Vivimos en la era de la angustia. Son tiempos de enojo, aprehensión, temor, confusión, división, polarización y creciente desconfianza y desdén por las instituciones. Gracias a la proliferación de las tecnologías digitales, somos tanto espectadores como gladiadores. Podemos cambiar de un rol a otro en un abrir y cerrar de ojos, en un zumbante ir y venir entre los asientos para la audiencia y la seca y polvorienta arena.
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Las plataformas de las redes sociales se convirtieron en el coliseo del siglo XXI. En estas palestras digitales —grandes y pequeñas, locales e internacionales— casi a diario hay un nuevo combate y, aunque los contendientes suelen cambiar con frecuencia, el lenguaje del odio y la desconfianza permanece. Pero aunque los antiguos romanos se entretenían con esos espectáculos brutales y sangrientos, a los modernos solo nos dejan más enojados.
La etimología de la palabra es importante. En inglés, “enojo” deriva del escandinavo antiguo angr, que indica aflicción, disgusto, pesar, agonía y dolor. El enojo se relaciona directamente con un tipo de dolor que muchos sentimos ahora en todo el mundo, aunque tal vez no lo expresemos en esos términos. A las peleas, gritos y penetrantes silencios, impulsándolos, subyace una simple verdad: estamos sufriendo.
No hace mucho tiempo el mundo se sentía diferente. A fines de la década de 1990 y principios de la de 2000 abundaba el optimismo, pero era un optimismo que bordeaba peligrosamente la complacencia. La historia, afirmaban muchos comentaristas, solo podía ir en una dirección: hacia adelante y en forma lineal. Su arco inevitablemente se inclinaría hacia la justicia. En esa época solíamos usar expresiones como “estar del lado correcto de la historia”. El supuesto subyacente era que el mañana sería más democrático, inclusivo, igualitario e interconectado que el ayer.
Los más optimistas en esos días eran los tecnovisionarios. Su optimismo no tenía límites. Cada vez que salían de Silicon Valley para participar en conferencias internacionales y festivales culturales y literarios, nos aseguraban, confiados, que la información se había convertido en oro puro. Era lo único que necesitábamos para construir un futuro mejor. Con más información —y, luego, más aún—, la gente podría, con seguridad, tomar las decisiones políticas correctas. La rápida difusión de la información derrocaría dictaduras y generaría el tan necesario cambio social.
El crecimiento de las plataformas digitales impulsaría los ideales democráticos hasta los rincones más remotos del mundo. Incluso los países atrasados en términos de democratización se unirían en algún momento al “mundo civilizado”. En los comienzos de la Primavera Árabe este sentir estaba tan difundido que muchos supusieron que Facebook tenía un impacto positivo en el mundo. Los gurúes y expertos aclamaron los levantamientos poselectorales de 2009 en Irán con el nombre de Revolución de Twitter.
Más o menos por esa época, una joven pareja egipcia llamó Facebook a su hija recién nacida. Unos pocos meses después, una familia en Israel le puso Me Gusta a su tercer hijo. A menudo pienso en esos niños: Facebook en Egipto y Me Gusta en Israel. ¿Qué mundo les dejamos?
El ruido y la furia
La difusión de la información, por supuesto, no garantizó la democracia ni la creó. Hoy vivimos en un mundo con exceso de información (y ni hablar de la información incorrecta aleatoria, y la desinformación malintencionada y sistémica). Son cosas completamente diferentes. Por centrarnos solo en la información, descuidamos el conocimiento y abandonamos la sabiduría.
La información tiene que ver con la velocidad, los datos discretos aislados y los números... pero entre los números y la insensibilidad a veces hay poca distancia. Cuando nos bombardean con tanta información no procesamos lo que leemos u oímos. Una sobrecarga constante de información nos da la ilusión de que sabemos casi todo sobre casi todo.
Poco a poco, olvidamos de cómo decir “no sé”. Si no estamos familiarizados con un tema es fácil buscarlo en Google. En cinco o diez minutos seremos capaces de decir algo al respecto. Y si nos tomamos unos pocos minutos más hasta podemos convencernos de que somos expertos: aun cuando esos fragmentos de información no constituyan conocimiento.
¿Cómo podemos reducir la cantidad de información con la que lidiamos en forma diaria, pero aumentar nuestro conocimiento y, en última instancia, nuestra sabiduría? Para el conocimiento, solo tenemos que bajar la velocidad y estar atentos a los dogmas, especialmente a los propios. Tenemos que levantarnos de los asientos para la audiencia y las secas y polvorientas arenas, y abandonarlos. Para el conocimiento hay que recurrir a los libros, las lecturas sobre distintas disciplinas, el periodismo lento, los análisis en profundidad, las conversaciones matizadas y evitar juicios precipitados. Y para la sabiduría, tenemos que unir la mente y el corazón. Para la sabiduría no solo necesitamos un análisis puramente racional, sino también inteligencia emocional, empatía, sentido de humildad y compasión.
Tenemos que escuchar las historias de los demás y prestar atención a los silencios.
Las raíces de la sabiduría
En los inicios de la pandemia, cuando los londinenses podían salir a pasear por los parques públicos, comencé a notar carteles en varios sitios. “Cuando esto haya terminado, ¿qué te gustaría que cambie en el mundo?”, preguntaban. Debajo de la pregunta, los transeúntes escribían sus respuestas, con sus bolígrafos. Alguien escribió: “Cuando esto haya terminado, quiero vivir en un mundo donde me escuchen”.
Es una triste ironía que en una era en la que supuestamente todos tenemos voz gracias a las plataformas digitales y la inevitable e irrefrenable difusión de la democracia liberal, haya ocurrido casi lo contrario. Hay millones de personas en el mundo que sienten que no tienen voz. En medio de la ensordecedora cacofonía, saben que no las escuchan.
Nuestra vida diaria está repleta de emociones negativas que no sabemos cómo procesar ni hacia dónde dirigirlas. Pero no nos gusta hablar de eso, ciertamente no en el Reino Unido, la patria que adopté, donde expresar emociones se considera señal de debilidad. Y ciertamente no en mi tierra natal, Turquía, donde muchos simplemente suponen que las mujeres son seres emocionales mientras que los hombres son más racionales (lo que, por supuesto, son puras tonterías).
Los seres humanos, independientemente de nuestra edad y género, somos criaturas emocionales. Cuando nos conectamos con los demás lo hacemos con historias y emociones. Nuestras creencias y aquello por lo que peleamos dependen de historias y emociones. Y lo que recordamos y llevamos con nosotros, incluso cuando nos desarraigamos o debemos abandonar nuestros hogares, lo hacemos mediante historias y emociones.
Siempre consideré cada emoción como una fuente de energía pura, como un mineral que se puede procesar de diversas maneras, un metal que se puede esculpir con formas diferentes. En vez de tratar de suprimir nuestras emociones, parece más sano y tal vez un poco más sabio reconocer su existencia, hablar abiertamente sobre ellas y crear espacios inclusivos donde podamos entender y explorar las tensiones a las que se ve sometida nuestra salud mental.
Está bien no estar bien en una era como la nuestra. Está bien sentirse preocupado o disgustado frente a todo lo que pasa. La pregunta fundamental no es si estamos enojados o afligidos, temerosos o frustrados, sino qué hacer con esos sentimientos. ¿Podemos convertir las emociones salvajes en algo positivo y constructivo, tanto para nosotros como personas, como para nuestras comunidades y sociedades?
A fin de cuentas, si hay algo más destructivo que cualquier emoción es su ausencia: insensibilidad, indiferencia, un espíritu aletargado. En el momento en que nos tornamos tan insensibles frente al diluvio de información que apenas registramos lo que ocurre en otra parte del mundo, o en casa de nuestros vecinos, quedamos completamente separados y desconectados de los demás. Y cruzar esa línea es algo mucho más peligroso. Estamos en una encrucijada: las decisiones que tomemos hoy tendrán consecuencias permanentes para el planeta, nuestras sociedades y nuestra salud mental personal y colectiva. Tal vez esta sea la era de la angustia, pero de ahí a la ara de la apatía solo nos separa un corto y fatídico paso. Tenemos que asegurarnos de no darlo.
Tiempos líquidos
Hace muchos años, cuando vivía en Estambul y escribía mis novelas allí, me entrevistó una especialista estadounidense que estaba de visita en la ciudad para investigar a las “escritoras en Oriente Medio”. Tuvimos una agradable conversación y, como al pasar, con una ligera y amable sonrisa, me dijo que era entendible que yo fuera feminista: era turca y estaba en Turquía. Por la forma en que lo dijo quedó claro que ella no tenía motivos para ser feminista: era de Estados Unidos, un país donde los derechos de la mujer se habían consolidado y la democracia era sólida, estable y segura.
Sin embargo, desde 2016 esta visión dualista del mundo se volvió incoherente. Después del brexit, la elección de Donald Trump, el surgimiento del nacionalismo populista en Europa y otros lugares, la erosión de la democracia liberal y el surgimiento de las “democracias iliberales” que coquetean con el autoritarismo, esta dualidad enraizada perdió asidero incluso en las mentes de sus partidarios más acérrimos.
Ahora sabemos que no hay tal cosa como países “sólidos”. Todos vivimos en tiempos líquidos, para usar un término acuñado por el ya fallecido sociólogo y pensador político Zygmunt Bauman. La historia no necesariamente avanza en forma lineal. Si estos son tiempos líquidos, parece que la corriente se aceleró con la pandemia, la crisis climática y la profundización y ampliación de las desigualdades: sociales, digitales, raciales, de género y clase.
En este momento necesitamos un hermanamiento mundial, una solidaridad mundial. Necesitamos feminismo en todas partes, así como tenemos que preocuparnos por los derechos humanos, la libertad de expresión y los derechos de las minorías en todas partes. No importa si somos dentistas, estudiantes, ingenieros o poetas, independientemente de lo que hagamos y dónde vivamos, no podemos darnos el lujo de la apatía. De la posibilidad de otra pandemia a una catástrofe ambiental, del ciberterrorismo a las crisis de refugiados, nos aguardan gigantescos desafíos mundiales que no podemos solucionar con la retórica del nacionalismo, aislacionismo, tribalismo ni narcisismo grupal.
Debemos conectarnos con la naturaleza y entender nuestra responsabilidad frente al planeta. Debemos conectarnos con los demás y esforzarnos para ser ciudadanos involucrados, participativos, informados y sabios. La única manera de avanzar es conectándonos. Así como las historias transmitidas nos unen, las historias que no contamos y los silencios arraigados nos separan.
Tal vez quienes están en el poder no escuchen nuestras voces, pero no carecemos de poder ni de voz. Somos capaces de cambiar el mundo.
* Traducción al español por Ant-Translation. Los libros de Elif Shafak están entre los más vendidos de autores turcos. Ha publicado La bastarda de Estambul, Las tres pasiones y, más recientemente, The Island of Missing Trees. Copyright: Project Syndicate, 2021.
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