Durante varias décadas, los movimientos de base “impulsados por el pueblo” en todo el sudeste asiático han luchado por reformas democráticas, derechos humanos, mejor acceso a la educación y atención médica de calidad; y, en última instancia, luchan por poner fin a la pobreza extrema. Estos movimientos han sido motivados por una visión de prosperidad inclusiva y con justicia social que se erige como una alternativa al “camino hacia la servidumbre” neoliberal, por el cual gran parte de la región ha estado viajando por costumbre. (Recomendamos: Lea aquí todos los artículos de la serie Pensadores globales 2022).
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Lamentablemente, hoy en día los logros de las últimas décadas, por los que se luchó arduamente, están en peligro. El sudeste asiático está retrocediendo en materia de democracia, y la erosión de la rendición de cuentas conducirá a resultados conocidos, incluyendo a la concentración de poder, la corrupción masiva y la búsqueda de rentas por parte de las élites empresariales y políticas, la represión de los medios de comunicación y la imposición de límites a la libertad de reunión. Si a todo ello se añade el impacto desestabilizador del cambio climático, la migración masiva, el aumento de la inseguridad alimentaria y la desigualdad económica, los riesgos se agudizarán aún más.
Crece cada vez más la posibilidad del ascenso del fascismo y el autoritarismo, así como del colapso de las sociedades libres; de hecho, ya todo esto ya está sucediendo. La única forma de contrarrestar estas fuerzas es mediante un fuerte compromiso con la reforma institucional, la buena gobernanza y la rendición de cuentas.
El retroceso democrático es una tendencia mundial, que afecta incluso a algunos de los países con la más alta resiliencia, considerados ejemplos mundiales. Pero, en la actualidad, este retroceso es particularmente evidente en el sudeste asiático. El autoritarismo ha ganado ventaja en Myanmar, luego de un golpe militar a principios de este año; en Tailandia, donde un bloque conformado por la realeza y los militares ha consolidado su control del poder, y en Filipinas, lugar donde el populismo penal, incluidas las ejecuciones extrajudiciales, ha ganado terreno. En toda la región, la corrupción continúa floreciendo, privando a los ciudadanos de empleos de calidad, infraestructura, educación y atención médica.
Los temores a la injerencia extranjera y al terrorismo, junto con la pandemia del covid-19, han exacerbado la erosión democrática al dar a los dirigentes un pretexto para restringir las libertades civiles y los derechos humanos. En países con una larga historia de autoritarismo y conflicto, como Myanmar, las instituciones democráticas nunca llegaron a madurar por completo, por lo que fueron fácilmente desmanteladas. Mientras tanto, en Tailandia y Filipinas, la incapacidad de satisfacer las crecientes expectativas sociales y económicas de la mayoría alimentó la polarización, lo que permitió el ascenso de líderes carismáticos y antiliberales.
El malestar de Malasia
Pero tal vez en ningún lugar del sudeste asiático el retroceso democrático ha sido más evidente, y más dramático, que en Malasia. Hace apenas unos años, las cosas estaban mejorando para el país. En 2018, después de más de seis décadas bajo un régimen de partido único, los malasios eligieron a la coalición multirracial Pakatan Harapan.
La victoria de la coalición coronó un movimiento de dos décadas de duración, liderado por un grupo diverso que incluía a estudiantes, grupos de la sociedad civil y activistas de base. Y la transición posterior fue pacífica y llena de esperanza. Malasia parecía finalmente haber escapado del yugo del gobierno semiautoritario y se esperaba que a continuación se instituyeran radicales reformas institucionales. Como escribí con optimismo en ese momento, con el nuevo gobierno instaurado, Malasia podría “finalmente comenzar a construir la democracia justa, equitativa y efectiva que sus reformistas [habían] imaginado por mucho tiempo”.
Se lograron algunos avances. Los medios de comunicación ganaron mayor independencia y una enmienda constitucional amplió el derecho a voto a los ciudadanos mayores de 18 años. Además, en el año 2019, Malasia subió lugares en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional.
Sin embargo, no echaron raíces las reformas más vitales; es decir, aquellas que son necesarias para garantizar la independencia judicial, eliminar la prisión preventiva y establecer límites al mandato del primer ministro. Y la esperanza de que lo hicieran pronto se desvaneció: en marzo de 2020, el régimen derrocado llevó a cabo un golpe de Estado, habilitado por la influencia tóxica de la polarización racial y la incapacidad del nuevo gobierno para lograr mejoras tangibles en las vidas y los medios de subsistencia de la clase trabajadora de Malasia y de las comunidades marginadas.
La crisis del covid-19, que estalló poco después, proporcionó una cortina de humo para que el gobierno implementara una ordenanza de emergencia y suspendiera al parlamento durante siete meses, evadiendo así la supervisión parlamentaria, además de los controles y equilibrios institucionales. En el año 2020, Malasia cayó seis puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción.
El gabinete de setenta miembros de Malasia (el gobierno más ampuloso del mundo, basándose en un criterio per cápita) fracasó por completo tanto en el manejo de la pandemia como de la crisis económica que esta causó. Varios índices globales de respuesta a la pandemia, calculados por The Economist, Bloomberg, y Nikkei Asia, situaron a Malasia en el último lugar de la lista o muy cerca. No es de extrañar que la economía de Malasia se contrajera un 5,6 % en el año 2020, su peor desempeño desde la crisis financiera asiática de la década de 1990, y las estimaciones de crecimiento para 2021 se han revisado repetidamente a la baja, del 7 % a menos del 3 %, y algunos economistas prevén una recuperación aún más lenta.
Como demuestra la experiencia de Malasia, dar a los políticos una remuneración considerable, ventajas y acceso a la contratación pública, a la par de que se los protege de la responsabilidad pública, es una forma segura de despilfarrar los recursos públicos y destruir una economía. Y, sin embargo, a pesar de que los confinamientos pandémicos empujaron a casi el 50 % de la clase media (aproximadamente a 580.000 familias) por debajo de la línea de pobreza, el 10 % más rico del país continúa prosperando.
La corrupción: un callejón sin salida
Como escribí hace más de 25 años, en Asia oriental la prosperidad “no es probable que sea sostenible o segura si se prioriza la acumulación de riqueza” por encima de “la justicia social, y se trivializan los problemas sociales”. Sostuve que la buena gobernanza, la rendición de cuentas y la transparencia eran las piedras angulares del crecimiento económico sostenible y del desarrollo. Si permitimos que las “élites disimulen su entropía moral, la corrupción, el nepotismo y otros excesos”, advertí, que “el milagro económico de Asia oriental” sería efímero.
En Malasia, la enorme corrupción y la búsqueda de rentas han sido la norma durante más de tres décadas. En el año 2015, Malasia ocupó el quinto lugar en el mundo en cuanto a fuga de capitales ilícitos, habiendo perdido casi $420.000 millones desde 2004. Los políticos malasios, incluidos los ministros de finanzas actuales y anteriores, han aparecido en los Papeles de Panamá y Pandora, que son almacenes de documentos filtrados que revelan cómo los ricos ocultan su dinero. Es probable que el verdadero alcance de las posesiones en paraísos fiscales en el extranjero por parte de los políticos, sus familiares y sus asociados cercanos sea mucho mayor de lo que demostraron estas filtraciones. Es necesario que las autoridades competentes sigan investigando.
Los malasios tienen poca fe en que los líderes políticos de su país puedan generar soluciones a sus muchos problemas. Y esta poca fe está bien justificada: las reformas significativas a la gobernanza y la gestión económica eficaz son imposibles en un entorno de acaparamiento de recursos, búsqueda de rentas y disminución de la independencia institucional. Solo erradicando la corrupción (y a los políticos que la perpetúan) Malasia podrá reconstruir su economía y los medios de vida de su pueblo tras la pandemia de covid-19. Lo mismo es cierto para el resto del sudeste asiático: los países deben comprometerse a construir una “economía humana”.
Un primer paso debería ser aplicar límites temporales claros para los poderes de emergencia que los gobiernos han activado durante la pandemia de covid-19. No se debe permitir que los políticos utilicen la crisis para fortalecer su control del poder y erosionar aún más las instituciones democráticas. El restablecimiento oportuno de los controles y equilibrios es esencial para apoyar el progreso hacia un sudeste asiático más tolerante y pluralista, capaz de garantizar la justicia social, la prosperidad inclusiva y el desarrollo sostenible dentro de sus propios países, que sea también capaz de contribuir a los esfuerzos mundiales para abordar los problemas compartidos.
* Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos. Copyright: Project Syndicate, 2021.