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Torre de Tokio: traductores leales

Columna para acercar a los hispanohablantes a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio

20 de agosto de 2022 - 09:00 p. m.
Edición de Don Quijote en japonés de la editorial Iwanami (1937). / Cortesía
Foto: Gonzalo Robledo
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La necesidad de aclimatar obras literarias para acercarlas a los lectores de otros idiomas dio lugar al término “domesticación” y explica por qué, para transmitir el habla campechana de Sancho Panza, un traductor del Quijote al japonés se inventó un peculiar dialecto nipón. “Equivale a crear una nueva provincia japonesa en algún lugar de La Mancha”, me dijo una filóloga local molesta con el extravagante recurso que deleita a muchos de sus paisanos, pero que puristas como ella consideran una afrenta a la obra de Cervantes. (Recomendamos leer más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).

Al lado opuesto de los traductores que domestican los textos para hacerlos fluidos, familiares y accesibles, están los devotos de la “extranjerización”. A ellos no les importa si sus traducciones suenan raro y son de lectura abrupta, pues su objetivo es dar a conocer un universo exótico, respetando, dentro de lo posible, la construcción y el tono de la obra original.

Veneran el idioma foráneo e incluso presentan a sus lectores palabras sin traducir. Muchos traductores al español de Haruki Murakami, el autor japonés más leído de todos los tiempos, salpican sus textos de sustantivos japoneses como shoji, obligando al lector a reducir la velocidad, abandonar el rumbo narrativo y entrar en una zona de servicio llamada “Notas del traductor” para enterarse de que lo que temblaba cuando los personajes hablaban muy alto era una “puerta corrediza enrejada con papel”.

Los traductores estadounidenses de Murakami desdeñan cualquier acusación de etnocentrismo y americanizan la escritura del autor de Kafka en la orilla para ganar más lectores.

El Quijote ha sido traducido por lo menos diez veces al japonés y las casi siempre extranjerizantes versiones le añaden decenas de páginas de anotaciones eruditas. Pese al impacto adverso en las ventas, la obra cumbre del español sirve de plataforma para que el traductor, por lo regular un insigne hispanista, exponga sus conocimientos y hallazgos sobre filología e historia.

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Mi caso favorito de domesticación es la única versión existente en japonés de Cien años de soledad, aderezada por el traductor con numerosas onomatopeyas, un elemento muy apreciado en el habla diaria y la escritura japonesas.

Renombrados creadores japoneses consideran la obra cumbre de García Márquez un libro imprescindible y me atrevo a vaticinar fuertes protestas si la próxima traducción decide prescindir de la alegre banda sonora aportada por el ya fallecido profesor Tadashi Tsuzumi.

Cervantes jugó con la premisa de que la historia de Don Quijote proviene de unos manuscritos árabes que compró en un mercado toledano y mandó a traducir al castellano, “sin quitarles ni añadirles nada” y pagando “dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo”. Anticipó así dos dilemas perpetuos: la fidelidad de las traducciones y su justa remuneración.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.

Por Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio

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