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“Usted está haciendo una historia, nosotros estamos haciendo historia”, dijo Tom (no quiso dar su apellido por motivos de seguridad), un estudiante de economía de 19 años, soplando una bocanada de cigarrillo. Sonrió orgulloso y cansado mientras sus amigos reían, sentados sobre una acera.
Era un grupo de estudiantes con ojos y piel trasnochados. Tenían gafas de laboratorio y máscaras médicas colgándoles del cuello. Un par llevaban batas de polietileno transparentes. Parecían personajes de una versión urbana y aséptica de Mad Max.
Estaban en la esquina frente a la estación de metro Admiralty, de la que salió un ejecutivo de camisa blanca y maletín. Caminó hacia su oficina en medio de la calle desierta mientras lo seguía un periodista tomando fotografías, pues hoy el anormal parecía ser precisamente él; en cambio estos excéntricos jóvenes encajaban en el ambiente de avenidas desoladas, camiones de policía vacíos y barricadas metálicas.
“Hemos estado aquí toda la noche. No dormimos. La policía nos atacó anoche con gases lacrimógenos”, dijo uno. El ataque fue el 28 de septiembre, cuando las protestas de Hong Kong comenzaban a llamar la atención del mundo y el gobierno local daba pasos en falso tratando de reprimirlas. Hablamos al día siguiente, cuando el intento de acallarlas fracasó y los manifestantes navegaban la ola de la defensa exitosa. Cualquier cosa parecía posible. Hoy no. A pesar de que ya se inició la etapa de negociaciones, el desenlace exitoso no luce claro.
Las granadas de gas lacrimógeno que lanzó la policía inundaron el centro de Hong Kong con una humareda blanca que la ciudad no presenciaba desde la reunión de la Organización Mundial de Comercio en 2005. A pesar de que hay una protesta al año en Hong Kong, y una marcha pro democracia cada 1º de julio, fecha del aniversario de la entrega de la isla a China por parte de Gran Bretaña, en Hong Kong no se producen rifirrafes recurrentes con la policía.
“Es extraño para mí tener esta conversación”, me dijo un periodista de Hong Kong el 29 de septiembre, cuando era incierto si la Policía volvería a arrojar gases y por eso le explicaba a mi colega cómo evitar con un trapo húmedo los efectos molestos. “En Hong Kong somos pacíficos. Esas cosas no pasan”.
Cuando Gran Bretaña y China negociaron el traslado de Hong Kong de un poder imperial a otro comunista, los británicos les exigieron a los chinos prometer que mantendrían la política de “un país, dos sistemas”. Hong Kong, según el acuerdo pactado, tendría durante 50 años las libertades democráticas que eran impensables en el modelo chino (y en el modelo de las colonias británicas). Es decir, hasta 2047, los hongkoneses podrían gozar de libre poder de asociación, libre prensa y opinión. En teoría también voto, pero allí, precisamente, es donde Pekín ha querido trazar la raya. Y por eso también ahora las protestas.
El 31 de agosto se aprobaron reformas electorales para elegir al jefe ejecutivo en 2017. China cedió algo que hasta entonces había considerado demasiado liberal incluso para una “región administrativa especial” como Hong Kong: el sufragio universal. Conservaron el privilegio de aprobar a los candidatos en la ciudad que más ha contribuido a las finanzas chinas, con la posible excepción de Shanghái. Muchos demócratas consideraron que China rompía el acuerdo, y los estudiantes se lanzaron a la calle.
Sin embargo, a medida que los miles de hongkoneses se reunían en Central, que, como su nombre lo indica, es el barrio céntrico de Hong Kong, y la protesta tomaba impulso a causa de la adhesión del movimiento Occupy Central, inspirado en Occupy Wall Street, las cabezas estatales parecían estar menos presentes. Para su desgracia, los líderes reformistas tampoco daban señales claras de cuáles debían ser sus exigencias y cómo pactarlas.
“Nadie organiza estas entregas de alimentos. Nosotros estamos aquí porque así lo queremos”, dijo un estudiante de medicina que no quiso dar su nombre. Administraba una pequeña carpa que entregaba equipos médicos, agua y alimentos. Si bien en la base la organización espontánea era evidente, los líderes demostraban una desorganización que debilitaba su posición. El vicepresidente de la Federación de Estudiantes, Lester Shum, amenazó con ocupar las oficinas del Gobierno a partir del jueves 2 de octubre si el jefe ejecutivo, Leung Chun-ying, no renunciaba. La renuncia no se produjo, pero el ultimátum tampoco se cumplió. Entretanto, la policía se abstuvo de reprimir las protestas.
Por eso desde Hong Kong sonaban absurdas y desmesuradas las comparaciones con Tiananmen que se hacían en la prensa occidental. Uno de los altos ejecutivos de Baidú, el Google de China, dijo en un intercambio de mensajes en redes sociales que “China, después de 25 años, todavía tiene el amargo sabor de la sangre de Tiananmen en la boca. Decir lo contrario es llanamente cínico”.
Sí se produjeron, en cambio, agresiones por parte de los vecinos de donde se dieron las protestas, específicamente del barrio de Mong Kok. Alegaban que sus negocios y libertad de movimiento se veían afectados por los bloqueos. Ante la inacción de la policía, algunos se abalanzaron contra los manifestantes. Desde entonces Occupy Central ha reiterado una acusación que por lo pronto no ha podido demostrar plenamente: que el Gobierno contrató a miembros de la mafia china, la tríada, para reprimir la protesta. En efecto, algunos de los atacantes arrestados tenían antecedentes criminales como miembros de la tríada. Aún está abierta la pregunta de si también tenían vínculos informales con el gobierno de Hong Kong.
Para el viernes 3 de octubre, Occupy Central se había convertido en la Revolución de los Paraguas. Y sí que los necesitaban, en el sentido metafórico y literal, por la lluvia que espantaba a los manifestantes y por una multiplicidad de líderes visibles de tres organizaciones distintas que no centralizaban sus esfuerzos: Occupy Central, la Federación de Estudiantes y Scholarism, también una organización estudiantil.
“No creo que las protestas tengan un impacto fuerte”, dijo John M. Carroll, historiador de la Universidad de Hong Kong. “Más bien van a fortalecer en Pekín la idea de que Hong Kong aún no está preparada para elegir sus propios líderes”.
El lunes, el secretario general de la Federación de Estudiantes, Andrew Chow, anunció que habían iniciado diálogos con la secretaria jefe del gobierno de Hong Kong, Carrie Lam, porque la Policía había cumplido la petición básica de su organización: garantizar la seguridad de los manifestantes.
Las barricadas fueron retiradas, la ciudad lentamente ha vuelto a la normalidad y, en vista que se deshizo el fervor, los líderes maniobran para iniciar pronto diálogos respecto a la reforma constitucional, cuyo desenlace por lo pronto se desconoce.