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Los líderes políticos generalmente no son líderes morales, pero la vida de Nelson Rolihlahla Mandela, dedicada a lograr la igualdad de los ciudadanos sudafricanos ante el Estado, fue ejemplar en ambos aspectos.
Una de las medidas para la grandeza de una causa es la vileza del sistema al que aquella se opone. Desmantelar la política del apartheid, que impuso el Partido Nacional Afrikáner entre 1948 y 1994, fue la empresa de Nelson Mandela, y de los miles de líderes y miembros de los movimientos que participaron en “la lucha” (en Sudáfrica el término “the Struggle” se utiliza para referirse específicamente a la lucha antiapartheid).
Las batallas políticas de Mandela se iniciaron antes de 1948 y se extendieron más allá de 1994. En su autobiografía, El largo camino hacia la libertad, dijo que sus inicios en el activismo político fueron un proceso natural: “El ser africano en Sudáfrica significa que se está politizado desde el momento en que se nace. No tuve ninguna epifanía, ninguna revelación, ningún momento de verdad, pero sí una acumulación de mil agravios, mil injusticias y mil momentos que si bien no recordaba, provocaban en mí furia, rebeldía y el deseo de luchar contra el sistema que aprisionaba a mi gente”.
Pero hubo una decisión que Mandela debió tomar conscientemente: abandonar una posición privilegiada en la estructura política de su región natal, que estaba integrada al sistema de dominación británica. Desde los veinte años, Nelson Mandela vivió en Johannesburgo y se integró al Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), una organización fundada en 1912 para reivindicar los derechos de la población negra. Organizó su primera huelga a los 25 años para oponerse a las alzas en las tarifas de transporte público.
Aunque su actividad política lo obligó a aplazar la obtención de su título de abogado, “me di cuenta de que no se necesita un grado universitario para ser un líder. En Johannesburgo encontré que muchos de los líderes más extraordinarios jamás habían estado en una universidad”.
En 1948 se libraron las elecciones parlamentarias que definieron los siguientes 50 años de historia sudafricana. El Partido Unido, que había estado en el poder hasta entonces y era de inspiración británica, perdió ante el Partido Nacional, compuesto en su totalidad por afrikáners, los descendientes de los colonizadores holandeses. Durante la Segunda Guerra Mundial apoyaron a los nazis y su eslogan principal fue: “El kaffir en su lugar y los coolies fuera del país”. ‘Kaffir‘ y ‘coolie’ eran términos para referirse a los africanos y a los indios, respectivamente.
Bajo el liderazgo del primer ministro Daniel Malan, se inició una política oficial de desplazamiento que prohibió a los africanos vivir en los cascos urbanos, los expulsó de sus hogares y los obligó a asentarse en unos suburbios que aún no habían terminado de construirse.
Fue entonces que Nelson Mandela comenzó a liderar la lucha contra el Estado. Al lado de Manilal Gandhi, un hijo de Mahatma Gandhi, protagonizó una multitudinaria marcha en Durban, ciudad sudafricana que tenía la mayor población de indios por fuera de la India, y comenzó a aplicar los principios de la no violencia, con los que Gandhi logró la independencia de su país.
Pero cada vez que los habitantes se oponían a una medida, el régimen del Partido Nacional respondía con mayor violencia y opresión política. “Empecé a sospechar que las protestas legales pronto serían imposibles. La oposición no-violenta y pasiva es efectiva siempre y cuando el enemigo adhiera a las mismas reglas. Pero si la protesta pacífica se combate con violencia, su eficacia acaba. Para mí, la no-violencia no es un principio moral, sino una estrategia; no hay ninguna bondad moral en utilizar una estrategia inefectiva”. Cuando cada marcha pacífica devenía en un baño de sangre, Mandela cuestionó la conveniencia de liderar protestas en las que sus partidarios serían masacrados. Entonces optó por la vía armada.
La pregunta por la legitimidad de la violencia para lograr objetivos políticos no tiene respuesta fácil. Quienes viven en sociedades más o menos democráticas pueden darse el lujo de promover la “no violencia” con vehemencia, pero Mandela consideraba que la política del enemigo era un factor que condicionaba la dinámica de la lucha.
Huyó de Sudáfrica y fundó cerca de la frontera norte el brazo armado del ANC llamado Umkhonto we Siswe (la Lanza de la Nación). Sus entradas y salidas del país en forma clandestina, utilizando distintas identidades y disfraces, le ganaron el apodo del “Pimpinela Negro”, pues recordaba las hazañas del espía francés el Pimpinela Escarlata.
Los atentados del ANC se realizaron contra instalaciones militares y gubernamentales, y los lazos de esta organización con regímenes comunistas como Rusia, China y Cuba le valieron la enemistad de la CIA y del Departamento de Estado de Estados Unidos, que definió al ANC como una organización terrorista. En 1963 el gobierno sudafricano arrestó a Nelson Mandela. William Blum, antiguo empleado del Departamento de Estado, sostiene que fue gracias a información proporcionada por la CIA.
Tras un juicio que tardó casi dos años y en el que Mandela actuó como su propio abogado, fue condenado a cadena perpetua en la prisión insular de Robben Island. El aislamiento y los embargos con que la comunidad internacional castigó al régimen del apartheid, la renovación de las acciones violentas por parte del ANC, la persistencia de la lucha por parte de los jóvenes africanos en los años setenta y ochenta, y una nueva generación de blancos sudafricanos que no se identificaban con las políticas de segregación, debilitaron el fanatismo del Partido Nacional. El golpe final lo dio la caída del comunismo en Rusia y Europa Oriental.
Fue entonces que el gobierno inició diálogos con Mandela en secreto. En 1990 el gobierno de F. W. de Klerk legalizó el ANC y se anunció que el prisionero político más famoso del mundo sería liberado después de 27 años de confinamiento.
“Teníamos que hacer lo que hicimos”, me dijo F. W. de Klerk durante una entrevista para El Espectador. “No cambiaría ninguna de las grandes decisiones que tomé. Volvería a liberar a Mandela y a todos los prisioneros políticos, volvería a legalizar a todos los partidos que eran ilegales, volvería a iniciar negociaciones y aceptaría sus resultados, incluso cuando no todo lo que hubo en los acuerdos era aceptable”.
Por su labor en forjar una nueva Sudáfrica, Nelson Mandela y De Klerk obtuvieron el Premio Nobel de Paz en 1993. Después de múltiples dificultades, que incluyeron una dura confrontación armada apodada “La Guerra de los Hostales”, y que pretendía sabotear el proceso de negociación, el 11 de febrero de 1994 se libraron las primeras elecciones libres en Sudáfrica.
Durante tres días votaron casi 20 millones de sudafricanos. El 62,65% de los sufragios fueron para el ANC y Nelson Mandela asumió la presidencia el 10 de mayo de 1994. Heredó un país al borde de una severa crisis económica y de seguridad. El pánico por la incertidumbre que generaba la nueva Sudáfrica motivó una fuga de capitales y de ciudadanos blancos. El ingreso de mafias criminales por las fronteras abiertas, el caos y la corrupción de una fuerza policial en transición, y la enorme tasa de desempleo juvenil, que aún no ha logrado solucionarse, generaron una ola de criminalidad por la que Sudáfrica aún resulta estigmatizada.
El gobierno de Mandela debió concentrarse en cerrar heridas dejadas por cincuenta años de opresión estatal y en reformar las instituciones oficiales para acoplarlas al nuevo ambiente democrático. En cinco años debió darle un vuelco de ciento ochenta grados a la relación del Estado con los habitantes de Sudáfrica y lograr una transición democrática.
Desde que dejó la silla presidencial, Nelson Mandela ha seguido la cláusula que ha regido su vida: poner los intereses del partido por encima de los personales y los intereses de la nación por encima de los del partido.