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Última estación de la crisis griega: Europa

El abismo de Grecia es sólo un reflejo de la más amplia pero lenta agonía de la Europa social, propiciada por una clase dirigente alejada de sus ciudadanos y que acude como solución última a los recortes económicos y de libertades.

Massimo Di Rico*
07 de julio de 2015 - 08:49 p. m.
Partidarios del no en el referendo, durante una marcha el 3 de julio. / EFE
Partidarios del no en el referendo, durante una marcha el 3 de julio. / EFE

¿Intentas parar pacíficamente un desahucio ordenado por uno de los bancos que llevaron al punto de quiebra a los países europeos en 2008? La desobediencia civil se cobra: 30.000 euros de multa. ¿Se te ocurre compartir por Facebook una convocatoria a una manifestación no autorizada? Un año de reclusión o una multa entre 30.000 y 600.000 euros. Estas son algunas de las nuevas leyes del código penal que acaba de entrar en vigor en España, medidas draconianas ya criticadas por representantes de Naciones Unidas y Amnistía Internacional y que el New York Times ha definido como un inaceptable regreso al modelo franquista. Si hace unos años hubieran existido estas leyes, el movimiento de los indignados probablemente no hubiera visto la luz. Por cuanto son leyes que llevan el solo sello del Partido Popular, cuando aún tenía mayoría absoluta en el Congreso, el silencio de los partidos políticos tradicionales y de los medios españoles, y también de la izquierda cercana a la clase dirigente, ha sido ensordecedor. La campaña para hacer caer la “ley mordaza” está en manos de la ciudadanía, la más afectada.

En estas mismas semanas también ha entrado finalmente en vigor en Francia la Loi sur le Renseignement, también definida como vigilancia en masa, que implica el uso de datos personales por parte de las autoridades y controles masivos sin necesidad de un visto bueno judicial: en la práctica es una rehabilitación de gran parte de las denuncias de Edward Snowden sobre los programas ilegales de vigilancia en Estados Unidos, que han provocado olas de indignación en todo el mundo. Principal objetivo: la hipotética prevención de atentados terroristas; primera consecuencia: control no regulado de la ciudadanía.

¿Tienen estas medidas algo que ver con la denominada “crisis griega” y el brazo de hierro con las instituciones europeas? Sin duda, porque el abandono de las negociaciones con la Comisión Europea por parte de Tsipras ha desvelado la irreconciliable distancia entre la ciudadanía, el establishment europeo y las clases políticas nacionales. Del teatral y pseudopatriótico llamado al referéndum del 5 de julio por parte del primer ministro griego, un novato de los palacios del poder europeo, lo que queda es la indignación que ha provocado esta medida en toda la clase dirigente europea, el silencio de sus intelectuales y las acusaciones a Grecia por gran parte de los medios.

Fue un llamado a una consulta popular que debió recibir por lo menos un tímido aplauso por parte de una Europa cada día más alejada de los principios que desde hace décadas, según sus dirigentes, conforman su identidad milenaria: democracia, libertad y paz. Podía ser una bocanada de oxígeno para las instituciones comunitarias y para buena parte de una clase política nacional que ha perdido legitimidad democrática de cara a los ciudadanos, tanto por su incapacidad de hacer frente a los problemas económicos, como por su distancia de los problemas reales de la población. Es un déficit democrático al que ya se asistió cuando se ratificó hace una década una Constitución para Europa. Casi ningún gobierno se atrevió a poner a votar a sus ciudadanos para respaldar la carta; los pocos países que lo hicieron encontraron un rotundo rechazo, un síntoma al que los gobernantes hicieron oídos sordos.

Déficit y distancia que se encuentran también en la así llamada “emergencia” migrante en el Mediterráneo, una crisis humanitaria donde lo que más destaca es la falta de voluntad de una solución compartida por parte de los socios europeos y revela la pérdida de los ideales que deberían caracterizar a Europa, o por lo menos a sus líderes. Así como la deuda de Grecia representa un porcentaje mínimo del presupuesto de la Unión Europea, así la “carga” de los migrantes representa sólo un 0,1% de la población europea, un 0,1% que lleva a políticos de España o de Italia, un país donde desde hace años se instalan gobiernos que prescinden de las urnas, a querer bombardear las costas libias o los barcos de los traficantes. La ley mordaza española sanciona de hecho, al perfecto estilo medieval, la legalidad por parte de la policía de devolver “en caliente” a quien intente entrar a la fortaleza de Europa.

Las crisis desatadas por el rechazo de Tsipras a firmar otro acuerdo de recortes no son parte de una crisis griega, sino más bien de la agonía final de la Europa social y de sus ciudadanos. No asombra que el sistema de pensiones, un logro de los movimientos sociales del pasado y símbolo de la Europa social que tanta admiración recoge por el mundo, sea lo que más ha descarrilado las negociaciones entre las instituciones europeas y Grecia. Como dijo Tsipras, “en estos momentos cruciales, todos debemos recordar que Europa es el hogar común de sus pueblos. No hay dueños ni invitados en Europa”. Tsipras sabe que se equivoca, pero prefiere evocar una visión romántica de Europa y olvidar que la Unión Europea, al contrario, ha nacido como una comunidad económica que ha promovido por años una identidad de paz y libertades, y que acepta, siempre con condiciones económicas, nuevos miembros a un club que nunca ha sido igualitario.

El tema para debatir en este momento no es hacia dónde va Grecia, qué será de la moneda única o si la Unión Europea se salvará. Más bien es urgente preguntarse cuál es el camino que está tomando Europa, y sobre todo a dónde la está llevando su clase dirigente, tanto la que está en sus capitales como en Bruselas. Afuera hay ciudadanos que, aunque se animen todavía a organizarse, no entienden por qué desde arriba insisten en fracasadas políticas de austeridad ni por qué la única respuesta que encuentran son más recortes económicos y de libertades. La Europa de los ciudadanos existe. Falta una clase dirigente que la refleje.

 

* Doctor en estudios culturales mediterráneos y docente de la Universidad del Norte, Barranquilla.

Por Massimo Di Rico*

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