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Rusia, Ucrania, las guerras sin fin y los matones de barrio

A propósito de los combates entre rusos y ucranianos, un politólogo opina sobre los intereses de los conflictos contemporáneos.

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

07 de marzo de 2022 - 10:15 a. m.
Protesta contra la invasión rusa, esta vez frente a la embajada de Ucrania en la ciudad de Brasilia, capital de Brasil.
Foto: EFE - Joédson Alves
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Claro que hay que protestar cuando el matón del barrio azota a golpes al vecino más débil por cuenta de su mayor fortaleza (y de los delirios del sátrapa de turno). Y hay que hacerlo, incluso si el vecino tampoco es un dechado de virtudes y anda metiéndose con otros matones que amenazan la integridad del barrio (y del mismo matón). (Siga en vivo las más recientes noticias sobre Ucrania).

Eso sí, como dijo un amigo, en todo esto hay intereses, pero también sentimientos que impulsan determinadas acciones y versiones particulares de los hechos que, como se oye en la canción, resultan siendo según el color del cristal con que se mira.

Hoy, el matón del barrio es Rusia, una potencia que, a pesar de su tremenda historia, a la larga nunca dejó de serlo, por lo que al observar que Ucrania, el vecino más pequeño nacido prácticamente en su misma casa, empezó a mirar para otro lado y abrir sus puertas para la llegada de una instancia surgida en la guerra fría y que, a pesar de todo, siguió expandiéndose: la OTAN. Ante esto, Putin, el autócrata líder ruso, tomó cartas en el asunto, se metió por todas partes donde su vecino y, además, reconoció políticamente a Donetsk y Lugansk, dos provincias con claras intenciones separatistas que habían sido reprimidas fuertemente por el hoy considerado heroico gobierno ucraniano bajo el mando de Volodímir Zelenski. Pero es que ese tipo de acciones no es nuevo y ya antes Putin se había metido a Chechenia y Georgia logrando, a pesar de algunas protestas, sus objetivos sin que le chistaran mucho que digamos. (Lea más artículos de Petrit Baquerro, aquí uno sobre “la guerra verde” en Colombia).

Pero no me quiero desviar, pues que quede claro que el tajante rechazo a las violentas acciones del Kremlin tiene mi respaldo (Vladimir Putin debe estar muerto del susto con eso), así algunos nostálgicos de la guerra fría crean —o pretendan hacer creer, para condenarlo o respaldarlo— que Putin y el régimen que dirige es comunista. Pero no, Putin, así represente un contrapeso evidente al imperialismo gringo, y así salgan a respaldarlo personajes como Maduro y Ortega (aunque también Bolsonaro, ojo), ha mostrado ser más afín a la ultraderecha europea y gringa (no en vano, apoyó a punta de espionaje, campañas de propaganda y quién sabe qué más cosas, la primera campaña de Trump, algo sobre lo cual poco se volvió a hablar), que a una supuesta extrema izquierda.

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El caso es que gran parte del mundo (algunos con banderitas ucranianas en su perfil de las redes sociales, otros creyendo que Miss Ucrania se enlistó para pelear contra los invasores y varios más romantizando el heroísmo ucraniano al inflar las noticas de los civiles que se enfrentan a un ejército altamente organizado...) rechazó tajantemente las acciones bélicas y clamó por contundentes sanciones a Rusia. Claro que algunos lo hacen con su hipocresía, como la FIFA, que sanciona a equipos y deportistas rusos, pero organiza un mundial en Qatar, donde se violan sistemáticamente los derechos humanos, sobre todo de las mujeres y, además, en precarísimas condiciones laborales, han muerto varios trabajadores que están construyendo en tiempo récord los estadios. Y es esa misma FIFA la que organizó partidos clasificatorios al Mundial en el mismo Estadio Nacional de Chile donde días antes la dictadura militar de Pinochet asesinó y torturó a decenas de personas, y la que hizo todo un Mundial para lavarle la cara a la dictadura argentina que incluyó una sospechosa goleada a Perú, o que prefirió muchas veces mirar para otro lado cuando se podían hacer negocios a pesar de las terribles condiciones de vida de la mayoría de la población de algunos países.

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Total, en todo esto hay que hablar del otro matón del barrio (¿o es más bien del otro barrio?) que, así diga lo contrario, claramente continúa siéndolo: Estados Unidos, país que promueve sanciones a Rusia y se rasga las vestiduras con todo lo que está pasando, pero que con sus casi 300 bases militares (otras fuentes dicen que son 800) —y quieren más— y sus más de 170.000 tropas en gran parte del mundo, esconde su directa —y evidente— responsabilidad en esta situación, pues, saltándose los viejos acuerdos y creyéndose todavía el manido cuento del fin de la historia, continuó impulsando la expansión de la OTAN para enfilar baterías contra su viejo archienemigo, aquel viejo oso rojo que, como nos dimos cuenta, sigue con bastante fuerza.

Y hablo de Estados Unidos porque, al tiempo que sus presidentes han lanzado discursos a favor de la paz, la democracia liberal y los convenios internacionales, ha invadido a la pequeña pero rebelde Grenada (claro, me dirán que eran “otros tiempos”), tumbado en Chile al presidente elegido democráticamente para poner a un sicópata en el poder (pero es que era “su sicópata”), invadido con mentiras evidentes a Iraq (pero es que Hussein se lo merecía, también dirán), acabado con Libia convirtiéndolo en un montón de facciones armadas enfrentadas entre sí (pero es que ese tirano no era “su tirano”), tirado bombas a Siria, ocupado Afganistán, causado 700.000 muertos vietnamitas, bloqueado a Cuba por más de 60 años y, siguiendo en forma con sus aparatos ideológicos y de propaganda, dictaminando lo que es bueno y lo que es malo, y con quién hay que hablar y con quién no (claro, Putin también hace lo mismo).

Y en toda esta lista que no se olvide que Estados Unidos apoya, a pesar de la condena casi que unánime de los países del mundo, al Estado de Israel, el cual se salta todas las resoluciones internacionales y sigue matoneando de todas las formas posibles al pueblo palestino impidiéndole formar su propio Estado, consolidando un apartheid, con muro y todo, que solo ha fomentado más odio y resentimiento, y, por ende, más violencia.

Sobre esto, y sobre lo anterior, me acuerdo de la multa que la FIFA le impuso al futbolista malíense Fréderic Kanouté, por festejar un gol que dejaba ver en su camisa la palabra “Palestina” y unas frases en árabe. Y Kanouté lo hizo porque días atrás Israel había bombardeado a población palestina, pero la FIFA consideró que los futbolistas no debían hablar de política “manchando” al deporte más popular del mundo (¿no que la pelota no se mancha?). Ahora es distinto, pero ¿por qué será?

Total es que sí, a la violencia hay que condenarla (que quede claro otra vez, por si acaso) y, por eso, vale recordar otras agresiones que, por ser menos mediáticas, parecen parte del paisaje y que por tener otros protagonistas pasan desapercibidas o son vistas como daños colaterales o noticias lejanas que poco importan. En esa lista aparecen las miles de víctimas en Nigeria, Siria, Somalia o Yemen; los asesinatos de jóvenes en los barrios populares en Brasil, y, por supuesto, las masacres y los asesinatos de líderes sociales en las poblaciones (o barrios) de la periferia de Colombia, lo cual me hace recordar aquel texto que mencionaba la gran diferencia entre el valor de una víctima, dependiendo del lugar en el que se encuentre o de si proviene de un entorno “domesticado” o aún “salvaje” donde la violencia se sublimó o es el pan de cada día.

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Es que esto hace pensar que un muerto en una masacre en París o en Bruselas o en Berlín o en Nueva York, causa más impacto (y más banderitas y filtros en los perfiles de las redes) que uno en Nigeria, Yemen, Guatemala y, por supuesto Apartadó, Turbo, Tumaco, Caquetá o Arauca, a no ser que provenga de otro lugar (es decir, que venga del centro y no sea parte de la periferia), lo cual en Colombia sabemos, porque, en medio de la matazón en la que hemos vivido durante décadas, valdría la pena saber cuánto representa, para algunos, un líder social (¡van más de 20 asesinados este año!), un integrante de un movimiento político de izquierda, un joven de Soacha (prohibido olvidar), un guerrillero o, incluso, un reconocido delincuente a quien, por cierto, no asesinan, sino que “dan de baja”.

Y en todo esto los voceros del gobierno colombiano salieron a rechazar tajantemente las acciones de Rusia, y no es que eso esté mal, pero que no se olvide que entre estos se encuentran aquellos nostálgicos de la guerra que necesitan, con el final de las FARC, alimentar otra confrontación bélica para justificar sus visiones del mundo, porque no es creíble que esos mismos que apelaron a todo con tal de que se votara en contra de la paz o que más recientemente justificaron que integrantes de la Policía (y civiles protegidos por estos) dispararan contra la multitud durante las protestas del año pasado, ahora resulten ser unos pacifistas consumados. En fin…

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Eso sí, vale decir que frente a una posible instalación, a través de la OTAN e instancias de la Unión Europea, de bases militares gringas en Ucrania (algo que ya no creo que pase), no sería raro que Rusia apelara a hacer algo parecido en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Cuba o en cualquier lugar donde la dejen. Y ahí, otra vez, se prendería la cosa.

El caso es que estos hechos dejan en evidencia la doble moral, los ánimos guerreristas, los, sin duda, millonarios contratos por la fabricación y venta de armas, y las tremendas contradicciones de esos viejos imperialismos que se niegan a dejar de serlo, poniendo de manifiesto que, si nos ponemos a escarbar, unos cuantos que hacen mucho ruido sacarán justificaciones hasta de lo injustificable, ya que bajo las excusas más nobles (la libertad, la democracia, Dios, la civilización, la patria, la independencia…) se han cometido los peores crímenes de la historia de la humanidad, para el pesar de muchos y el beneficio de unos pocos.

Y que quede claro que la invasión a Ucrania es una afrenta, y una afrenta contra toda la humanidad, pero que tengamos claro que también lo fueron las invasiones a Libia, Iraq, Vietnam, Panamá, Siria o a cualquier otro lugar del mundo, o como lo ha sido esta guerra colombiana que unos cuantos desean fervorosamente que nunca jamás se acabe.

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* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Publicó los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La nueva guerra verde (Planeta, 2017).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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