a confrontar a Mugabe. Esto ha generado admiración por parte de los críticos de Mugabe, pero también la enemistad del régimen.
En mayo, durante uno de los períodos más álgidos de violencia política, McGee, junto con un convoy de diplomáticos, visitó uno de los campos de reeducación de Zanu-P.F., donde lanzó acusaciones contra el partido en la cual lo acusaba de torturar a la población. Esto generó una confrontación con la policía en la cual McGee terminó parado sobre un automóvil tomando fotografías con la cámara de su teléfono celular.
Algunos días más tarde, Mugabe amenazó con expulsarlo del país. McGee me comentó que en un viaje reciente a Washington había recomendado que, como mecanismo de presión, se incluyera a los miembros de Zanu-P.F. en la lista de organizaciones terroristas. Le pregunté si esto realmente podía llegar a pasar.
“No”, me contestó alzando los hombros.
Sin embargo, agregó que la nueva lista de sanciones impuesta por los Estados Unidos y la Unión Europea, aquella en la que se encuentra Leo Mugabe, sí podía causar un impacto. Como ejemplo citó el anuncio presentado esa mañana por el gobernador del banco central, informando acerca de una “nueva” moneda, la cual llevaba diez ceros menos.
En realidad los “nuevos” billetes eran simplemente “viejos” billetes que habían sido recogidos y guardados en el pasado. McGee creía que la medida se debía a que la empresa alemana que surtía el papel de impresión para los billetes había cancelado la entrega luego de haber recibido un llamado para ser incluida en la lista de sanciones de los Estados Unidos.
“Creen que con esta medida se ganan unos tres meses. Yo creo que no tienen más de dos semanas”, dijo McGee.
La amenaza de expropiación de las minas causa en McGee una reacción de ira y desdeño.
“Lo harán mal nuevamente, tal como lo hicieron con la invasión de granjas y la agricultura. Quedarán con las manos vacías. Los rusos y los chinos se llevarán lo que les interesa y partirán. Que lo intenten. Realmente quisiera ver cómo lo logran”, dijo McGee.
Para McGee el problema real es la poca incidencia que tienen los Estados Unidos sobre Zimbabue. Desde el 2005, Mugabe ha intentado socavar las sanciones impuestas por Occidente mediante su política de “Miremos hacia Oriente”, la cual ha sido exitosa en una buena medida gracias a los negocios realizados con China.
El 11 de julio los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas presentaron un borrador para una resolución que imponía nuevas sanciones a Zimbabue. China y Rusia lo vetaron. Con el fin de ejercer presión, los Estados Unidos han buscado el apoyo de la Comunidad para el Desarrollo de África del Sur y países vecinos a Zimbabue. Infortunadamente, la táctica de “hablar suavemente” adoptada por el facilitador designado, Thabo Mbeki, quien se ha mostrado a favor de Mugabe, ha logrado que éste efectivamente permanezca en el poder. Mbeki fue removido de su cargo en septiembre pasado, pero continúa en su labor como mediador, con aún menos autoridad.
* © 2008, Jon Lee Anderson. Este artículo apareció primero en la revista ‘The New Yorker’. Traducción de Laura Salazar. Pasado mañana última entrega: “El hombre fuerte”