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En Venezuela los criminales están libres y los opositores presos

El crimen organizado ha impregnado al Estado venezolano, a través de políticos y militares, desde la época de Chávez. Maduro heredó esa estructura y lo que se está viendo ahora es una red de economías y actividades ilícitas que ha generado unos pactos de convivencia entre el oficialismo y varios actores ilegales, como el ELN.

María José Noriega Ramírez

04 de agosto de 2025 - 08:00 a. m.
Nicolás Maduro, cabeza del régimen venezolano, y Diosdado Cabello, su ministro del Interior.
Foto: EFE - Rayner Peña R
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Aurora Silva se casó hace ocho años con Freddy Superlano. Siente que fue hace poco, pero a la vez hace mucho. La persecución constante, un exilio de casi 10 meses en Estados Unidos y ahora la detención de su esposo, a quien no ha visto desde hace un año, cuando fue capturado tras las elecciones presidenciales del 28 de julio, le hacen pensar que en estos pocos años juntos han vivido de todo. Sus dos hijas pequeñas (una de siete años y otra de cuatro) le preguntan si su papá está muerto y ella se aferra a la esperanza de que algún día se reencontrarán con él.

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Este líder opositor de Barinas — cuna del chavismo, donde fue diputado y se enfrentó dos veces por la Gobernación con Argenis Chávez, hermano del fallecido expresidente, algo que llevó a que su triunfo en el último intento fuera anulado por el Tribunal Supremo de Justicia— está en aislamiento prolongado, privado de visitas, llamadas y de una defensa adecuada. La única fe de vida que tiene su familia es la ropa sucia que Silva recibe cada martes y jueves, que le regresa con las medicinas que cree que necesita, pues él sufre de hipertensión y problemas en el colon. Sin embargo, desconoce si en este tiempo él ha desarrollado otros quebrantos de salud.

Ella confiesa que fue difícil ver la llegada de los venezolanos presos en El Salvador. “¿Y los nuestros qué?”, se pregunta: “Lo celebramos, pero el panorama está muy nublado. La lista siempre la tienen ellos, que son los que determinan a quién liberan y a quién no, según les conviene”. Aun así, no piensa irse de Venezuela. Hace un tiempo lo contempló, se lo propuso a su marido, pero ahora no es una posibilidad. No quiere dejarlo solo y cree que vivir esto desde el exilio debe ser peor. Eso le han dicho unos conocidos nicaragüenses que han pasado por una situación similar bajo el gobierno de Daniel Ortega.

Hiowanka Ávila tampoco quiere migrar, aunque desde hace siete años su vida está prácticamente congelada por la detención de su hermano, quien fue acusado de intento de magnicidio y condenado a 30 años de cárcel, a pesar de que sus familiares alegan que el régimen de Nicolás Maduro no tiene pruebas en su contra, más allá de un video grabado bajo amenaza. Desde 2018, cuando lo detuvieron, dejó de disfrutar la música, frenó las celebraciones de cumpleaños y puso en pausa su crecimiento profesional. También desarrolló ataques de pánico y depresión solo de pensar que su hermano, a quien solo puede ver los domingos por 15 minutos, ha sido sometido a descargas eléctricas y a otro tipo de tortura, algo que suele ocurrir con los 818 presos políticos que aún hay en el país, según Foro Penal, con datos hasta el 28 de julio.

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Los espacios políticos son cada vez más pequeños en Venezuela. Con los opositores presos, en la clandestinidad o en el exilio, como María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, el oficialismo no solo impone sus liderazgos, sino que afianza su poder para regular varias economías criminales. Así se lee en un informe de Insight Crime publicado la semana pasada, el cual detalla que varios estados se han convertido en piezas claves del engranaje criminal: Bolívar y Amazonas, donde hay explotación ilegal de oro y coltán, además de Zulia, Táchira y Apure, en la frontera con Colombia, por donde circulan bienes de contrabando y drogas.

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Foto: El Espectador con información de Insight Crime

Pero eso no es de Maduro, pues él heredó esa estructura de la época de Hugo Chávez, cuando también se vio el manejo de las altas esferas políticas y militares sobre el negocio del narcotráfico. Eso es lo que se conoce desde hace décadas como el Cartel de los Soles, un entramado de redes que, sin tener un capo máximo o un único líder, garantiza la participación de los actores estatales en esos ilícitos. En medio de ello, las investigaciones del centro de pensamiento han detallado que las redes de tráfico realizan pagos periódicos a las unidades militares locales para poder operar con impunidad, evitando así operaciones en pistas de aterrizaje clandestinas o en laboratorios de cocaína. Incluso, algunas unidades del Ejército transportan drogas en vehículos militares.

Maduro y su ministro del Interior, Diosdado Cabello, así como Hugo el Pollo Carvajal —exresponsable de inteligencia que se acaba de declarar culpable de narcotráfico en Estados Unidos— y Tareck El Aissami —exministro de Petróleo detenido el año pasado por presunta corrupción— son algunas de las figuras que se han asociado a ese grupo, cuyo nombre se debe a las estrellas doradas que los generales de la Guardia Nacional Bolivariana llevan en sus charreteras. El 25 de julio, la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro estadounidense lo declaró una organización terrorista internacional, pues, según un comunicado, proporciona apoyo material a organizaciones como el Tren de Aragua y el Cartel de Sinaloa, que “amenazan la paz y la seguridad”.

Algunos estudios califican la visión de Washington de simplista y distorsionada, pues cae en el error de concebir a la organización de forma jerárquica, con Maduro al mando de las operaciones del tráfico de drogas; pero, de hecho, los análisis de Insight Crime han concluido que el Cartel de los Soles funciona más como una red de corrupción en la que militares y políticos se benefician de los acuerdos con los narcotraficantes. Entonces, es común que los funcionarios usen sus puestos para proteger a los traficantes de posibles arrestos y asegurar el paso de cargamentos por determinados territorios. A la par, mantienen la lealtad de los rangos inferiores.

La periodista Sebastiana Barráez recuerda que antes de la Revolución Bolivariana era un castigo que a un uniformado lo enviaran a la frontera. Eso cambió a partir de los últimos años del siglo pasado y, en un giro de 180°, se convirtió en un privilegio. “Hay una evidente alianza del régimen venezolano con criminales y una protección a los delincuentes”, asegura: “Ha habido una cercanía entre drogas, militares y guerrillas”, en un principio con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y ahora con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Si en su tiempo el exmandatario tenía más centralizado el poder, el caso de Maduro es diferente: ahora es más fragmentado y eso explica, al menos para la reportera, que el Gobierno recurra a negociaciones para mantener su jefatura en el Palacio de Miraflores.

En medio de los más de 1.300 kilómetros que separan a Caracas del borde fronterizo con Colombia existe una simbiosis entre el oficialismo venezolano y el ELN. Así lo describe Jorge Mantilla, investigador de crimen organizado y conflicto, quien asegura que ambas partes encuentran beneficios en esa interdependencia pragmática. El gobierno de Maduro, por un lado, tiene en la guerrilla una forma de controlar las economías de las trochas, contener a los enemigos de la revolución (como Los Rastrojos y las disidencias de las FARC) y ejercer un control social minucioso. Por el otro, el ELN puede operar fuera del alcance del Estado colombiano, con una retaguardia estratégica en Venezuela para sus planes militares, además de que posee el acceso a recursos provenientes del acaparamiento de tierras, del comercio de ganado, del contrabando de carne y la extorsión del poco tejido empresarial que queda en los estados de Zulia, Táchira y Apure; además, tiene entrada al poder local.

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Pero esa cercanía se puede romper en cualquier momento. Luis Eduardo Celis, analista en temas de conflicto y construcción de paz, lo lee como una relación inestable. En ella, el ELN opera de forma autónoma, con sus capacidades, bajo un margen de acción habilitado por alianzas y pactos de convivencia mediados por plata. Pero su presencia del otro lado de la frontera no es nueva. De hecho, ese es un problema estructural de al menos 40 años, que ninguno de los dos países ha podido solucionar y que para Venezuela implica una cuestión de soberanía. Además, ahora que se está hablando de la creación de la zona binacional, que contempla una coordinación en temas de seguridad entre Bogotá y Caracas, pero cuyo memorando no menciona a ningún actor armado, entender esas dinámicas es importante, pues hay al menos tres problemas: ni Colombia ni Venezuela tienen presencia estatal en la frontera, no se ha logrado un acuerdo de paz con el ELN y, a la par, se está impulsando la llamada Zona de Ubicación Temporal en Tibú, un espacio de transición y concentración para cerca de 500 integrantes del frente 33 de las disidencias de las FARC. Vale recordar que los enfrentamientos entre la guerrilla y este grupo desplazaron a más de 40.000 personas de Catatumbo a principios de este año.

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“El crimen organizado trasnacional instrumentaliza al Estado, no al revés”, piensa la politóloga Maibort Petit: “Lo arrastran y lo utilizan como infraestructura”. Por eso es que en este entramado están involucrados militares y civiles, que han sido armados por el régimen en función de sus intereses. Los colectivos, grupos que han reprimido a los manifestantes opositores en defensa de Maduro, y las megabandas son reflejos de ello. De hecho, el caso de la Cota 905, en Caracas, es un ejemplo de cómo el Gobierno permite que estos grupos funcionen. Su líder, el Koki, asesinado en 2022, pasó de pactar con el oficialismo en al menos dos ocasiones a convertirse en un objetivo político y en el delincuente más buscado de Venezuela.

Maduro pactó con él la creación de la primera zona de paz en la capital del país, a cambio de darle financiamiento para actividades lícitas y que la Policía no ingresara allí. Eso terminó por consolidar su poder e instó al oficialismo a llevar a cabo la Operación de Liberación del Pueblo, que resultó en una violenta incursión de las fuerzas de seguridad, tras la cual las ONG denunciaron allanamientos de viviendas sin órdenes judiciales, robos y asesinatos de personas inocentes. Ese es el modus operandi: el régimen crea acuerdos con líderes criminales, pero los rompe cuando ellos empiezan a fortalecerse. Por eso es difícil de desmantelar: porque actúa como un cardumen, con una capacidad de adaptación que lleva más de 25 años.

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