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                                                                                                                              Maremágnum

                                                                                                                              El maremoto del océano Índico de 2004 ocasionó una serie de tsunamis en los países que lo bordean. Miles murieron. Crónica de un sobreviviente.

                                                                                                                              Juan Monsalve

                                                                                                                              Las tragedias que causó el tsunami han sido imborrables para Indonesia. /Reuters
                                                                                                                              Foto: REUTERS - © Arko Datta / Reuters

                                                                                                                              A las tres de la mañana timbró el teléfono. Me levanté sonámbulo. ¿Quién podría ser, a la hora en que hasta los perros duermen? Contesté y era mi hija, desde Bogotá, a preguntar si estábamos bien, después del tsunami que acababa de azotar a Sumatra. Nos hallábamos en Bali, cerca al lugar del desastre. ¿Cuál tsunami...?, pregunté, ingenuo, ignorando que un devastador tsunami, de gran magnitud (9,1 grados), que formó una muralla de agua de 10 a 20 metros de altura en el océano Indico, arrasó las islas de Indonesia y Tailandia, y cuyos efectos llegaron hasta el sudeste asiático, India, Sri Lanka, las islas Maldivas, Somalia y el este africano. En Sumatra fallecieron 229.866 personas, además de las desaparecidas, y se estima que alrededor de dos millones y medio sufrieron las consecuencias de este desastre natural, uno de los mayores en toda la historia de la humanidad. Durante el desayuno tuve un extraño sabor a aluminio, o algo así, como si un hedor a cadaverina hubiese invadido la isla y reinara en el ambiente, colándose en los más recónditos lugares. Un humor negro, pesado y fatal se instaló en las calles. Era imposible evitarlo. La gente en las ciudades había entrado en pánico, y aunque no se mencionara directamente el suceso, una máscara trágica de horror empezó a transformar los rostros de todos los habitantes convirtiéndolos en seres enajenados y violentos. La tragedia paralizó a todo el país, lo dejó estupefacto, confundido y desconcertado. El estado de sitio, la ley seca y el toque de queda que fueron decretados por el Gobierno no alcanzaron a controlar mínimamente el caos reinante. En el maremágnum en que naufragábamos, entre miles de muertos y damnificados, nos vimos detenidos y las investigaciones que realizábamos sobre arte y cultura de Bali se transformaron en una campaña de solidaridad práctica, para ayudar a los damnificados. Nuestras investigaciones giraron y, sorprendidos, vimos cómo caían en medio de la tragedia los velos que ocultaban los tenebrosos rostros de las legiones de Rangda, la encarnación de Kali, la diosa vengadora del hinduismo, lado izquierdo del dios Shiva. La muerte reinaba en la calle, el horror se había apoderado de Bali o, mejor, el demonio de Bali reinaba en la isla. Un silencio mortal invadió como una sombra nefasta las ciudades, a la espera de las réplicas del tsunami. Recordé el día en que un año antes, viviendo en la aldea de Batuan, con mi maestro de danza, me despertó el sordo rumor de un terremoto, al que nadie hizo caso ya que era el pan diario. De inmediato decidimos regresar, pero fue imposible pues los vuelos estaban ocupados en su totalidad y, sin más remedio, entramos en una larga waiting list. El tsunami ocurrió un domingo en el que había pensado descansar, pero fue imposible. Todo el día estuvimos trabajando en los tiquetes y la visa. Regresé a Kuta Beach en la noche, devastado, y entré a la Saint Franciscus Xavierus Church a orar. La iglesia estaba vacía. Me senté en una banca y llegó Denny, un sacerdote joven que al verme desolado, con los brazos caídos, se dirigió a mí con una sonrisa en los labios, exclamando: Good news for you...! Y pensé: ¿qué clase de buenas noticias podía recibir en ese momento, cuando la muerte galopaba sobre todos nosotros como un jinete apocalíptico? Ninguna, tan sólo escuché a mi amigo decirme quedamente al oído: “Mira bien lo que ha ocurrido; el dolor nos embarga. Sin embargo, aunque no lo creas, trae buenas noticias, pues las víctimas del tsunami se han liberado en un instante, en un solo día, arrebatadas por Dios. Ahora, ¿qué vas a hacer?”. Y guardando un silencio hermético se quedó mirándome fijamente... “Vete a dormir”, dijo, “descansa. Mañana tendremos que sepultar los muertos y continuar la vida, como si nada. Si una ola te baja, otra ola te alza. Vamos, sólo fue un tsunami y, a nosotros, aunque las aguas inmensas se desborden, no nos alcanzarán (Sal. 32, 6)”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Las tragedias que causó el tsunami han sido imborrables para Indonesia. /Reuters
                                                                                                                              Foto: REUTERS - © Arko Datta / Reuters

                                                                                                                              A las tres de la mañana timbró el teléfono. Me levanté sonámbulo. ¿Quién podría ser, a la hora en que hasta los perros duermen? Contesté y era mi hija, desde Bogotá, a preguntar si estábamos bien, después del tsunami que acababa de azotar a Sumatra. Nos hallábamos en Bali, cerca al lugar del desastre. ¿Cuál tsunami...?, pregunté, ingenuo, ignorando que un devastador tsunami, de gran magnitud (9,1 grados), que formó una muralla de agua de 10 a 20 metros de altura en el océano Indico, arrasó las islas de Indonesia y Tailandia, y cuyos efectos llegaron hasta el sudeste asiático, India, Sri Lanka, las islas Maldivas, Somalia y el este africano. En Sumatra fallecieron 229.866 personas, además de las desaparecidas, y se estima que alrededor de dos millones y medio sufrieron las consecuencias de este desastre natural, uno de los mayores en toda la historia de la humanidad. Durante el desayuno tuve un extraño sabor a aluminio, o algo así, como si un hedor a cadaverina hubiese invadido la isla y reinara en el ambiente, colándose en los más recónditos lugares. Un humor negro, pesado y fatal se instaló en las calles. Era imposible evitarlo. La gente en las ciudades había entrado en pánico, y aunque no se mencionara directamente el suceso, una máscara trágica de horror empezó a transformar los rostros de todos los habitantes convirtiéndolos en seres enajenados y violentos. La tragedia paralizó a todo el país, lo dejó estupefacto, confundido y desconcertado. El estado de sitio, la ley seca y el toque de queda que fueron decretados por el Gobierno no alcanzaron a controlar mínimamente el caos reinante. En el maremágnum en que naufragábamos, entre miles de muertos y damnificados, nos vimos detenidos y las investigaciones que realizábamos sobre arte y cultura de Bali se transformaron en una campaña de solidaridad práctica, para ayudar a los damnificados. Nuestras investigaciones giraron y, sorprendidos, vimos cómo caían en medio de la tragedia los velos que ocultaban los tenebrosos rostros de las legiones de Rangda, la encarnación de Kali, la diosa vengadora del hinduismo, lado izquierdo del dios Shiva. La muerte reinaba en la calle, el horror se había apoderado de Bali o, mejor, el demonio de Bali reinaba en la isla. Un silencio mortal invadió como una sombra nefasta las ciudades, a la espera de las réplicas del tsunami. Recordé el día en que un año antes, viviendo en la aldea de Batuan, con mi maestro de danza, me despertó el sordo rumor de un terremoto, al que nadie hizo caso ya que era el pan diario. De inmediato decidimos regresar, pero fue imposible pues los vuelos estaban ocupados en su totalidad y, sin más remedio, entramos en una larga waiting list. El tsunami ocurrió un domingo en el que había pensado descansar, pero fue imposible. Todo el día estuvimos trabajando en los tiquetes y la visa. Regresé a Kuta Beach en la noche, devastado, y entré a la Saint Franciscus Xavierus Church a orar. La iglesia estaba vacía. Me senté en una banca y llegó Denny, un sacerdote joven que al verme desolado, con los brazos caídos, se dirigió a mí con una sonrisa en los labios, exclamando: Good news for you...! Y pensé: ¿qué clase de buenas noticias podía recibir en ese momento, cuando la muerte galopaba sobre todos nosotros como un jinete apocalíptico? Ninguna, tan sólo escuché a mi amigo decirme quedamente al oído: “Mira bien lo que ha ocurrido; el dolor nos embarga. Sin embargo, aunque no lo creas, trae buenas noticias, pues las víctimas del tsunami se han liberado en un instante, en un solo día, arrebatadas por Dios. Ahora, ¿qué vas a hacer?”. Y guardando un silencio hermético se quedó mirándome fijamente... “Vete a dormir”, dijo, “descansa. Mañana tendremos que sepultar los muertos y continuar la vida, como si nada. Si una ola te baja, otra ola te alza. Vamos, sólo fue un tsunami y, a nosotros, aunque las aguas inmensas se desborden, no nos alcanzarán (Sal. 32, 6)”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por Juan Monsalve

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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