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El 6 de abril de 2012, Bilal al Acherif, el secretario general del Movimiento Nacional de Liberación de Azawad (MNLA), publicó la declaración unilateral de independencia de la nación tuareg de Azawad, y partió a Malí en dos. Fue el resultado de una campaña militar que había comenzado en enero, en los desiertos del norte, casi en la frontera con Argelia.
Dos meses y medio después, Bilal al Acherif fue herido durante un combate contra sus antiguos aliados, el Movimiento para la Unidad y la Yihad en África (MUYA), y aparentemente fue trasladado a Burkina Faso.
Las circunstancias son confusas. Algunos hablan de traición. Los yihadistas y los bereberes independentistas no pudieron llegar a un acuerdo para dividir el territorio obtenido y la controversia devino en violencia. Desde entonces la independencia tuareg pasó a un segundo plano, y tomó protagonismo el riesgo de que Malí se convirtiera en un país sometido al islamismo radical.
Una coalición de grupos extremistas, como MUYA, Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) y Ansar Dine (rivales tuaregs del MNLA), expulsó al MNLA de las ciudades, impuso una estricta sharia (ley islámica) y retomó una campaña relámpago hacia el sur, donde está Bamako, la capital. Entretanto, la inestabilidad al norte había desmoronado allí al gobierno del presidente Amadou Toumani Touré. Mientras el norte ardía, en el sur hubo golpe de Estado, junta militar, y luego la instauración de un presidente interino: Dioncounda Traoré.
Todo esto sucedió durante el 2012, en un país que, entre los siglo XIII y XV, cuando fue Imperio, era uno de los principales exportadores de oro hacia el mundo mediterráneo.
Hoy lo sigue siendo. Malí es el tercer productor de oro en África después de Sudáfrica y Ghana. Compañías como Randgold y Anglogold Ashanti explotan algunas de las trece minas que hoy operan en el país. Incluso Medoro Resources, una compañía listada en Canadá pero fundada por empresarios venezolanos y colombianos y presidida por la excanciller María Consuelo Araújo, tiene cuatro licencias de exploración.
Sin embargo, Colombia también participa de una manera más sombría en Malí. El 5 de noviembre de 2009 se estrelló en una pista hechiza a las afueras de Gao un Boeing 727, proveniente de algún lugar aún desconocido de la frontera colombo-venezolana y que había transportado cocaína y otras sustancias ilegales en un vuelo transatlántico.
Las mismas rutas saharianas que en la Edad Media se utilizaron para llevar el oro que adornó desde las mezquitas de Andalucía hasta las joyas de María de Médici, hoy se utilizan para traficar narcóticos hacia países como España e Italia.
Cuando fue hallado el “Air Cocaine”, como lo llamó la prensa, aquella mezcla de ilegalidad y desinstitucionalización en el norte de Malí estaba por estallar en una guerra prolongada que ya cumple más de doce meses, y que produjo la segunda intervención armada internacional en el norte del África en dos años.
Algunos han dicho que Malí corría el riesgo de convertirse en el próximo Afganistán de África. El norte del país es una plétora de tribus nómadas bereberes que pasan de la rivalidad a la alianza, según el vaivén de la política y de sus matrimonios familiares. Un escenario cultural que es como una matrioska: entre más se profundiza en él, más divisiones se encuentran.
En un cable diplomático del Departamento de Estado de Estados Unidos, enviado el 6 de marzo de 2008 por el embajador Terrence P. McCulley, se describen más de 20 facciones y organizaciones tuaregs. Lo que las une es un resentimiento histórico hacia el gobierno central de Malí, contra el que ya habían hecho tres levantamientos (1963, 1990-1996 y 2006). Los últimos dos con el apoyo de uno de sus más importantes aliados en la región: el coronel Muamar Gadafi.
Con el numeroso y sofisticado armamento que los tuaregs trajeron a Malí luego de haber luchado por el régimen Gadafi, iniciaron la rebelión de 2012. Muchos de los jóvenes que hoy son bombardeados por Mirages franceses durante la Operación Serval, que inició el 15 de enero, quizás escucharon el mismo rugido de aviones de combate en los desiertos de Libia.
En los medios franceses se oye la letanía incesante, por parte de los funcionarios del Gobierno, de que era necesario impedir que Malí cayera en manos de terroristas islámicos. Sin duda fue uno de los motivos para la intervención. Pero también había otros que no se mencionan, como las exploraciones pendientes de uranio en los desiertos del norte para sus plantas nucleares, que generan alrededor del 75% de la energía de Francia.
Probablemente estamos presenciando cómo los conflictos por energía y la lucha antiterrorista que lideró Estados Unidos en la década pasada en Asia Central y el Medio Oriente (Afganistán e Irak), ahora son replicados por Francia durante esta década, esta vez en el norte de África (Libia y Malí). Sin embargo, sus intervenciones son menos torpes, pues no implican largas ocupaciones y reúnen mayor apoyo internacional.
David Cameron, el primer ministro de Inglaterra, ha dicho que la situación conflictiva en el norte de África podría tardar una década. En efecto, lo que desde 2011 se presentó como la Primavera Árabe hoy comienza a entrar en su invierno. En Egipto, el aniversario del fin de la dictadura se conmemoró con protestas sangrientas; en Libia, Bengasi se ha convertido en un foco de terrorismo, de donde Inglaterra, Australia y Francia le han solicitado a todos sus ciudadanos que salgan, y en Argelia hubo una violenta toma de rehenes en una planta de gas, organizada desde Malí, precisamente, por el líder de AQMI, Moctar Belmoctar.
Pero más allá de los motivos para la intervención armada de enero, lo cierto es que el peligro de una nueva rebelión en Malí ya estaba anunciado. Desde 2010 los tuaregs solicitaban urgentemente al gobierno que hoy Francia y los vecinos de Malí protegen con fusiles y bombarderos, que cumpliera los acuerdos de paz de 2006, que lo comprometían a aumentar la inversión social y a diseñar un programa para que los tuaregs pudieran crear escuadrones oficiales de vigilancia antinarcóticos y antiterrorista. De lo contrario, dijeron, la situación estallaría.
También hubo otras advertencias. “El aspecto más importante que amenaza la estabilidad futura del norte de Malí es la enorme cantidad de jóvenes desempleados”, concluyó el embajador McCulley en su cable diplomático de 2008. “Sin el suficiente apoyo externo (las asociaciones y grupos locales que apoyan el desarrollo) fracasarán. Cuando esto suceda, los jóvenes tuaregs probablemente buscarán otras formas ilícitas de supervivencia. Hay indicios de que esto ya está pasando. Es de vital importancia desarrollar programas de desarrollo y educación en el norte de Malí”. Los hechos delatan que esta recomendación no se asumió con la debida urgencia.