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Me preguntó si me molestaba que pusiera música, le dije que no y comenzamos a charlar. Puso en su celular Bryan Adams; me dio risa dada las circunstancias. Hablamos de la novia que tenía en la otra Alepo, en la controlada por las fuerzas leales a Al Asad y que no podía ver. Éramos dos hombres hablando de mujeres y novias, de los veranos que pasaba en la costa de Latakia en el Mediterráneo sirio y del buen tiempo que se pasaba allá. Le conté de las playas del Tayrona y nos prometimos que algún día iríamos. Los sonidos de la artillería y las balas que sonaban a veces hacían que nos miráramos y detuviéramos la charla. Ese era Walid, mi guía y mi amigo en Siria. El 19 de febrero de 2014 murió en combates en Idlib.
Al principio de 2014 había dejado de hablar con él frecuentemente. Su último mensaje decía: “Cuando vuelva a casa te contaré, mi hermano”. Su casa era Alepo, la ciudad que él amaba y que está siendo destruida, día a día, por las balas, los misiles scud, las bombas lanzadas desde los aviones de combate y las bombas de barril que lanzan desde helicópteros, las mismas que mataron el pasado 8 de marzo a un fotógrafo freelance canadiense y a siete civiles, otros muertos más. Pero ¿quién esta contando? Nadie, ni la ONU. Hace meses dejó de contar los muertos oficialmente.
Walid Alahmad murió a los 25 años. Antes de la guerra estudiaba economía en la Universidad de Alepo. Tenía una familia grande y unida, tradicional musulmana, hermanos, hermanas y sobrinos que adoraba como cualquier tío orgulloso en el mundo. Lo mostraba en esa gran sonrisa que tenía pintada en la cara. Esa sonrisa que vi por primera vez cuando por casualidad nos encontramos a su hermano, su hermana y su sobrino en una calle de Alepo. Era mi primer día en Siria. Cuando vi esa escena tuve la sensación de que estaba en buenas manos, y no me equivoqué.
Dormíamos juntos, comíamos juntos, caminábamos juntos durante esas largas noches y largos días en Alepo. Nos conocimos y nos llevamos bien, nos volvimos amigos, pero la guerra hace lazos más fuertes que van más allá de la amistad, con palabras como “te voy a cuidar: si algo te pasa, nos pasa a los dos”, que en una vida “normal” parecen de esas que uno va diciendo a amigos entre tragos sin pensarlo mucho, sin sentido, quizás. Él caminaba delante cuando íbamos a los frentes, siempre pendiente de mí, siempre, hasta para el agua y la poca comida que había.
Ser un guía o traductor en una zona de guerra no era el trabajo que tenía pensado para su vida. Pero cuando la guerra comenzó, el inglés que había aprendido viendo películas y oyendo música le sirvió. En los primeros meses de la guerra combatió con un grupo del ELS (Ejército Libre Sirio). Me contaba las historias de combates y de sus amigos muertos. Muchas veces, en incursiones, toda una katiba entraba y pocos salían. Por estas vivencias, que a muchos harían que el corazón se les endureciera, y quizás por su buen carácter, o por evitar matar y que lo mataran, decidió salirse del grupo y trabajar con periodistas que entraban a Siria. Quería ahorrar para irse del país y eventualmente sacar a su familia.
Durante 2013 fuimos varias veces a Alepo y llevó a varios periodistas adentro. Pero a mediados de febrero decidió cumplir lo que había planeado: buscar una nueva vida, irse de Siria, dejar atrás su época como combatiente, dejar atrás a sus amigos muertos, dejar atrás a su familia, dejar atrás su patria, dejar atrás la guerra. Hay un punto de quiebre para todos los hombres. Walid viajo a Egipto y trabajó en lo que encontró, vendiendo ropa, de asistente de contaduría. Varias noches hablamos largamente: no estaba bien allá. Me pedía que lo ayudara con periodistas en Egipto que quizás necesitaran un traductor. Eso no resultó bien.
Volvió a Turquía en los mismos días en que yo volví. Nos encontramos en la plaza Taksim, de Estambul. Se acababa el verano. Nos dimos un abrazo grande y hablamos de Egipto y de Colombia, de nuestras familias, recordamos nuestros días en Alepo, los duros y los que jamás se olvidarán, y a los que volveríamos probablemente. Tomamos un café y nos fumamos algunos cigarrillos. Hacía calor, aunque el verano supuestamente acababa. Unos días atrás un ataque químico, que se presume había lanzado el ejército sirio, mató en cuestión de horas a más de 1.400 personas en un suburbio de Damasco. De nuevo los medios de comunicación y las organizaciones internacionales volteaban un rato a mirar y volvían a contar los muertos en Siria. Íbamos a entrar de nuevo a Alepo.
La situación había cambiado. La resquebrajada alianza de los grupos rebeldes comenzaba a separarse del todo. Comenzaron los secuestros de periodistas extranjeros. El señalado como culpable era ISIS (por sus siglas en inglés, Islamic State of Irak and Syria), el grupo yihadista rebelde que estaba causando el terror en la mayor parte del norte. Habían cambiado las reglas en el terreno. Los medios lo relacionaban con Al Qaeda, pero la franquicia de Al Qaeda en Siria es Jabat Al Nusra, que cuenta cada vez con más apoyo popular y era conocido como uno de los mejores grupos en la línea del frente.
Walid entró con un colega español a Alepo. Yo no pude unírmeles. Cuando salió hablamos. Me trataba de convencer de que era muy peligroso entrar a Siria, y más por la zona de Alepo, que esperara. Tenía razón. Ya comenzaban los combates entre ISIS y otros grupos rebeldes más moderados, una guerra dentro de una guerra. Viajé a encontrarme con Walid desde Izmir, en el Mediterráneo turco, a Kilis, la población fronteriza con Siria cercana a Alepo. Cuando llegué al hotel nos encontramos en la recepción. Dejé las maletas y fuimos a comer. Me llevó a un restaurante que conocía.
Durante esos últimos días en Kilis vi inquieto a Walid, nervioso. Hablamos largo y me comentó varias cosas. Quería buscar trabajo en Turquía, quería buscar asilo en Suecia, hasta hablamos de buscar asilo en Colombia. Me comentó que si nada le salía, tenía su última opción: unirse a Jabat Al Nusra como combatiente.
En esos días el cruce fronterizo estaba siendo disputado por diferentes facciones rebeldes. El día en que íbamos a cruzar comenzaron combates que se oían desde el hotel. El cruce era imposible, pero yo seguía empeñado en entrar. Walid entraría sí o sí: quería ver a su familia y a sus amigos. Esperé un día más a que cambiara la situación, para ver si era posible entrar a Siria. Definitivamente, ese cruce fronterizo estaba cerrado. Los turcos habían clausurado la frontera. Ese día los nervios y la duda de entrar y no entrar no me dejaron comer. Walid se dio cuenta. Me llevó un sánduche y se tomó una ducha en el baño de mi habitación. Era de noche. Al día siguiente yo iría a Antakia e intentaría cruzar por otro lado a la región siria de Latakia, donde se rumoraba que el riesgo era menor. Walid no iría conmigo; él iba para Alepo. Fue la última vez que lo vi. Me llamó cuando llegué a Antakia, me dijo que si algo me pasaba iría a sacarme con sus amigos del ELS.
Hablábamos esporádicamente. Planeábamos volver a Siria juntos en marzo. Yo como periodista, él como combatiente. Walid se movió por Siria con el grupo de Dier Ezzor a Idlib, con el que murió. Un día después, una amiga periodista que ha estado cubriendo Siria me dijo que me tenía malas noticias. Algo me dijo que Walid había muerto. Así era. Minutos después me escribieron amigos sirios contándome. Me enviaron la foto de su cuerpo muerto, una imagen cruda, como es la guerra. No sé si la guerra lo habría cambiado en los últimos meses de combate, hasta el punto de volverlo uno de esos combatientes que tanto vimos en los frentes, de ojos vidriosos, miradas perdidas y el dedo frío en el gatillo. Hermano matando hermano mientras las razones van cambiando. No importa, porque quién cuenta los muertos.
A veces, cuando camino por ahí y lo recuerdo, pienso en todo lo que le faltó vivir a Walid, y egoísta, pienso en lo que nos faltó vivir. Pienso en los jóvenes que dan su vida y sus cuerpos en la guerra del mundo, pienso en que siempre ha pasado y siempre pasará. Vida: una palabra que damos por dada y que es tan frágil. Como en todas las guerras, la gente morirá, los jóvenes pelearán las batallas de los políticos y generales que las crean pero no se acercan a los frentes, a esa guerra que jala hacia ese hueco negro que todo lo destruye.