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Uno de los pocos entrevistados japoneses que he visto molesto por una pregunta fue el arquitecto Fumihiko Maki, quien endureció la mirada al escuchar la que para mí era una inocua cuestión para romper el hielo: ¿Qué piensa del caos urbanístico de Tokio? “Más que caos debería usted hablar de ciudad orgánica”, dijo en tono imperativo y en ese inglés tamizado de quien ha estudiado y enseñado en la Universidad de Harvard. (Recomendamos más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
Al principio, su respuesta me pareció un eufemismo para justificar el amasijo de estilos, épocas, tamaños y materiales que conforman el paisaje urbano de la capital nipona. Grandes áreas de la ciudad están llenas de casas de madera de dos o tres pisos dispuestas sobre callejones retorcidos, muchos de ellos sin salida, carentes de aceras y cubiertos de cables de electricidad. Junto a la réplica liliputiense de una mansión francesa está un ampuloso jardín de un templo budista. Metros después vemos un “parque de bolsillo” que sirve de refugio en los terremotos o de cortapisa en caso de incendio. Para el recién llegado, buscar una dirección en estas calles es casi un acto de fe.
El intrincado trazado urbano de Tokio remite a sus orígenes. Cuando desplazó a Kioto como sede del gobierno central, en el siglo XVII, se llamaba Edo y era una modesta localidad construida siguiendo el modelo chino, con un castillo visible en el centro.
Los señores feudales de provincias empezaron a construir pomposas residencias y Edo se llenó de vías que se trazaban por donde convenía. Al mismo tiempo, crecieron los barrios laberínticos para artesanos, comerciantes, sirvientes y samuráis de bajo rango. La urbe llegó a tener un millón de habitantes y fue considerada en su momento como la ciudad más poblada del mundo.
Con el fin de los privilegios feudales y la modernización del país en el siglo XIX, se introdujeron los transportes mecanizados y las grandes propiedades se vendieron en parcelas de tamaños dispares.
Según Maki, las renovaciones urbanas realizadas tras el terremoto de 1923 y los repetidos bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial mantuvieron la impronta original y el resultado es la superposición de capas y la “estructura ininteligible” del Tokio actual.
A Maki le otorgaron en 1993 el premio Pritzker, considerado el Nobel de los arquitectos. Sigue activo a sus 93 años y su obra han sido descrita con ese estilo dicotómico de los homenajes póstumos: racional y humana, ligera y monumental, históricamente consciente pero osadamente moderna.
Al menos una vez por semana veo uno de sus edificios y siento gratitud por haberme enseñado que esta abigarrada capital, como toda persona interesante, se hace cada vez menos elusiva entre más conozco su pasado.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.