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Todas las sociedades se basan en un entramado de normas, instituciones, políticas, leyes y compromisos con los necesitados de ayuda. En las sociedades tradicionales, de esas obligaciones se encargan mayoritariamente las familias y grupos de parentesco. En las economías avanzadas, una parte mayor de la carga recae en el Estado y en los mercados (a través de seguros de salud y pensiones). Pero incluso en el segundo caso, gran parte del contrato social todavía lo sostienen las familias (trabajo de atención no remunerado), la sociedad civil (organizaciones de beneficencia y voluntariado) y los empleadores, que a menudo deben proveer seguro de salud o aportes patronales al seguro de desempleo.
El contrato social no es sinónimo de Estado de bienestar. El segundo término se refiere más bien a las dimensiones del contrato social mediadas por el proceso político y la posterior acción estatal, sea en forma directa a través de la tributación y los servicios públicos o indirecta a través de leyes que exigen al sector privado proveer ciertos beneficios. En ese sentido, el Estado de bienestar no es tanto un mecanismo de redistribución como una fuente de productividad y protección a lo largo del ciclo vital de las personas. Como ha demostrado John Hills, de la London School of Economics, la mayor parte de la gente aporta al Estado tanto cuanto recibe a cambio. (Más de nuestra seria Pensadores Globales 2020).