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Un grupo de doctores sonrientes y bien parecidos saludan en la página principal. “Farmacia Internacional Online”, se lee en el cabezote. A renglón seguido, una lista de medicamentos es ofrecida al consumidor con sólo un clic: diazepán, xanax, morfina, rivotril… Medicinas fiscalizadas internacionalmente que esta farmacia canadiense, así como muchas otras en el mundo, les vende a sus clientes con descuentos exorbitantes. No importa la distancia. El producto llegará en cuestión de días, “a la puerta de su casa”.
“Usted puede comprar morfina en muchas de nuestras farmacias en línea”, se lee en la página con sólo escribir en el buscador el nombre de este analgésico narcótico. ¿Precio? Tres dólares. ¿Cantidad máxima? Una provisión equivalente a 90 días de dosis. ¿Prescripción médica? No es necesaria. “Buy morphine now!!!”.
“Para los adictos a la heroína, la morfina es un analgésico físico y emocional”, explica Tim Ross, un ex periodista británico que de tanto trabajar con habitantes de calle en Bogotá hoy conoce de memoria el mundo subterráneo de la ciudad. Ross sabe que en ollas como el Parque Santander, cualquier consumidor puede conseguir las mismas medicinas controladas que ofrecen las farmacias virtuales internacionales, a precios igual de ridículos. “Los heroinómanos se inyectan o beben la morfina”, explica. A los atracadores, en cambio, lo que les gusta es el rivotril, un fármaco fabricado por la empresa Roche, utilizado para deprimir el sistema nervioso central y que comúnmente se prescribe a pacientes con epilepsia. “Los choros dicen que el rivotril los desinhibe, lo usan como si utilizaran speed”, sostiene Ross. “Les vuelve los ojos brillantes, como de borrachera, y los pone con ganas de lo que sea”.
¿Qué tiene que ver una farmacia canadiense en internet con una botella de morfina vendida en el barrio La Concordia o en la calle 19 de Bogotá? Para Camilo Uribe, vicepresidente de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), es un fenómeno global, que este organismo de Naciones Unidas viene señalando desde 2006 sin que mucho se haya podido hacer para detenerlo. Por un lado, el incremento continuo de la población de adictos a medicamentos legales, y por el otro, la constante desviación de estos medicamentos en el mercado negro.
La adicción, en aumento
A finales de febrero, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes emitió su informe anual. Mucho ruido hizo entonces el que, como en otras ocasiones, la Junta señalara los pocos avances en materia de reducción de la oferta de cocaína colombiana en los mercados internacionales. Menos exposición mediática tuvo, sin embargo, el llamado de la junta a los gobiernos del mundo a realizar acciones eficaces para impedir que las redes de tráfico llenen el mercado negro con medicinas legales y controladas internacionalmente.
Los hallazgos de la JIFE, a partir de consultas constantes a los gobiernos realizadas conjuntamente con Interpol, tienen a las autoridades en alerta. En Bangladesh, el 4,3% de los drogodependientes señalaron ser adictos al jarabe para la tos. En Irán, la Junta halló a cien mil adictos a esta medicina. “Lo beben en amplias cantidades, diez, quince botellas”, explica Uribe, quien afirma que es la codeína el ingrediente que genera la adicción.
En India, la buprenorfina, un analgésico, es la sustancia que más se inyectan los adictos; el mismo fármaco, según informó desde 2006 la JIFE, es consumido en forma de píldoras en Francia y los países escandinavos. Daneses y suecos parecen tener, además, una predilección por un sedativo, el flunitrazepam (conocido como rohypnol), prohibido en Colombia, pero que llega a nuestro país contrabandeado desde Ecuador, donde es fabricado. Una vez acá, es utilizado por violadores y atracadores, debido a un efecto hipnótico y amnésico que tiene en quienes lo ingieren con alcohol.
En el país, según los cálculos del doctor Augusto Pérez, ex director del programa presidencial contra la adicción y actual director de la Fundación Rumbos, entre el 6 y el 10% de la población de jóvenes ha comprado y consumido benzodiacepinas como calmantes, ansiolíticos y anticonvulsivos. Y cerca de cien mil jóvenes podrían ser hoy adictos a estas medicinas, a las que tienen acceso en las calles (muchas veces disfrazadas de “pepas”, que confunden ingenuamente con éxtasis).
“Es altamente probable que en quince años, en un país como Colombia, si no hay unas normas que se cumplan de una manera muy estricta, los jóvenes incrementen su consumo de medicamentos, mezclándolo con el alcohol, y creando riesgos de paros respiratorios, crisis epilépticas, e incluso la muerte”, advierte con preocupación Pérez.
Una red por desenredar
Camilo Uribe, quien divide su tiempo entre el tratamiento a adictos en el Hospital Lorencita Villegas de Santos y las altas esferas de la diplomacia antinarcóticos en Viena, no duda de la dirección que está tomando el mundo y, de paso, Colombia: “El narcotráfico está encontrando un negocio mucho más lucrativo y más sencillo que andar rompiendo monte”, sostiene. “En diez, quince años, el problema de la coca se nos va acabar, no porque la lucha haya funcionado bien, sino por sustracción de materia. El negocio va a ser otro”.
Aunque aún falta mucho por entender sobre la manera como las medicinas están entrando a los mercados negros, la JIFE y la Interpol han empezado a detectar ciertas tendencias. Algunos medicamentos que son controlados por los Estados (en Colombia, por la Dirección Nacional de Estupefacientes) están entrando a los países gracias a envíos de farmacias por internet a través de servicios de courrier internacionales: “Los narcotraficantes descubrieron que el courrier internacional es un método relativamente seguro para el transporte de drogas”, afirma el informe de 2008.
Otro tanto entra al mercado gracias a la acción de médicos, funcionarios de empresas farmacéuticas, estudiantes de medicina, empleados de droguería, entre muchos otros, que ponen al servicio de esa red invisible, aún por desentrañar, su acceso a las drogas controladas. Durante la elaboración de este reportaje, El Espectador tuvo en su poder, por ejemplo, una caja de rivotril (la pastilla de la felicidad, la llaman en Argentina), adquirida en alguna esquina del barrio La Concordia. En cada una de las láminas donde venían las pastillas había grabada una inscripción: “Uso exclusivo Ecopetrol”.
¿Cómo se articulan estas nuevas redes de tráfico? ¿Cómo llega el retrovil de una farmacia de Ecopetrol a las calles de Bogotá? ¿Cómo se trafica desde la India a Bangladesh el jarabe para la tos? o ¿qué volumen de morfina está siendo enviado desde países industrializados, envueltos en paquetes de Fedex o DHL que pasan inadvertidos por las aduanas? La realidad de estas nuevas redes de tráfico apenas comienza a revelársele a un mundo acostumbrado a la guerra contra la cocaína, la heroína, la marihuana y las anfetaminas.
Y mientras hoy ese mundo parece estremecerse de nuevo frente al dilema de la legalización o penalización del consumo de marihuana, otros sostienen que ya es tarde para eso. “De pronto en los ochenta hubiera valido la pena. Pero ahora estamos viendo que las medicinas legales se están desviando a la ilegalidad”. Entonces, se pregunta Camilo Uribe, “¿legalizar qué?”.