Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El primer aniversario de la triple tragedia del 11 de marzo en Japón encuentra a la opinión pública de este país confusa, meditabunda y polarizada en varios temas. Primero están los que piensan que el gobierno ha sido muy lento en organizar la reconstrucción de las zonas devastadas y en canalizar los millones de dólares de donaciones que llegaron de todo el mundo para ayudar a los cientos de miles de damnificados que quedaron sin hogar a causa del terremoto, el tsunami y la crisis nuclear.
Luego vienen los convencidos de que, dado lo descomunal del desastre, es de agradecer que les estén dando estipendios mensuales, compensaciones casi simbólicas por la pérdida de sus casas y que les hayan construido pequeñas viviendas temporales equipadas con baño, cocina y calefacción.
El escape de radiactividad aumentó y, como era de esperarse, el número de opositores a la energía nuclear. Muchos consideran que su uso se debería acabar mañana mismo. Pero otros aseguran que el apagón nuclear debe ser paulatino, pues la economía del país, que sufre ya con la caída de su productividad y de sus exportaciones, puede sufrir aún más si se clausuran de golpe sus 54 reactores.
La lección
El desastre del 3/11 se inició con una larga sacudida de 9 grados en la escala Richter y siguió con un tsunami, la palabra japonesa que de tanto aparecer en las noticias reemplazó el sustantivo maremoto en el léxico meteorológico de los principales idiomas mundiales.
La costumbre de esperar con calma los tsunamis está tan arraigada en las costas del nordeste japonés que muchas personas se subieron a un segundo piso previendo una moderada inundación que encharcaría las calles por varios días y dejaría alguna que otra moto inservible. Esta vez, sin embargo, el hábito les costó la vida a muchos.
La gran ola midió unos 700 kilómetros de norte a sur, la distancia aproximada entre Barranquilla y Bogotá. Empezó a adentrarse media hora después del terremoto, sumergiendo a su paso puertos, muelles, puentes, edificios, carreteras, aeropuertos, templos, residencias y bosques.
Su lento avance dio tiempo a que los helicópteros de la televisión estatal tomaran posiciones privilegiadas y mostraran en directo la tragedia a todo el mundo. Vecinos temerarios, imprudentes o simplemente curiosos desenfundaron sus cámaras de video o sus teléfonos celulares y documentaron para internet una devastación que hundió varios metros algunas costas y recortó el mapa del ya reducido territorio japonés.
Las cifras de pérdidas siguen aumentando un año después y serán imposibles de calcular a cabalidad, pues al daño de la infraestructura y la pérdida de productividad se deben sumar los efectos sicológicos en la población. Muertes por susto, ancianos y niños traumatizados por la división de sus familias y enfermos imposibilitados de volver a hospitales o asilos dañados por el terremoto y el tsunami.
Los observadores más optimistas apuestan por el tesón japonés que los hace renacer como Ave Fénix con cada desastre y predicen una recuperación similar a la de Kobe, puerto destruido por un terremoto de 6,8 grados en 1995 y que en 10 años renació como un próspero centro de negocios.
Los buenos augurios sin embargo no alcanzan para Fukushima, donde las explosiones de hidrógeno en los reactores nucleares dañados por el tsunami convirtieron su prometedor nombre (“Isla de la fortuna”) en un sinónimo de contaminación, desplazamiento, depresión e incertidumbre.
Un año después, cerca de ochenta mil personas viven desplazadas de sus pueblos, hoy convertidos en localidades fantasmas que se cubren de polvo contaminado y se llenan de esqueletos de animales domésticos abandonados. Ningún científico se atreve a fijar un calendario para el regreso de los desplazados de Fukushima y los más conservadores predicen tres décadas hasta que las sustancias acumuladas en techos y suelos pierdan su poder radiactivo.
Fukushima ha servido para confirmar una apreciación personal que no ha cambiado desde que aterricé en Tokio hace treinta años y es que Japón es un país “futurista”, pues se adelanta al mostrar las consecuencias sociales, a veces negativas, de las altas tecnologías.
Hiroshima, Nagasaki y Tokaimura
Cuando llegué en la década de los años 80, Japón era para mí un país de alto nivel tecnológico pero también que había sufrido un ataque atómico sin precedentes. Entonces reflexioné, y sigo convencido, que los traumas causados por las explosiones de Hiroshima y Nagasaki eran la razón de que famosas manifestaciones de la cultura popular japonesa como “Godzilla” o el manga “Akira” de Katsuhiro Otomo, fueran las fantasías más válidas y aleccionadoras de ese tipo de catástrofe.
Suponía también que al ser el único país con miles de víctimas atómicas civiles, los hospitales japoneses de radiología serían abundantes y los mejor dotados del mundo. También imaginaba que el riguroso control de calidad, típico de sus grandes industrias de manufactura, se aplicaría a todas sus instalaciones nucleares.
Pero en 1999, cuando ocurrió el desastre nuclear de Tokaimura, me extrañó ver que las plantas donde se manejaban materiales radiactivos en la segunda economía del mundo, más que transmitir confianza inspiraban temor.
Otra sorpresa fue descubrir que los operarios irradiados en Tokaimura no eran técnicos de élite expertos en el manejo del uranio, no estaban vestidos para el peligro nuclear y después del accidente tuvieron que ser llevados a un hospital lejano, donde dos de ellos fallecerían.
Aunque Fukushima no tuvo trabajadores muertos de inmediato por radiación, el accidente fue un recordatorio de las consecuencias sociales de la energía nuclear cuando se hace incontrolable.
Fukushima mostró que la energía nuclear puede convertirse en unas horas en causa de despojo de tierras, una lección fácil de entender en América Latina, donde el desalojo de amplias regiones por causas geopolíticas o económicas ha sido una constante en su historia.
El riesgo de una evacuación masiva como la de Fukushima intensifica los matices políticos de la energía nuclear y será un factor que, ligado al peligro de que se use con fines militares, puede ser un argumento contundente que se interponga a su aceptación.
Tecnología nuclear
Algunos países latinoamericanos sopesan desde hace años la energía nuclear y, según fuentes diplomáticas latinoamericanas en Tokio, empresas japonesas como Toshiba, que han empezado a vender tecnología nuclear fuera de Japón, aspiran desde hace años a entrar en ese mercado prácticamente virgen con reactores pequeños diseñados para zonas remotas y con poca infraestructura.
México, Argentina y Brasil son los únicos países en América Latina que han dicho sí a la energía nuclear. Los demás países hispanohablantes conocen el argumento de que la energía nuclear es una excelente opción por ser la menos contaminante y con Fukushima tienen ahora la oportunidad de medir la escala de las consecuencias de un accidente nuclear.
El pánico social y el caos administrativo ocurridos en los primeros días después de accidentes como el de Fukushima, el de Chernobyl en la entonces Unión Soviética o el de Three Mile Island, en EE. UU., son una advertencia para países menos preparados para accidentes industriales de gran peligro y economías poco dispuestas para financiar sus costosas consecuencias.
La percepción de que los países latinoamericanos no están preparados aún para la energía nuclear se refleja en la pregunta sincera y sin ningún asomo de ironía que me hizo una colega japonesa cuando a raíz del pasado accidente ferroviario en Argentina se supo del pésimo mantenimiento de los trenes en ese país: “¿Si no pueden mantener a punto un tren cómo van a hacerlo con un reactor nuclear?”.
Antes de que el mundo se convenza de que la tecnología nuclear es una opción preferible a otras fuentes de energía, Japón deberá determinar el costo social, económico y ecológico de deshabitar poblaciones y haber dejado cientos de niños que vivirán por el resto de sus vidas con el estigma y la preocupación de haber sido irradiados.
Fukushima nos permitirá entender los mecanismos para compensar a miles de ciudadanos que fueron desterrados y la duración de los tratamientos médicos de sus hijos hasta que se confirme que no están contaminados.
Esas cifras, más los costos de descontaminación de extensas zonas rurales y el precio de la clausura de las centrales accidentadas, determinarán el precio total de los reactores nucleares del futuro.
Hasta el 11/3 de 2011 los promotores de la industria nuclear hablaban de un “Renacimiento Nuclear”. Esa denominación tiene hoy un tinte irónico, ya que la reputación de la tecnología nuclear después de Fukushima regresó a una etapa similar a la de la navegación en el siglo XVI, cuando subirse a un galeón para una travesía transoceánica implicaba una aventura desconocida con un final incierto. Está en manos de quienes la manejan y la investigan, restaurar la confianza para que la gente la mire con respeto y no con terror.
Así está la central de Fukushima hoy
Los reactores del 1 al 3 de Fukushima 1 están en ‘parada fría’ desde diciembre de 2011 (el reactor 4 estaba apagado y descargado el día del accidente). Debido a que sus sistemas de refrigeración pierden agua, ésta debe ser repuesta con medio millón de litros al día. Las pérdidas deben ser contenidas y el agua descontaminada con sistemas instalados con redundancia en caso de avería u otro terremoto. No hay indicios de que se siga produciendo fisión en los reactores ni de que el corium (material producto de la fusión) haya atravesado su base de hormigón. Sólo hay salida de materiales en el reactor 1, donde puede haber una penetración menor de 1 metro. Algunas áreas aledañas a la planta tienen niveles de radiación letales. Miles de trabajadores reparan, limpian y eliminan la contaminación radiactiva.
Las cifras, un año después
La huella trágica
El golpe triple del temblor, el tsunami y la crisis nuclear de Fukushima ha hecho que aún un año después de la catástrofe queden huella latentes en el pueblo japonés. A fecha de hoy, 326.000 personas aún están sin hogar y alrededor de 3.300 continúan desaparecidas.
El reto económico
Para recuperarse del vacío económico que dejó la respuesta a la tragedia, el gobierno japonés calcula que será necesaria una inversión superior a US$330.000 millones durante la próxima década. Según las proyecciones, el 83% de ésta se daría en los cinco años siguientes.
0,9% decreció la economía japonesa en 2011 a raíz del terremoto.
350 mil han sido los beneficiarios de viviendas temporales entregadas por el Gobierno.