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La columna publicada recientemente por Marcos Peckel en El Espectador trae a los medios colombianos un debate difícil y complejo que ha ocupado la atención de académicos, expertos, organizaciones internacionales y de derechos humanos, así como de representantes de diversos Estados: si Israel y sus dirigentes han cometido un crimen de genocidio contra el pueblo palestino. Y, relacionado con ello, si es importante discutirlo y por qué.
La columna de Peckel, desde su título, no invita al debate ni a la reflexión respetuosa frente a ideas distintas. Con tono displicente, pregunta: ¿Genocidio? ¿Cuál genocidio? Como si plantear esta posibilidad fuera un disparate o una expresión conspirativa de antisemitismo y odio hacia Israel y el pueblo judío. Presentarlo así no solo impide una discusión ponderada; también minimiza los horrores cometidos contra una población civil que, incluso si no constituyeran actos de genocidio, sí configuran crímenes de guerra y de lesa humanidad, según el derecho internacional.
¿Por qué, entonces, si existe un consenso creciente de que Israel probablemente ha perpetrado crímenes gravísimos contra la población palestina —decenas de miles de muertos, en su mayoría mujeres, ancianos y niños; hambruna provocada por el bloqueo deliberado de ayuda humanitaria; destrucción de infraestructura civil, lugares de culto y símbolos culturales que vuelven inhabitable el territorio—, es importante discutir si también ha cometido genocidio, sin caer en la retórica agresiva?
No se trata solo de “llamar las cosas por su nombre”, sino de comprender lo que ocurre para poder cumplir la promesa humanista del derecho internacional: evitar que atrocidades como el Holocausto, el genocidio de Ruanda o el de la antigua Yugoslavia se repitan, y hacer moral y jurídicamente responsables a sus autores. No es un discurso de odio; es un esfuerzo por impedir que otras poblaciones sufran lo que hoy vive el pueblo palestino.
Por eso, la discusión no debe enmarcarse en posturas ideológicas o emocionales que solo profundizan la polarización. Aunque las emociones sean inevitables, el debate debe partir de argumentos jurídicos razonados y de la evidencia disponible. En ello radica la fuerza del derecho internacional, que busca —a través de acuerdos entre Estados— definir con la mayor claridad posible qué constituye genocidio y cuáles son sus elementos, para así identificarlo, condenarlo y prevenirlo.
La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948), ratificada por 153 Estados, lo define como cualquiera de ciertos actos —matanza, daño grave físico o mental, imposición de condiciones que conduzcan a la destrucción física parcial o total del grupo, impedimento de nacimientos o traslado forzoso de niños— cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal. El aspecto más controvertido, por ser difícil de probar, es precisamente la intención genocida. Si esta no se demuestra, los actos cometidos, aunque constituyan crímenes de guerra o de lesa humanidad, no configuran genocidio.
Puede leer la columna acá: ¿Genocidio? ¿Cuál genocidio?
El Estado israelí y sus defensores sostienen que las operaciones militares en Gaza son actos de legítima defensa, no un intento de exterminio. Argumentan, como hace Peckel, que si Israel hubiese querido eliminar a todos los palestinos, su poderío militar lo habría permitido en cuestión de días, lo cual no ha ocurrido. Sin embargo, la jurisprudencia y los expertos internacionales coinciden en que la intención de destruir a un grupo debe ser el móvil predominante y no suele ser explícita ni inmediata: debe inferirse razonablemente de un patrón sistemático de acciones y declaraciones. El umbral probatorio es alto, lo que explica la cautela inicial de muchos analistas durante el primer año de guerra. La brutal agresión de Hamás contra civiles israelíes justificaba una respuesta militar para neutralizar la amenaza.
Pero, a medida que el conflicto se intensificó, diversos expertos señalaron que la combinación de acciones militares devastadoras, la destrucción de infraestructura esencial,
el bloqueo de alimentos e insumos básicos y el desplazamiento masivo de civiles sin posibilidad de retorno, junto con declaraciones de altos funcionarios israelíes que deshumanizaban a la población palestina —como la del entonces ministro de Defensa Yoav Gallant, quien al anunciar un “asedio completo sobre la Franja de Gaza” afirmó: “no habrá electricidad, no habrá comida, no habrá combustible. Estamos luchando contra animales humanos”— configuraban un patrón del que podía inferirse razonablemente una intención de exterminio del pueblo palestino, su cultura e identidad.
Un genocidio no se comete en un par de días ni requiere confesión pública. Como afirmó Philippe Sands, reconocido abogado internacionalista y escritor, este tipo de crímenes pueden configurarse gradualmente, a medida que las acciones y las políticas revelan su propósito. Los hechos, lamentablemente, le han dado la razón. En los últimos meses, no solo Human Rights Watch y Amnistía Internacional, sino también el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y múltiples expertos en genocidio —incluidos académicos israelíes y judíos— han sostenido, con base en evidencia empírica y argumentos jurídicos sólidos, que las acciones de Israel probablemente configuran el crimen de genocidio.
Estas estrategias bélicas, dirigidas contra una población civil y no contra un actor armado, evidencian una guerra punitiva contra los palestinos por el hecho de serlo. Negar o deslegitimar los argumentos de quienes plantean esta hipótesis, tildándolos de antisemitas o ideólogos de la izquierda sin prueba alguna, es una forma de cerrar el debate y de eludir la gravedad de los hechos. La intención genocida puede ser discutible, como toda cuestión jurídica compleja, pero solo el debate informado y respetuoso permite avanzar en su esclarecimiento.
El argumento de la legítima defensa, tan recurrente en este caso, no justifica acciones desproporcionadas ni ataques deliberados contra la población civil protegida por el derecho internacional humanitario. Que Hamás utilice a civiles como escudos humanos no exonera a Israel de respetar sus obligaciones internacionales. Tales acciones pueden constituir crímenes de guerra y, en conjunto, un patrón sistemático con intención genocida.
El término genocidio tiene connotaciones históricas que evocan el inenarrable sufrimiento del pueblo judío, especialmente bajo el régimen nazi. Por eso, no debe usarse a la ligera, a riesgo de vaciarlo de sentido. Pero tampoco puede evitarse su análisis sereno, amparado en los hechos y no en la descalificación. Si aspiramos a comprender y no solo a señalar, el debate público debe ser un espacio de encuentro y reflexión, no de censura.
Afirmar con mesura, pero con decisión, que cuando se cometen actos de exterminio contra un pueblo —sea cual sea— se está ante un crimen de genocidio, no es un gesto de odio, sino una defensa de nuestra humanidad compartida. Reconocer el dolor ajeno, sentirlo como propio, es el primer paso para evitar que estos horrores se repitan. Solo así podremos honrar la promesa del “nunca más”.
*Profesor Titular de la Facultad de Derecho, Universidad de los Andes
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