Era noviembre de 1973 cuando el capitán italiano Luciano Sossai zarpó desde Génova con su barco, el Australe, hacia un destino arriesgado por la época: Hai Phong, en el norte de Vietnam. Para ese momento la guerra llevaba casi una década de intervención directa de Estados Unidos, iniciada tras el controvertido incidente del golfo de Tonkín en 1964 (una excusa para escalar el conflicto que sigue sin probarse).
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El objetivo de Sossai era llevar medicamentos, hornos de ladrillos y tractores para el arroz, así como escuelas desmontables para ayudar a los vietnamitas en guerra. Pocos lo recuerdan hoy, pero toda esa muestra de solidaridad italiana se sostenía en un cimiento: la lucha obrera.
Los sindicatos italianos —especialmente en Génova— se reconocían como parte de una clase trabajadora mundial. Si Vietnam resistía al imperialismo estadounidense, los obreros italianos sentían que debían apoyar, aunque estuvieran a miles de kilómetros. Vietnam también trataba de defender su dignidad como trabajadores.
Los puertos italianos se convirtieron así no solo en un lugar de comercio, sino en un frente de lucha. Tampoco querían que su trabajo sirviera para matar. Así que, además de enviar ayuda —el barco de Sossai llegó en enero del 74 a su destino—, los estibadores genoveses también bloquearon el paso de barcos estadounidenses cargados con armas por su puerto que iban hacia Vietnam.
Cuando Vietnam ganó la guerra, en 1975, los obreros italianos lo vivieron como una victoria propia: la confirmación de que su gesto de solidaridad no había sido en vano. Esta acción enalteció el rol político de los sindicatos más allá de lo laboral (salarios y condiciones de trabajo). Se veían como actores con peso en la política internacional. Pero pronto ese entusiasmo se desmoronó.
El fin de la Guerra Fría, que cohesionaba su lucha, así como la automatización del trabajo portuario —una grúa ahora hacía el trabajo de 20 hombres—, así como la domesticación y precarización sindical —se priorizaba la negociación de acuerdos sobre la movilización y se volvieron organismos burocráticos y corruptos—, hicieron que los sindicatos italianos perdieran su brillo.
Salvo por el movimiento No Global de 2001, del cual Génova fue epicentro con protestas masivas contra el G8, en las que se hablaba de deuda externa, Palestina, Irak y la globalización neoliberal, y en las que murió una persona, el internacionalismo obrero italiano no volvió a sonar en las siguientes décadas. Hasta este año.
“Estamos usando nuestros hombros para derribar este muro. Y nos estamos fortaleciendo. Somos una avalancha que se alimenta a sí misma y que crece cada vez más”, le dijo Romeo Pellicaria al sitio de noticias independiente Drop Site News.
Pellicaria es uno de los estibadores italianos de Génova que está coordinando acciones en los puertos europeos para bloquear los envíos de armas a Israel. Un dato no menor es que su padre fue parte de esos estibadores que se unieron a la flotilla humanitaria a Vietnam en el 73, que encabezó el capitán Sossai.
“Mi papá siempre me decía que el propósito del estibador siempre ha sido ser el brazo, la fortaleza de la gente en problemas, de aquellos que sufren”, manifestó.
El jueves, los históricos sindicatos italianos USB y CGIL comunicaron que los trabajadores portuarios en Génova, y toda Italia, están preparados para bloquear el ingreso de barcos vinculados a Israel a sus puertos, en respuesta a la interceptación ilegal de la flotilla Global Sumud, que pretendía llegar a Gaza esta semana. Sin embargo, la intención no es nueva.
En julio, los estibadores impidieron que el Cosco Shipping Pisces (supuestamente con equipo militar) entrara al puerto. En Livorno, los trabajadores portuarios se negaron a descargar un barco israelí (Zim Virginia), obligándolo a cambiar de rumbo. En La Spezia también se bloqueó el atraque de barcos vinculados con Israel. Otros puertos italianos (Venecia, Ravenna, Taranto y Salerno) también se sumaron a boicots o rechazos de barcos con vínculos israelíes.
Hace dos semanas, el 22 de septiembre, Italia vivió una gran huelga general que involucró a la mayoría de sectores e industrias. Convocada por los sindicatos que reúnen casi cinco millones de personas, la intención era exigirle al gobierno una postura más fuerte frente a Israel y protección para la flotilla Global Sumund. El resultado fue que la primera ministra, Girogia Meloni, aceptó enviar un buque para acompañar y “defender” la flotilla. La interceptación provocó otra manifestación masiva este viernes, con la que se volvieron a exigir medidas contra Israel.
El caso italiano frente a Israel es llamativo por varias razones. Primera, demostró que las huelgas, sin necesidad de vandalismo —analistas dicen que los episodios violentos o destructivos tienden a erosionar la simpatía del público general hacia la causa y facilitan que los gobiernos justifiquen la represión—, sí pueden ser efectivas. Esto al punto de que Meloni tuvo que ceder ante las demandas —al menos al inicio—.
Segunda, expuso una alineación, entre una lucha social y política —Gaza en este caso— con el movimiento obrero, que no se veía desde hace décadas en Italia, donde hace años domina la derecha en la arena política. Pero lo más importante: revive la tradición de esa lucha internacionalista, adormecida por décadas.
En Fos-sur-Mer en Marsella (Francia), un puerto clave en el Mediterráneo, con larga tradición antiimperialista que ya bloqueó armas en las guerras de Argelia y Vietnam, trabajadores ya se negaron a cargar un contenedor con piezas de repuesto para fusiles de asalto destinados a Israel, según reportó la Confederación General del Trabajo (CGT).
La tendencia se repite en los puertos de El Pireo (Grecia), Koper/Capodistria (Eslovenia), en el de Tánger (Marruecos), en Liman (Turquía), en Chipre y en los puertos vascos de España. El Mediterráneo ha dado un grito por convertir los puertos en “puertos de paz” por la situación en Gaza, y se ha trazado un vínculo directo con algo más profundo: la lucha obrera.
“La lucha por salarios, seguridad y condiciones laborales está ligada a la lucha contra cualquier guerra. No nos mancharemos las manos con la sangre de los pueblos”, dijo Markos Bekris, del sindicato griego de trabajadores portuarios Enedep a Il Fatto Quotidiano de Italia.
Cabe destacar que el movimiento social no solo ha estado compuesto por los trabajadores portuarios, aunque estos hayan marcado la hoja de ruta más llamativa hasta ahora. En Italia, sindicatos de psicólogos, arquitectos y profesionales de otras áreas también se sumaron a la lógica del “paro general”.
El otro gran grupo social que ha entrado a la movilización es el de los profesores y estudiantes. En España, donde las protestas exigiendo medidas de ayuda para Gaza interrumpieron en tres ocasiones la Vuelta a España en septiembre, los estudiantes universitarios y de secundaria han tomado las calles.
El jueves también, miles de jóvenes en más de 40 ciudades —Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla y Valencia— protagonizaron una huelga estudiantil masiva convocada por el Sindicato de Estudiantes. El lema fue claro: “Vaciar las aulas, llenar las calles y parar el genocidio contra el pueblo palestino”. Con pancartas en mano, exigieron al gobierno español romper relaciones diplomáticas con Israel y suspender la entrega de armas.
Al igual que en la coordinación sindical, lo llamativo de estas movilizaciones en apoyo a Palestina es que han surgido de manera orgánica, muchas veces lideradas por colectivos juveniles y sociales más que por las viejas estructuras sindicales, hoy debilitadas y en franco retroceso. Sin embargo, esta ola contemporánea se enfrenta a un gran obstáculo: la politización.
El caso más notorio es el español. Pedro Sánchez y el PSOE intentaron apropiarse del capital simbólico de las protestas para encubrir los casos de corrupción que salpican a su gobierno y, al mismo tiempo, proyectar una imagen de liderazgo internacional. No obstante, como señaló el periodista Diego Rodríguez en “La Razón”, la maniobra resultó un “bumerán”: desató una competencia feroz en la izquierda, con Podemos, Sumar e IU acusando al presidente de electoralismo y equidistancia, sobre todo después de que La Moncloa “diera la bienvenida” al plan de paz impulsado por Donald Trump.
La instrumentalización partidista no solo erosiona la credibilidad de la lucha, sino que puede deslegitimar la causa misma, diluyéndola en la batalla electoral y convirtiéndola en un arma arrojadiza más, en vez de una lucha universal por los derechos humanos, según analistas.
Y ese es, precisamente, el contraste con lo ocurrido en los puertos del Mediterráneo: allí, lejos del ruido parlamentario, la coordinación de sindicatos y trabajadores ha tenido un carácter más práctico y unitario. Cuando estibadores en Génova, Barcelona o Marsella deciden bloquear barcos con destino a Israel, lo hacen no para capitalizar políticamente la causa, sino para convertir la solidaridad en una acción material y visible.
Una diferencia que explica por qué los muelles han terminado siendo hoy el espacio donde la causa palestina logra sostener mayor legitimidad y eficacia frente al riesgo de desgaste en la arena política.
Avance sobre el acuerdo
La decisión de Hamás de aceptar “inmediatamente” negociar la liberación de rehenes bajo el plan de Donald Trump marca un giro en el conflicto, pero está lejos de significar un final seguro de la guerra. El anuncio, saludado por Trump, incluye la disposición a ceder el gobierno de Gaza a una autoridad tecnócrata apoyada por actores árabes, lo que abre un resquicio hacia el alto al fuego. Sin embargo, la gran piedra en el camino es la exigencia de desarme.
Para Hamás, dejar las armas no es solo un punto táctico: es existencial. El movimiento nació como resistencia armada y su legitimidad frente a sus seguidores y frente a otras facciones palestinas depende de mantener esa identidad. Desarmarse implicaría quedar expuesto a rivales internos y perder apoyo regional de actores como Irán.
La propuesta de Trump ofrece canjes de prisioneros, un marco de reconstrucción y la promesa de una vía hacia la autodeterminación palestina, pero el costo para Hamás es redefinir su razón de ser, según expertos. Por eso, aunque la negociación abre expectativas, el nudo del desarme mantiene el futuro del acuerdo en el aire. A pesar de esto Trump dijo que cree que en Hamás “están listos para la paz”.
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