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Una cita con Fernandinho

¿Quién controla las calles de Río de Janeiro? (VII). Última entrega.

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Jon Lee Anderson / Especial para El Espectador
08 de enero de 2010 - 08:51 p. m.
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Después de semanas de esperar el contacto indicado, el periodista estadounidense se encuentra y entrevista al amo y señor de las favelas de Río de Janeiro. Llegar al punto de encuentro fue toda una odisea.

El pastor Sidney Espino dos Santos me llevó hacia su auto, un viejo modelo Chevrolet Meriva. Condujimos por las calles de Ilha y luego  de cruzar por una calle residencial entramos a una oscura esquina de las favelas. El Pastor había encendido las luces interiores del vehículo y bajado las ventanas para que pudieran vernos. En la primera intersección un grupo de jóvenes armados con pistolas y rifles de asalto nos bloquearon el paso.

Vestían camisetas con logos deportivos y pantalonetas de surf, gorras y chanclas. Se acercaron a la ventana y al reconocer al pastor Sídney dieron la señal de autorización. Luego se desarrolló un curioso ritual. Uno tras otro cada uno de los pistoleros entregó su arma a un compañero y se acercó a la ventana abierta del lado del Pastor.

Se colocaban de pie, con las manos a sus lados y los ojos cerrados; a medida que el Pastor enunciaba un pasaje bíblico en un fuerte y rápido portugués, éstos entraban en trance. El Pastor luego se aproximaba a ellos y colocando su mano sobre la frente del pistolero gritaba repetidamente “¡Sai!” (‘vete’). Finalmente soplaba fuertemente sobre ellos, o les daba un golpe suave en la cabeza ante lo cual abrían los ojos, sonreían tontamente y agradecían al Pastor.

Durante todo este proceso uno de los jóvenes permanecía en el puesto de guardia, un asiento plástico y un tambor de aceite colocados a la entrada de un callejón. El guarda estaba armado y frente a él se veía una gran bolsa plástica llena de paquetes de cocaína. Nos encontrábamos en una oca de fumo, una “boca de humo”, coloquialismo brasileño para un expendio de droga.

Lentamente condujimos por el callejón, pasando hombres y mujeres que se apretaban contra las paredes para dejarnos pasar. Percibí el olor de la marihuana, y una o dos veces el característico olor a caucho quemado del crack. Nuevamente fuimos detenidos y se repitió el ritual de exorcismo del Pastor. Nos adelantamos hasta una gran plaza, estábamos en Praia da Rosa, y había pistoleros por donde quiera.

El ambiente estaba tenso, algo estaba sucediendo. (Más tarde me enteré que La Rata, uno de los subgerentes de Fernandinho para otra favela había ido a buscar a Leo, uno de los gerentes de Fernandinho, y jefe directo de Iara, buscando justicia porque uno de los hombres de Leo había entrado en su territorio y lo había amenazado con una pistola. Leo obligó al hombre a pedir disculpas, logrando así evitar el derramamiento de sangre).

Luego de pasar por tres puestos de control adicionales, llegamos a una intersección donde la calle se dividía, y continuaba en dos direcciones, donde en las paredes se leían mensajes acerca de Jesús. Habíamos llegado a Morro do Dendê.

Los narcotraficantes recibieron al pastor Sidney respetuosamente y le preguntaron si iba a ver al chefe. El Pastor contestó, “no, sólo vengo hasta aquí, él sabe por qué”. Aunque desconcertados, asintieron. El Pastor dijo que quería alguien “responsable” para que me llevara a ver a Fernandinho. Los hombres conversaron entre sí y luego hablaron por un radio. Un hombre corpulento de unos treinta años se aproximó. El Pastor me dijo, “está bien, puede ir con él, está en su propia casa”. Luego se fue.

El hombre me llevó por una calle empinada, pasando gente que me miraba con curiosidad. En la cima se detuvo y me indicó que debía esperarlo allí, luego desapareció. Unos hombres armados vistiendo en ropa deportiva se encontraban del otro lado de la calle; los transeúntes se aproximaban a ellos para comprarles cocaína. La música de baile funk retumbaba: “No vales ni la verga que mamas”, luego el refrán se repetía incesantemente: “Pau que chupa, pau que chupa”. “Verga que mamas, verga que mamas”.

Apareció Fernandinho. Seis guardaespaldas armados se colocaron en formación de abanico a su alrededor. Lo reconocí de una fotografía que había visto; en su antebrazo derecho tenía el tatuaje de Jesucristo en grandes letras góticas. Vestía con pantaloneta, una camiseta sin mangas del equipo de fútbol de São Paulo decorado con las letras “LG”, las del logo del patrocinador corporativo y una gorra. Alrededor de su cuello colgaba una cadena de oro con un enorme pendiente, tenía grandes anillos en casi todos los dedos y un pesado reloj de oro en la muñeca. Todo lo que llevaba resplandecía con diamantes.

Era de contextura media, piel blanca, cabello café muy corto y apariencia juvenil. Me saludó amablemente y me sugirió que tuviéramos nuestra conversación en su casa. Sus guardaespaldas se movieron al tiempo con nosotros. Todos eran adolescentes, pero portaban fusiles AK-47 y AR-15. Bajamos unas escaleras, entramos a un callejón y luego de un par de vueltas entramos a una casa. Caminamos por un estrecho corredor y entramos a su habitación.

No era particularmente amplia: una gran cama, sobre la cual había un cubrecama de un personaje de dibujos animados, ocupaba casi todo el espacio. Sobre las paredes colgaban varios salmos enmarcados junto a brillantes calcomanías religiosas. Había un acuario en una esquina y en la otra una bicicleta estática. Una gran televisión plasma ocupaba gran parte de la pared frente a la cama. Fernandinho se sentó en el borde de la cama y corrió unos objetos que se encontraban sobre un pequeño sofá para que yo pudiera sentarme. Sus guardaespaldas se quedaron en el corredor.

Una bonita joven embarazada entró a ofrecernos algo de tomar. Cuando se retiró le pregunté si era su esposa, o si estaba embarazada de él. Contestó que no, que simplemente era una amiga. Su esposa no se encontraba, luego se corrigió a sí mismo, “no estamos legalmente casados”. Tiene seis hijos, y dos más en camino. Me dijo que su esposa, quien está embarazada con su primer hijo no sabía nada acerca de sus otros hijos, con excepción del mayor, un niño que asistía a la escuela primaria en el asfalto. Me miró inquisitivamente y me dijo que estaba considerando decirle acerca de los otros niños una vez hubiera dado a luz. Le dije que me parecía una decisión sabia.

De vigía a dueño y señor

Su función en Morro do Dendê no es muy distinta a la de un alcalde. Fernandinho me explicó que, “las personas vienen a verme con sus problemas y yo cuido de ellas”. Me entregó el pendiente de oro que colgaba alrededor de su cuello. En él se veía una palmera y varias casas aferradas a una colina —“dendê” en portugués significa ‘palma africana’—. Este era el símbolo de su administración. “Lo diseñé yo mismo, pesa medio kilo”, me dijo. Me dijo que sí era un narcotraficante, pero que vendía la droga únicamente porque otros la consumían. Le mencioné los asesinatos en los cuales estaba implicado y me contestó que él no tenía que asesinar personalmente, que había quienes lo hacían por él.

“Cuando niño quería ser jugador de fútbol. Eventualmente me di cuenta de que era sólo una fantasía”, me dijo. Se había unido a las bandas cuando tenía ocho o nueve años, inicialmente como vigía y mensajero. Le pregunté si podía imaginar una vida distinta a la actual, si creía que podría cambiarla. Me contesto que no. “Hay tantas órdenes de arresto contra mí que no puedo siquiera salir de la favela”. No ha salido de Morro do Dendê en dos años, y desde 2003, únicamente ha podido salir en dos ocasiones.

¿Cuáles son los crímenes por los que es buscado? “Todos, aunque no sean verdad”, me contestó.

Fernandinho tenía prendida la televisión. Estaba sintonizada en un programa similar a Discovery Channel, versión brasileña, el cual mostraba un docudrama sobre un criminal conocido como “El asesino sonámbulo”. Una reconstrucción de los hechos, en la cual un hombre entraba a una habitación y asesinaba a golpes a una pareja dormida, la repetían una y otra vez en cámara lenta. Eventualmente Fernandinho cambió el canal y sintonizó un noticiero local. Mostraba un tiroteo en vivo entre policías y criminales de São Paulo.

“¿Es siempre así?”, le pregunté. “Sí, algunas veces”, me contestó. Sin embargo me dijo que trataba de evitar las confrontaciones con la policía, que prefería esconder a sus hombres y a sí mismo cuando la policía invadía la favela.

Fernandinho abrió la puerta de su armario y buscó dentro de él. Pasado un tiempo produjo dos frascos sellados de colonia para hombre. Uno era Issey Miyake y el otro Givenchy Pour Homme. “Tómelos”, me dijo. “Son para usted”.

Me dijo que rezaba con frecuencia, que inclusive rezaba por sus enemigos. En demostración cerró la puerta de su habitación, y se arrodilló al pie de la cama. Rezaba como un niño, con las manos juntas, los ojos cerrados y los labios moviéndose en una plegaria silenciosa. Se levantó y buscó su Biblia, luego sentado frente a mí la abrió en una página marcada con un marcador de borla, aproximadamente a un cuarto del camino. Dijo que estaba resuelto a leer hasta el final, por lo cual lo felicité. Pero entonces, recordándole la contradicción entre su vida como narcotraficante y su fe, le pregunté, “¿para usted dónde está la división entre el bien y el mal?”:

Sonriendo, Fernandinho dijo: “¿quién decide?”.

Unos días más tarde regresé a Parque Royal a visitar al pastor Sidney. Me había invitado a una feijoada, un tradicional plato brasileño hecho a base de cerdo y fríjoles negros, en un diminuto restaurante de su propiedad ubicado en la plaza central de la favela. Me preguntó por mi reunión con Fernandinho. Le dije que éste había hablado bastante acerca de su fe. El pastor Sidney asintió. Tenía la impresión que ahora sí estaría dispuesto a conversar más explícitamente acerca de su riña con el gánster. “¿Qué pasó?”, le pregunté. “Pensé que Fernandinho había prometido que no habría más asesinatos”. “Es cierto, y por eso es que no quiero verlo, porque incumplió con su palabra”.

Culpaba a Gil, el segundo de Fernandinho. Gil había estado recluido en un hospital durante un tiempo, y mientras estuvo ausente las cosas habían marchado bien. Entonces Gil regresó. “Estaba sediento de sangre. Lo vi venir, y le dije a Fernandinho que creía que los asesinatos se reanudarían en menos de una semana. Y así sucedió”.

El Pastor se enteró de que cuatro informantes habían sido capturados y condenados a muerte. Había corrido hasta Morro do Dendê con la intención de salvar sus vidas, con la intención de hablar con Fernandinho; pero sus guardaespaldas le habían dicho que el jefe estaba descansando y no podía ser interrumpido. Había preguntado por los detenidos y le habían contestado “no se preocupe”. Sin poder hacer más se había marchado.

Más tarde escuchó que habían sido asesinados, y se sintió traicionado. “Visité a Fernandinho y le dije que nuestro pacto había terminado. Durante dos años habían prometido que no asesinarían. Le recordé que durante ese tiempo ninguno de los suyos había sido arrestado o asesinado”, dijo el pastor Sidney. “Yo creería que algunos de ellos morirán pronto”, terminó diciendo. “¿Qué dijo Fernandinho?”.

“No dijo nada. Pero yo pude ver cómo los demonios regresaban a su mirada”.

Este texto fue publicado en su versión original en inglés en la revista ‘The New Yorker’

Por Jon Lee Anderson / Especial para El Espectador

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