El mundo dio vuelta a una esquina en 2019. El problema es que el orden mundial no lo alcanzó. Esta desconexión podría tener consecuencias desastrosas. El mayor cambio global ha sido el inicio del “siglo asiático”. Hoy, Asia es hogar de tres de las cuatro principales potencias económicas del mundo (en términos de paridad de poder adquisitivo): China, India y Japón. El PIB combinado de la región excede el de Estados Unidos y el de la Unión Europea. (Lea más de nuestra serie Pensadores globales 2020: Javier Solana analiza el caso de Irán)
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Estados Unidos ya ni siquiera es la potencia más globalizada. Ese título ahora le corresponde a China, que ya es un mayor socio comercial con más países que Estados Unidos, y que también está firmando más acuerdos de libre comercio, incluido potencialmente el más grande de la historia, la Asociación Económica Integral Regional. Estados Unidos, en cambio, está abandonando los acuerdos de libre comercio como el Acuerdo Transpacífico, que el primer ministro japonés, Shinzo Abe, ha mantenido vivo sin los norteamericanos. El porcentaje del comercio global en manos de Estados Unidos sigue achicándose. (¿Cómo nos afecta la desaceleración en China e India?).
El orden mundial no ha mantenido el ritmo de esta dinámica económica cambiante. Por el contrario, el dólar estadounidense sigue siendo la moneda predominante que rige el comercio internacional. Estados Unidos y Europa retienen el control de las dos principales organizaciones económicas globales: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –el único organismo que puede dictar decisiones vinculantes para los 193 estados miembro de la ONU- está dominado por apenas unas pocas potencias esencialmente en decadencia.
En teoría, entre todas estas incongruencias, la más fácil de resolver debería ser el peso inadecuado de potencias emergentes como China en el FMI y el Banco Mundial. Después de todo, Estados Unidos y Europa ya han reconocido –inclusive en los comunicados del G20 de 2006 y 2007- que “la selección de los altos mandos del FMI y del Banco Mundial debería basarse en el mérito”, garantizando una “amplia representación de todos los países miembro”.
Sin embargo, el “acuerdo de caballeros” anacrónico que ha mantenido a un norteamericano a la cabeza del Banco Mundial y a un europeo al frente del FMI ha demostrado ser obstinadamente resiliente. En 2007, Dominique Strauss-Kahn se convirtió en director gerente del FMI, sucedido por otra ciudadana francesa, Christine Lagarde, en 2011.
Seis años más tarde, Lagarde declaró que el FMI podía estar basado en Beijing en 2027, si las tendencias de crecimiento continúan y se reflejan en la estructura de votación del Fondo. Después de todo, observó, los estatutos del FMI exigen que la sede principal de la institución esté ubicada en la mayor economía miembro.
Cuando Lagarde renunció a su puesto este año para convertirse en presidente del Banco Central Europeo, fue otra europea la que ocupó su lugar: la economista búlgara Kristalina Georgieva. De la misma manera, la presidencia del Banco Mundial pasó de Robert Zoellick a Jim Yong Kim en 2012, y luego a David Malpass este año. Los futuros historiadores se maravillarán ante la reticencia imprudente y vergonzosa de las viejas potencias a compartir el control de las instituciones globales.
Y aún así Estados Unidos y la UE no son los únicos que se esfuerzan por salvaguardar su influencia. En el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los cinco miembros permanentes (P5) –China, Francia, Rusia, el Reino Unido y Estados Unidos- también hablan de la boca para afuera sobre la necesidad de una reforma, pero obstruyen cualquier progreso de manera consistente. Para empeorar aún más las cosas, los otros países que intentan obtener una banca permanente en el Consejo enfrentan la resistencia de sus vecinos: Paquistán bloquea el intento de la India, Argentina bloquea a Brasil y Nigeria bloquea a Sudáfrica. Frente a esta dinámica, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas será aún más difícil de reformar que el FMI o el Banco Mundial.
Pero, una vez más, el error podría ser desastroso. Si la composición del Consejo de Seguridad no se actualiza, el organismo podría perder su credibilidad y su autoridad moral. Si la Unión Africana o la India (cada una con más de mil millones de personas) se negara a cumplir con las decisiones del Consejo de Seguridad –esencialmente las decisiones del P5-, el organismo más importante de la comunidad internacional no tendría muchas salidas.
Para evitar un desenlace de estas características, el Consejo de Seguridad debería adoptar una fórmula 7-7-7. El primer siete serían los miembros permanentes –Brasil, China, la Unión Europea (representada por Francia y Alemania), India, Nigeria, Rusia y Estados Unidos-, cada uno de los cuales representa una región diferente. El segundo siete serían los miembros semipermanentes, una selección rotativa de 28 países, en base a la población y al PIB. Los restantes 160 países rotarían en las siete bancas restantes.
La incongruencia más difícil de resolver será aquella entre el liderazgo en caída de Estados Unidos y el papel de su moneda como la principal moneda de reserva internacional. Hoy, más del 40% de los pagos transfronterizos y el 90% del comercio de divisas están fijados en dólares estadounidenses. Esto refleja décadas de confianza: Estados Unidos tenía mercados profundos, instituciones fuertes –incluidas cortes eficientes y un banco central independiente- y no usaba el dólar como una herramienta para defender sus propios intereses.
Pero, desde 2017, el presidente norteamericano, Donald Trump, ha venido minando agresivamente la confianza de la comunidad internacional en el dólar. Ha presionado a la Reserva Federal para bajar las tasas de interés a fin de ofrecer un crecimiento económico de corto plazo en tanto hace campaña por la reelección. Y ha utilizado al dólar como un arma, caratulando a China de “manipulador de la moneda” y dando instrucciones al Tesoro de Estados Unidos de poner a más países –entre ellos, aliados cercanos de Asia y Europa- bajo vigilancia.
El comportamiento de Trump ha inquietado no sólo a los adversarios (Rusia lidera una nueva tendencia de desdolarización), sino también a aliados claves. Jean-Claude Juncker, el presidente saliente de la Comisión Europea, ha prometido que el euro se convertiría en un “instrumento activo” de la soberanía de la UE. También es revelador que Francia, Alemania y el Reino Unido –en colaboración con China y Rusia- hayan creado el Instrumento de Apoyo a los Intercambios Comerciales (INSTEX) para evitar las sanciones estadounidenses a Irán.
Sin embargo, en un sentido, Trump le ha hecho un favor al mundo al tornar innegable lo que ya era obvio. Si los líderes mundiales no empiezan a abordar pronto las contradicciones que plagan el orden mundial, el resultado probable es una crisis –y contradicciones aún más peligrosas.
Copyright: Project Syndicate, 2019.
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