Murat Çelikkan: cuando la disidencia se convierte en delito

Este fin de semana iba a venir a Colombia, a un foro de derechos humanos en Cali. Hoy el activista turco está preso por editar un periódico de oposición.

Krizna Gómez
21 de agosto de 2017 - 04:00 a. m.
En el encuentro en Cali habrá una silla vacía por la ausencia de Murat Çelikkan.
En el encuentro en Cali habrá una silla vacía por la ausencia de Murat Çelikkan.

El 11 de agosto pasado, en algún bar del barrio Beyolu de Estambul, se reunieron su esposa, su hijo de 35 años y unos 50 amigos. Alzando las copas en su honor, brindaron con un estremecimiento tácito, con algo de ánimo, pero sobre todo abrumados por la admiración que sienten hacia este hombre que siempre inspira tranquilidad, un veterano periodista y activista de derechos humanos que, cerca de cumplir 60 años, estaba resuelto a encarar lo que le esperaba. Su nombre es Murat Çelikkan y esta fue su fiesta de despedida antes de ir a prisión.

Días antes había sido condenado a un año y medio de cárcel por “promover a una organización terrorista”, delito que en Turquía ha sido ampliamente utilizado para perseguir a innumerables periodistas, activistas y cualquier persona que se oponga al gobierno. Su supuesta falta habría sido participar, por un día, como coeditor simbólico del periódico pro-kurdo Özgür Gündem. Çelikkan fue parte de un grupo de 55 miembros de la sociedad civil que se ofrecieron para ejercer este cargo por 24 horas y así demostrar su solidaridad con el periódico y la necesidad de que siguiera imprimiéndose.

Durante los años en los que el Özgür Gündem circuló, y antes de ser clausurado, fue uno de los medios encargados de visualizar las violaciones estatales en el sudeste de Turquía, una región del país golpeada por la guerra entre el gobierno y los militantes kurdos que buscan la autonomía para su pueblo. De los 55 editores que participaron de la campaña, sólo Murat fue condenado a prisión, porque según el tribunal, “no mostró suficiente remordimiento” durante el juicio.

La de Murat es una historia repetida por miles alrededor del mundo. Es una muestra de un fenómeno de represión sin precedentes encabezado por gobiernos en su mayoría populistas y nacionalistas que se han ido de frente contra la sociedad civil, los medios de comunicación, los académicos y todo aquel que se atreva a oponerse contra quienes ejercen el poder. Aunque muchos regímenes autoritarios, especialmente en Latinoamérica, funcionaron así durante las dictaduras de los años sesenta y setenta, lo particular de esta reciente ola es que la mayoría de los países donde ocurre no son dictaduras. Estos gobiernos son democráticos, o al menos un híbrido, que se mece como un péndulo entre la represión y la ilusión de libertad.

En Egipto, cientos de activistas han sido encarcelados desde la Primavera Árabe, bajo acusaciones falsas por actos que incluyen, por ejemplo, asistir al funeral de un compañero de protesta. Los jueces no son flexibles con sus sentencias, algunos asignan penas de cadena perpetua. El sistema de justicia opera como una máquina, que cuando funciona mal comienza a producir errores de manera repetitiva, como cuando ordenaron llevar a la cárcel al hijo de tres años de un hombre de negocios, públicamente opositor. En Ecuador, el expresidente Rafael Correa cerró organizaciones como Pachamama por coordinar esfuerzos para combatir proyectos extractivos en el Parque Nacional Yasuní, un área protegida.

En Rusia, cientos de organizaciones han sido clausuradas por ser “agentes extranjeros”, por el simple hecho de recibir financiación de otros países y llevar a cabo “actividades políticas”, un término que está tan ampliamente definido que puede incluir acciones cotidianas de una organización de la sociedad civil. En Venezuela, Provea, la ONG de derechos humanos más antigua y más establecida en el país, fue recientemente acusada en un periódico estatal de difundir “crímenes de odio”, al defender los derechos humanos después de la Asamblea Constituyente de Maduro, la cual fue foco de críticas internacionales. En Etiopía, México, India, Macedonia, Tailandia, Bolivia, Azerbaiyán, Hungría y más de 50 países, los activistas están siendo acosados o asesinados, los periodistas demandados y acorralados al punto de terminar en bancarrota producto de estos juicios, las organizaciones civiles cerradas y los defensores ilegalmente vigilados por el simple hecho de defender los derechos de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos.

Murat no debería estar en una celda en Turquía hoy. De hecho, se suponía que este fin de semana debía estar en Cali, disfrutando del calor de la capital salsera colombiana, dando una conferencia a 19 jóvenes activistas de derechos humanos de África, Asia, América Latina, Europa y Oriente Medio sobre el tema de la represión contra los actores de la sociedad civil en un taller que organizamos desde Dejusticia. La ironía de su ausencia no podía ser más fuerte.

A lo largo de este entrenamiento, dejaremos una silla vacía para Murat y sus colegas que no pueden estar aquí con nosotros, como un ensordecedor recordatorio de que cada minuto en otros lugares del mundo las libertades están siendo arrebatadas, las familias están siendo privadas de sus seres queridos y la verdad es silenciada violentamente, ya sea con un arma, un ataque cibernético, una ley represiva o una pequeña celda en la cárcel.

Mientras tanto, en los rincones invisibles de Colombia devastados por la guerra y la pobreza, los líderes del movimiento social son asesinados por intentar luchar por una vida mejor. Ellos, Murat y muchos otros, separados por miles de kilómetros, tumbas y celdas, beben de la misma copa que les recuerda los valores y las libertades que poco a poco sus países están perdiendo y la angustia de saber que su libertad de pensamiento podría ser aniquilada.

Por Krizna Gómez

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