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Tuvieron que pasar algo más de 10 minutos luego de su victoria en el salto largo, para que Jesse Owens supiera que su triunfo sobre Lutz Lang había desatado la ira de Adolfo Hitler. Fue Lang el que le dijo que el Führer se había largado de la tribuna, totalmente descompuesto, y que habría que esperar lo peor. Owens no entendió bien qué era lo que había ocurrido. A fin de cuentas, toda su vida se la había dedicado a correr y a saltar, a ser el mejor atleta del mundo para demostrarlo en aquella Olimpiada, la de Berlín, año 1936.
"Es su problema”, le dijo a Lang, que le respondió con un abrazo cargado de muerte. Él sí sabía lo que podía ocurrir. Era alemán, había vivido y padecido las iras de Hitler, y si había algo que tenía claro era que una humillación a la raza aria se pagaría con sangre. Su derrota derramaría sangre, tal vez su propia sangre. Cinco años después de que Owens arrasara en aquellos Juegos con cuatro medallas de oro (100 metros, salto largo, 200 metros y la posta de 4x100), y de que Berlín 36 pasara a la historia por la humillación a Hitler, Lang tuvo que enrolarse en las filas del Tercer Reich. Fue muerto en el campo de batalla a comienzos de la II Guerra Mundial.
Owens lo supo varios meses más tarde por una carta que le envió Erika Lang, la esposa de su antiguo rival. Se indignó, por supuesto. La indignación se le había convertido en una especie de sombra desde que retornó a los Estados Unidos con sus cuatro “oros” y el presidente Roosevelt no lo quiso recibir. Ya había caído en cuenta de lo que había acontecido en el estadio Olímpico de Berlín. Como dijo muchos años más tarde Mohammed Alí, “Owens salió de su urna de cristal negro después de los Juegos, sencillamente porque ya las carreras no eran su tabla de salvación. Salió a la vida y conoció el mundo después de haber llegado a la cima”.
Fuera de su urna padeció el racismo, la discriminación, y ató invisibles e innumerables hilos que se habían entrecruzado en Berlín para que el nazismo triunfara. La política había penetrado el deporte, más allá de que él, dentro de su ingenuidad, hubiera roto en mil pedazos aquellos intentos. Ya nada volvería a ser como antes. Los románticos preceptos del barón Pierre de Coubertin —“Lo importante no es ganar sino competir”— empezaban a quebrarse. Owens acabó muy mal. Sus reiteradas rebeldías, sus conferencias contra el racismo y la política, su resentimiento contra Roosevelt y los congresistas le fueron cerrando puertas y puertas.
Por los días de su última rebeldía, septiembre del 72, ya era un hombre cansado y vencido. Había caído al pozo más sucio de la ofensa, apostando carreras en pistas de tercer renglón contra caballos jubilados para ganarse unos dólares. Ganaba y perdía, eso era lo de menos. El 5 de septiembre se enteró de que un grupo terrorista palestino, Septiembre Negro, liderado por un hombre llamado Luttif Afif, había atacado en la madrugada la sede israelí de la Villa Olímpica en Munich, en plenos Juegos. Los ocho terroristas habían saltado el alambrado poco antes de las cuatro de la mañana, con sus cabezas metidas en medias de nylon y dos maletines repletos de armas. Nadie los vio.
La tragedia empezó a escribirse cuando franquearon el edificio de apartamentos de los israelíes. Moshe Weinberg, el entrenador de la selección de lucha, fue el primero en percibir que algo raro ocurría. Oyó un ruido. Luego vio que su compañero Joseph Romano caía, fulminado por una ráfaga silenciosa de metralleta. Cuando quiso ayudarle, armado con un simple cuchillo, fue acribillado.
Dos horas más tarde, Septiembre Negro le anunciaba al mundo que tenía en su poder a nueve deportistas de la delegación israelí que participaba de los Juegos Olímpicos. A cambio de su liberación exigía la excarcelación de 234 presos palestinos en poder de Israel, la de otros dos palestinos prisioneros en Alemania y, por supuesto, el traslado de todos ellos a un lugar seguro en Egipto. Golda Meir, la primera ministra israelí, anunció en menos de 30 minutos que no negociaría nada, bajo ninguna circunstancia violenta. Sólo le ofreció al gobierno alemán el envío de un grupo de operaciones especiales, pero esa opción fue rechazada por el canciller alemán, Willy Brandt.
Exigencias, conversaciones, concesiones a medias. El plazo fue ampliado una y dos veces. Poco antes de las ocho de la noche, los comandos de Septiembre Negro pidieron un avión para trasladarse con sus rehenes a El Cairo. Les dijeron que sí. A las 22:10 horas, tres helicópteros recogieron a terroristas y rehenes en la villa olímpica y, contrario a lo prometido, alzaron el vuelo en dirección a la base militar de Fürstenfeldbruck. Allí, en medio de la penumbra, los aparatos tomaron tierra a las 22:30 horas. Un solitario Boeing 727 de Lufthansa esperaba en una de las pistas pero, sin duda, las autoridades alemanas no iban a dejar que Afif y sus subordinados subieran a bordo. Cinco francotiradores seleccionados a última hora habían sido apostados en lugares estratégicos del aeródromo, y tres tanquetas que debían participar en el operativo rescate se quedaron atascadas en un trancón. A las 23:03 horas, dos terroristas saltaron a tierra. A continuación, otros dos, acompañados de dos rehenes atados. Todo era un engaño. El aparato estaba vacío.
Cuando quisieron retornar, alguien desde un techo disparó. Los cuerpos caían, pero era imposible saber de quiénes eran. Sobre la medianoche, la policía les exigió a los terroristas su rendición. Hubo silencio. Cinco minutos más tarde, una granada estalló en el interior del helicóptero de los rehenes. Todo comenzó a explotar. Al final, los nueve rehenes perecieron junto a sus captores. A la manifestación organizada por Owens sólo fueron unos 50 “locos”, que se cansaron de implorar por paz, y sintieron, como un cuchillo en la garganta, el asesinato de los israelíes. Algunos de ellos enterraron a Owens en marzo de 1980, poco antes de que los Estados Unidos boicotearan los Olímpicos de Moscú. Su lucha, una vez más, estaba perdida.