Primero releo a la Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich, porque en sus libros ha revisado a fondo la historia de la antigua Unión Soviética y de Ucrania, pues su familia materna y ella nacieron donde hoy se libra una nueva guerra. Por su padre, lleva la nacionalidad bielorrusa. Vive exiliada en Alemania desde hace dos años, a raíz de la persecución del régimen de Alexandr Lukashenko, del que ella se convirtió en una de las más importantes opositoras.
Según publicó el semanario Der Spiegel, desde allí pidió ayuda para el pueblo ucraniano, incluso reclamó al gobierno alemán, junto a la también Nobel de Literatura rumano-alemana Herta Müller, que envíe armas para la defensa de Kiev contra la invasión ordenada por Vladimir Putin. “Es importante para la democracia en Ucrania y también en Bielorrusia”, dijo Alexiévich, autora de libros memorables como La guerra no tiene rostro de mujer, testimonios de las sobrevivientes soviéticas de la Segunda Guerra Mundial. (Recomendamos: El día que Svetlana Alexiévich oyó a las víctimas colombianas).
¿Una pacifista pidiendo apoyo militar? Sí. Se ha declarado desesperada por la opresión en que viven bielorrusos y ucranianos por parte del aún gigante régimen ruso. Su autoridad moral surge de su obsesión narrativa por reconstruir las guerras en su nación: “El historiador ruso Nikolái Karamzín escribió sobre nuestros antepasados: ‘En ciertas ocasiones, las eslavas se unían valientemente a sus padres y esposos durante las guerras. Además, una madre, al educar a sus hijos, siempre los preparaba para que fueran guerreros’”.
En la introducción del citado libro advierte: “Éramos hijos de la gran victoria. Los hijos de los vencedores. ¿Que cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes. La guerra siempre estuvo presente: en la escuela, en la casa, en las bodas y en los bautizos, en las fiestas y en los funerales. Incluso en las conversaciones de los niños. Un día, mi vecinito me preguntó: ‘¿Qué hace la gente bajo tierra? ¿Cómo viven allí?’. Nosotros también queríamos descifrar el misterio de la guerra”.
Añade: “Para nosotros, todo se originaba en aquel mundo terrible y enigmático. En nuestra familia, el abuelo de Ucrania, el padre de mi madre, murió en el frente y fue enterrado en suelo húngaro; la abuela de Bielorrusia, la madre de mi padre, murió de tifus en un destacamento de partisanos; de sus hijos, dos marcharon con el ejército y desaparecieron en los primeros meses de guerra, el tercero fue el único que regresó a casa. Era mi padre. Los alemanes quemaron vivos a once de sus familiares lejanos junto a sus hijos: a unos en su casa, a otros en la iglesia de la aldea. Y así fue en cada familia. Sin excepciones. Durante mucho tiempo jugar a ‘alemanes y rusos’ fue uno de los juegos favoritos de los niños de las aldeas. Gritaban en alemán: ‘Hände hoch!’, ‘Zurück!’, ‘Hitler kaput!’. No conocíamos el mundo sin guerra, el mundo de la guerra era el único cercano, y la gente de la guerra era la única gente que conocíamos. Hasta ahora no conozco otro mundo, ni a otra gente”.
En aquella novela testimonial dio más razones de ese sino soviético: “En la biblioteca escolar, la mitad de los libros era sobre la guerra. Lo mismo en la biblioteca del pueblo, y en la regional, adonde mi padre solía ir a buscar los libros. Ahora ya sé la respuesta a la pregunta ‘¿por qué?’. No era por casualidad. Siempre habíamos estado o combatiendo o preparándonos para la guerra. O recordábamos cómo habíamos combatido. Nunca hemos vivido de otra manera, debe ser que no sabemos hacerlo. No nos imaginamos cómo es vivir de otro modo, y nos llevará mucho tiempo aprenderlo. En la escuela nos enseñaban a amar la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por... Era nuestro sueño”.
“Dispuestos a dar la vida por su verdadero país”, se han manifestado los ucranianos en desbandada a los medios internacionales luego de los ataques con artillería y hasta misiles balísticos ordenados desde Moscú. Saben lo que eso significa, porque son hijos, nietos o bisnietos de combatientes o resistentes, hombres y mujeres. Hoy, más que nunca, no olvidan que, entre 1931 y 1934, el régimen de Stalin mató de hambre a unos cuatro millones de ucranianos. Recomiendo leer Hambruna roja, libro de la historiadora Anne Applebaum que reconstruye ese genocidio.
De ahí viene el patriotismo y nacionalismo militante heredado de líderes como Stepán Bandera (1909-1959), cabeza del primer gran movimiento por la independencia de Ucrania y de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN). Tampoco olvidan los sufrimientos durante las guerras mundiales. Valentina Pávlovna Maksimchuk, operadora de una batería antiaérea, durante la Segunda Guerra Mundial, le dijo a Svetlana: “Recuerdo cómo arrastrábamos los proyectiles, los cañones, sobre todo en Ucrania: la tierra es muy pesada en primavera, después de la lluvia, se volvía como la masa del pan. Cavar una fosa común y enterrar a los compañeros después de tres días sin dormir… Incluso eso era difícil. Dejamos de llorar porque para llorar hacen falta fuerzas. Lo único que queríamos era dormir. Dormir y dormir. Cuando estaba de guardia, yo caminaba sin parar y recitaba versos. Otras chicas cantaban para no caerse dormidas”. Literatura, música y pintura siempre han sido las válvulas de escape de los ucranianos. Las artes ha florecido como contrapeso de la barbarie. Basta citar a músicos como los pianistas Gilels, Horowitz y Richter.
El escritor húngaro Imre Kertész, otro Nobel de Literatura, se declara impresionado en Sin destino —su testimonio de los campos de concentración nazis— por la valentía de los ucranianos, capaces de cantar en medio de esa tragedia: “Por los campos de Ucrania vamos desactivando minas, no tenemos miedo, somos valientes… Si cae un compañero a casa el recado mandaremos. No importa lo que nos espere, hermosa patria nuestra, de ti nunca nos olvidaremos”.
Lo ratifica Isaak Bábel (1894-1940), tal vez el escritor que mejor ha recreado la historia de una raza de guerreros que han sobrevivido una y otra vez “entre tonadas y lágrimas”, como describe en Caballería roja. Fue soldado y cronista desde el frente de batalla de las guerras civiles de comienzos del siglo XX. “Una huella sangrienta marcaba nuestro camino y sobre nuestras huellas se mecían las canciones”, cuenta mientras el final de la guerra está lejano.
En 1920 hacía parte del Ejército Rojo bajo las órdenes del general Budionny, cuando las tropas soviéticas expulsaron a los polacos de Ucrania y los persiguieron hasta los suburbios de Varsovia. Ahora resulta paradójico que haya participado de la ampliación del territorio ruso a sangre y fuego. Bábel es el autor de los famosos Relatos de Odesa (1931), el puerto en el que nació y ahora está bajo la avanzada rusa para dominar desde ahí el Mar Negro y, tal vez, cortarles la salida al mar a los ucranianos.
Pensar que antes se autoproclamaban uno solo, “el hombre rojo soviético”. Otro de los ataques de esta semana fue dirigido a dominar la región ucraniana de Chernóbil. Svetlana Alexiévich escribió la novela testimonial Voces de Chernóbil, para que el mundo entendiera la dimensión de la tragedia ocurrida en 1986 en una planta nuclear construida precisamente por la obsesión de la guerra. En la desolación que quedó, Lena M. le hace un comentario a la autora que recobra fuerza: “Antes teníamos una patria, ahora ya no la tenemos. ¿Quién soy yo? Mi madre era ucraniana; mi padre, ruso. Nací y me crié en Kirguistán, me he casado con un tártaro. Entonces, mis hijos, ¿qué son? ¿Qué nacionalidad tienen? Nos hemos mezclado todos, llevamos muchas sangres mezcladas. En el pasaporte tengo a los hijos inscritos como rusos; pero nosotros no somos rusos. ¡Somos soviéticos! Aunque el país en el que yo nací ya no existe. No existe ni el lugar que nosotros llamábamos nuestra patria. Ahora somos como los murciélagos”.
Svetlana está segura de que el tiempo de la Unión Soviética ya pasó, más allá de lo que planee Putin, que justificó su ofensiva en los ataques ucranianos de los últimos ocho años contra los rusos que no quieren vivir en Ucrania, los independentistas de las regiones de Donetsk y Lugansk. “De veras existió ese hombre soviético. Creo que ya no habrá ninguno más de su especie, y ellos lo saben. Incluso nosotros, sus hijos, somos distintos. Queremos ser como todos los demás. Parecernos al mundo, no a nuestros padres. Y ya no hablemos de los nietos”, escribió Svetlana.
Mientras la guerra termina, también es tiempo de releer Almas muertas, emblemática novela de Nikolái Gógol (1809-1852), nacido en Sorochinez, Ucrania. Escribía cómo para este drama que reencarna en desplazados y refugiados ucranianos del siglo XXI: “Vendrán tiempos de hambre y de miseria, para el pueblo en su conjunto y para cada uno por separado… Eso está claro… Se diga lo que se diga, el cuerpo depende del alma. ¿Cómo esperar que todo vaya como debería ir? Piense no en las almas muertas, sino en su alma viva y, con la ayuda de Dios, emprenda otro camino”. A pesar de todo, sus personajes superan “el desierto de la guerra” y a un anciano le quedan fuerzas para gritar, “con increíble entusiasmo”: “¡Abajo la guerra! ¡Abajo la guerra!”.
Y no se olviden de repasar los libros de Mijaíl Bulgakov (1891-1940), nacido en Kiev, la capital de Ucrania, otro gran escritor que fue soldado hace un siglo —vean Guardia blanca— y que dejó obras como Corazón de perro, donde ironiza sobre lo que regímenes como el de Stalin pretendían que fuera “el nuevo hombre soviético”.
Todos estos autores coinciden en perfilar a los ucranianos como seres únicos, por hacer chistes y reírse en medio de las peores catástrofes, tal vez por el carácter cosaco heredado de sus abuelos. Svetlana cuenta de una sobreviviente de Chernóbil: “Una ucraniana vende en el mercado unas manzanas rojas, grandes. Y grita: ‘¡Compren mis manzanas! ¡Manzanitas de Chernóbil!’. Y alguien le recomienda: ‘Mujer, no digas que son de Chernóbil. Que nadie te las comprará’. ‘¡Pero qué dices! ¡Las compran y cómo! ¡Unos, para la suegra; otros, para su jefe!’”.
Los ucranianos, en el segundo país más grande de Europa después de Rusia, con casi los mismos millones de habitantes que Colombia, rehicieron su vida luego de la Segunda Guerra Mundial desde las ruinas, comiendo sandías y granos, hasta lograr su independencia como Estado en 1991. Svetlana Alexiévich guarda la esperanza de que sus hermanos maternos sobrevivan como país, porque “el ser humano es más grande que la guerra”. Esto a pesar de que les dedicó el discurso con que recibió el Nobel de Literatura y lo tituló “En la batalla perdida”.
* Nelson Fredy Padilla es editor dominical de El Espectador y profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.