“In fraganti: Lo que mi padre nunca me contó”: el nuevo libro del hijo de Pablo Escobar

En esta publicación Sebastián Marroquín cuenta cómo se transportaba el dinero de EEUU a Colombia y otras historias jamás reveladas del jefe del Cartel de Medellín.

Redacción Actualidad
15 de noviembre de 2016 - 07:35 p. m.
Archivo El Espectador
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Sebastián Marroquín, el hijo de Pablo Escobar revela el primer capítulo de su nuevo libro. El primogenitico del narco, actualmente reside en Argentina, donde hizo el lanzamiento de su segundo libro, "Pablo Escobar, in fraganti: lo que mi padre nunca me contó", de la Editorial Planeta.

La publicación será presentada en estos días en diferentes países de la región. Así mismo, el primer lanzamiento de la publicación se hizo en el portal informativo argentino, infobae.

A continuación  uno de los capítulos más escalofriantes de la nueva edición, en el cual Escobar Henao relata cómo era el transporte de dinero desde los Estados Unidos hacia Colombia:

La ruta del ‘Tren’

La primera vez que supe de la existencia de una ruta del narcotráfico conocida como ‘el Tren’ fue en la cárcel de La Catedral, en una de las tantas noches que pasé escondido allí. Había llegado para quedarme alrededor de veinte días continuos porque según le habían contado a mi padre, algunos oficiales del Bloque de Búsqueda y los capos del cartel de Cali habían puesto en marcha un plan para secuestrarme.

En la mafia de mi padre era muy común que los bandidos que trabajaban para él se juntaran en las noches a charlar y a contar historias y a alardear de sus proezas en el mundo del hampa. Una noche de tertulia mi padre se refirió a la ruta del ‘Tren’ porque a su lado estaba alias ‘Luca’, uno de sus lugartenientes más antiguos, quien conocía todo tipo de detalles de esa aventura, que produjo mucho dinero.

Después de escuchar a ‘Luca’ por más de dos horas, quienes estaban alrededor rieron a carcajadas porque los tentáculos de la organización mafiosa y criminal de mi padre habían alcanzado límites insospechados. Mi padre bautizó la ruta con el nombre de ‘Tren’ por

la velocidad, facilidad y eficacia con la que entre 1986 y 1989 ingresó no menos de 64 toneladas de cocaína a Estados Unidos en complicidad con funcionarios antidrogas, justo durante la transición de los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre. La ruta nunca fue descubierta y simplemente fue abandonada debido a la intensidad de la guerra que mi padre le había declarado al Estado colombiano, que lo llevó a esconderse durante largos periodos en caletas donde tenía muy poco contacto con el mundo exterior. Mientras funcionó el ‘Tren’, el cartel de Medellín recibió ingresos estimados en 768 millones de dólares.

La ruta del ‘Tren’ nació en forma accidental, un día que ‘Luca’ le llegó a mi papá con un cuento relacionado con una chica llamada Silvia, una exnovia con la que había terminado varios años atrás. ‘Luca’ le dijo a mi padre que había vuelto a llamarla, con la intención de reconquistarla porque todavía se sentía atraído por ella. Y le sobraban razones para pretenderla pues era una rubia de ojos claros, alta, de cabello largo, esbelta, de 25 años de edad, con alma de hippie, consumidora habitual de marihuana y amante de las artes plásticas. Silvia era deseada por todo tipo de hombres, pero principalmente por mafiosos que quedaban deslumbrados con su belleza y tenían en los costosos regalos y la ostentación la única manera de cautivarla.

Según el relato de ‘Luca’ aquella noche en La Catedral, en su afán de recuperar el amor de Silvia, la llamó decenas de veces, le envió flores durante varias semanas y le escribió largas cartas de amor. Estaban separados hacía varios años y él creía que se podían dar una segunda oportunidad. Pero ‘Luca’ estaba sorprendido porque la chica de clase media baja, recatada, tímida, y con una penosa situación económica, había quedado atrás y la Silvia de ahora era muy segura de sí misma, vestía a la última moda y se le notaba la solvencia financiera.

Silvia, siguió el relato de ‘Luca’, sucumbió a sus halagos y estuvo de acuerdo en intentarlo de nuevo porque todavía seguía atada al intenso amor del pasado. La reconciliación llevó de nuevo a la intimidad y la intimidad a la revelación de un gran secreto: ella le confesó que había conocido a unos narcos de Medellín y de Bogotá, y

que con cierta regularidad les llevaba droga a Miami. Con semejante dato debajo del brazo, ‘Luca’ fue directo a contarle a mi padre:

—Patrón, vea pues le cuento el rollo con el que me salió esa noviecita mía. Cómo le parece que ella me dice que hay unos manes que la contrataron junto a otro grupo de chicas como ella, para llevar ‘merca’ a Miami desde el aeropuerto de Rionegro y en vuelos comerciales. Ella me asegura que lo ha hecho varias veces y que allá las recibe una gente en el aeropuerto que las saca por otro lado sin pasar los controles de rutina.

—¿Cómo? No jodás, que así es la vuelta… ¿qué tendrán armado allá para la llegada de la gente cargada? —indagó mi padre.

—Patrón, ella me asegura que ha ido más de cinco veces y ¡sin visa! Y aun así, a ella y a las peladas que van con ella las dejan entrar sin problema.

—Ah, no ‘Luca’, pongámonos las pilas con esa vuelta para que nos apoderemos de eso y la pongamos a trabajar para nosotros. Consiga más daticos a ver cómo manejamos este asunto que parece muy interesante.

Esa misma noche y en vista del notorio interés de mi padre, ‘Luca’ fue a hablar con Silvia, pues necesitaba saber quiénes eran los contactos en Medellín y en Miami, así como el funcionamiento de la operación y las cantidades de coca transportadas.

—Mamacita, ‘el Patrón’ está interesado en saber más de aquello que me contaste —dijo ‘Luca’, mientras comían en el apartamento de Silvia.

—¿Y eso como para qué o qué? —preguntó asustada.

—El hombre quiere participar en el negocio y tú sabes que al ‘Patrón’ no se le puede decir que no. Esta gente para la que trabajas no le está pagando la cuota y por eso es mejor que me colaborés, porque ya sabemos cómo se pone el hombre cuando la gente traquetea desde Medellín y no le ayuda para sostener la guerra. Vos sabés que él defiende la no extradición y con eso se benefician los traquetos de aquí y de otros lugares del país. Así que lo mejor es que te hagás a la idea de que a partir de este momento quedás contratada por el cartel para seguir con esta misma vuelta. Me vas a tener que entregar los nombres de quienes participan en eso.

—Ay no, ‘Luca’, ¿cómo así? Yo soy una simple mula que ha viajado unas cinco veces y nada más; yo no mando ahí, ni soy nadie importante.

—No importa, pero los conocés. Sabés bien cómo funciona todo. Caminá te llevo a hablar personalmente con ‘el Patrón’ para que no le demos muchas vueltas a esto.

—Espera, mi amor, tranquilízate; primero te cuento lo que sé. Es que por teléfono no me atrevía a darte más detalles. La vuelta es con una gente gringa, autoridad antidroga, que nos recibe en el aeropuerto de Miami y nos sacan hasta el estacionamiento a través de pasillos y escaleras. Ellos se quedan con los bolsos de la droga mientras la cuentan, porque cobran comisión por cada kilo que dejan pasar; luego la sacan del aeropuerto y la entregan unos kilómetros más adelante… ellos cobran en efectivo, contra entrega.

Aunque le pareció increíble lo que acababa de oír, ‘Luca’ creyó en el relato de Silvia, pues sabía que no le mentiría por el miedo que infundía el nombre de mi padre. Observó que la joven temblaba al imaginar lo que vendría después para todos los implicados en el manejo de la ruta. Ella supo intuir que la única manera de salvar su vida era colaborando para que ahora el bando de ‘Luca’ se apoderara del negocio de ‘Andrés Felipe’ y ‘Carlos’, los dos paisas dueños de la ruta.

Con semejante cantidad de información, ‘Luca’ se despidió cariñoso de Silvia y salió rumbo a la caleta de mi padre. Él y ella eran conscientes de que su relación sufriría un

cambio inevitable: la belleza y los sentimientos quedarían a un lado porque ahora estarían unidos por los negocios. A medida que ‘Luca’ avanzaba en el relato aquella noche en La Catedral, mi padre asentía con la cabeza a manera de aprobación. Los demás escuchaban en silencio, sorprendidos.

—Ah, esa vuelta era una chimba, ¿sí o no, patrón? Recuerdo que iba al aeropuerto a ver desfilar a todas esas chimbas de ‘mulas’ y a recibir los detalles de la operación desde un restaurante cercano. Allí pedía una botellita de whisky y me la tomaba despacio mientras esperaba la llamada en la que me avisaban que todas habían pasado.

¡Coronamos, hijueputa! Qué chimba, hermano, en cerca de cuatro horas estaba coronada esa vuelta.

Mi padre sonreía y luego ‘Luca’ se centró en describir las personas y autoridades involucradas, pues al fin y al cabo se trataba de una gran red de corrupción internacional.

Mi padre acotó en ese momento:

—Utilizamos a Silvia como señuelo para que citara a los dueños de la ruta a un local comercial en la calle 10 de Medellín. Eran dos muchachos relativamente jóvenes que no llegaban a los 40 años y nos dieron toda la información y sus contactos. Decidí dejar intacta a su gente de Bogotá, pues para qué armar un frente de batalla contra esos rolos si los podía utilizar sin que supieran que yo me había apoderado de la ruta por completo. Por eso hice que los dos ‘pelaos’ llamaran a su gente en la capital y le presentaran a la mía para que todo siguiera normal, manejado por teléfono y en clave.

—Claro, ‘Patrón’, y así fue. Recuerdo que una vez que nos hicimos a la conexión de Bogotá quedamos hechos, pues era la más importante ya que ese man de allá nos avisaba los vuelos en los que podíamos mandar las ‘mulas’ y la cantidad de ‘merca’ que se podía llevar por viaje.

Mi padre interrumpió a ‘Luca’ para continuar el relato.

—Todo era cuadrado según los turnos de los agentes antidrogas que nos recibían la ‘merca’ en Miami. No supimos cómo estos manes resultaron tan bien conectados, o si en realidad el más teso de todos era el bogotano y los paisas solo proveían la droga y las mulas con la salida arreglada en el aeropuerto José María Córdova; lo cierto es que así fue como terminamos traqueteando con los que supuestamente nos perseguían.

La ruta del ‘Tren’ comenzaba en una pequeña finca o caleta de mi padre ubicada en las montañas de Envigado, a la que se accedía por la loma de El Escobero y a donde llegaban alrededor de cuatrocientos kilos de cocaína procesados en varios laboratorios en el Magdalena Medio. La droga era transportada en un camión y la mayor parte de las veces no era necesario ocultarla porque los comandantes de los retenes policiales apostados en la autopista Medellín-Bogotá sabían cuál vehículo debían dejar pasar dos veces por semana sin revisarlo. Claro, a cambio de una fuerte suma de dinero mensual.

La ubicación de la finca era estratégica y el nombre clave con la que se conocía en la organización era ‘La casa de la bruja’. En aquel entonces, esa loma era una trocha intransitable por el lodazal y los derrumbes, y mi papá decía que el mejor campero para escalarla era el Suzuki SJ-410. La casa estaba situada a escasos 15 kilómetros del aeropuerto José María Córdova, de Rionegro. Recuerdo muy bien esa trocha porque por ahí mi padre solía evadir los retenes, que permanecían fijos en la subida de la avenida Las Palmas; y yo la utilizaba para disfrutar mis cuatrimotos y otros juguetes de motor.

Entonces, cinco camperos Suzuki se desplazaban por diferentes lugares de Medellín recogiendo las ‘mulas’ que se preparaban para viajar y las llevaban a ‘La casa de la bruja’, donde los hombres de mi padre las esperaban con la droga empacada en maletines de diferentes tamaños y colores, y sin ningún distintivo especial.

Antes de salir para el aeropuerto, las ‘mulas’ nuevas recibían instrucciones acerca de cómo proceder para evitar que cometieran errores en el viaje tanto de ida como en el de regreso. Tranquilizarlas era clave y por eso las jóvenes más experimentadas contaban sus vivencias. La ilustración más obvia, pero a la vez más importante, era que no se podían mirar ni hacer señas entre sí, por más amigas que fuesen. También les quedaba claro que si una ‘mula’ caía en manos de la autoridad, ninguna podría ayudar porque se pondría en riesgo la totalidad de la operación. Una vez todo estaba listo, la trocha por la que subían hacia el aeropuerto era de tan difícil acceso que muchas veces los camperos quedaban bloqueados y las ‘mulas’ debían bajar a ayudar a empujarlos para llegar a tiempo al vuelo.

Como no era necesario esconder la droga en dobles fondos porque todo el itinerario estaba arreglado, el proceso era rápido y simple. La única precaución que se tomaba era envolver los paquetes en un papel especial para evitar que algún perro antinarcóticos detectara el olor de la coca. A cada ‘mula’ —en su mayoría mujeres— se le entregaba un tiquete aéreo con nombre falso. Como la maleta que llevaban a bordo era pesada y en ocasiones las azafatas se quejaban del exceso de equipaje, mi padre ordenó que al menos un joven viajara en el mismo vuelo para ayudarles a subir la valija al portaequipaje. Lo demás era fácil porque prácticamente todos los puntos de control del aeropuerto habían sido sobornados, así que llegar hasta el mismísimo avión con la droga en la mano no representaba riesgo alguno.

La corrupción hizo posible semejante juego de precisión. Y es que la cadena era larga: los empleados de la aerolínea estaban aleccionados para que en el momento de hacer el check-in de los pasajeros señalados no se les requiriera ni pasaporte, ni visa, ni ningún otro documento y se les imprimiera el pase de abordar. Por supuesto que la mayoría de autoridades migratorias —en aquel entonces el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS— también estaban involucradas, porque en cada vuelo a Miami viajaban en promedio diez mulas cargadas de droga que no sufrían el menor inconveniente o retraso. Luego, los

policías encargados de requisar a los pasajeros y sus equipajes de mano permitían el paso de las jóvenes y bellas mujeres que les mostraban una amplia sonrisa. Por último, los empleados de la línea aérea encargados de verificar los pasabordos y autorizar el ingreso a los aviones, se hacían los de la vista gorda y omitían chequear los pasaportes. La ruta del ‘Tren’ funcionaba como un reloj.

Una vez las ‘mulas’ estaban en la aeronave, sus nombres eran dictados por teléfono a un enlace en Bogotá y este a su vez llamaba a Miami a reportarles los datos a los agentes antidrogas para que estuvieran pendientes de recibirlas. A la llegada al aeropuerto internacional de Miami, casi cuatro horas después, las ‘mulas’ eran separadas del resto de los pasajeros del vuelo, como si se tratara de un control de rutina. No se hacía mucha algarabía para no despertar sospechas porque la tradicional afluencia de turistas hacía que todo lo que ocurriera allí pareciera normal. Pero era una farsa porque los agentes de chaqueta y distintivos de tres letras conducían a las bellas mujeres por áreas de acceso restringido del aeropuerto, hasta llegar a unas escaleras de emergencia. Una vez en ese lugar, una parte del grupo bajaba por ahí y

otra lo hacía por un ascensor hasta llegar a una zona de estacionamiento. En ese instante todas las ‘mulas’ estaban obligadas a entregar su equipaje de mano para que los agentes antidrogas contaran kilo por kilo para calcular la comisión que les sería entregada ese mismo día. Acto seguido, las ‘mulas’ caminaban hasta la salida de pasajeros donde eran recogidas en varios vehículos de la organización de mi padre en Estados Unidos.

Una de las mulas que durante ocho meses trabajó para la ruta del ‘Tren’ le relató a mi padre que una vez ellas entregaban el maletín y los funcionarios de la ‘Agencia’ contaban la cocaína, la acomodaban en el baúl de un viejo automóvil cuyo conductor era una mujer que bien podría tener sesenta años. Luego, la señora de cabello blanco salía tranquila en su carro y unos kilómetros más adelante se encontraba con los hombres de mi padre, que llevaban el dinero en efectivo para pagar el ‘peaje’. Solo en ese momento les devolvían los maletines. Con un promedio de 400 kilos de coca ‘coronados’ por viaje, la mujer podía recibir cada vez poco menos de un millón y medio de dólares. En uno de tantos viajes, una mula novata se confundió y pensó que tenía que seguir la cola de migración, como se hace normalmente, pero terminó perdida entre la multitud de pasajeros que circulan del aeropuerto de Miami, como siempre abarrotado de turistas. Cuando los agentes antidrogas hicieron el conteo de personas, descubrieron que les faltaba una y se llevaron un gran susto. No tardaron

en encontrarla. Pero no contento con el éxito de la ruta del ‘Tren’, a mi padre, que disfrutaba de hacer trampa, se le ocurrieron dos maneras para engañar a los ‘gringos’: primera, que las ‘mulas’ llevaran más droga de la que iba en los maletines de mano porque los agentes no las requisaban; segunda, hacer los paquetes más gruesos, de kilo y medio cada uno, porque los agentes los contaban, no los pesaban.

Estas son las cifras que llegó a manejar la ruta del ‘Tren’: dos vuelos semanales Medellín-Miami, con un promedio mínimo de 10 personas por viaje. Cuarenta kilos de cocaína en el equipaje de mano representan 400 kilos de cocaína por viaje, es decir, unos

3.200 kg por mes. Esto significa que en los tres años de operación de la ruta entraron a Estados Unidos algo así como 96 toneladas. En aquella época el costo de un kilo de cocaína en Colombia era de alrededor de 1.000 dólares, pero sumados el flete, los gastos de transporte y la ‘mordida’ de 3.000 dólares por cada kilo, a las autoridades, tendría un costo final de unos 7.000 dólares. En el sur de La Florida el valor comercial de cada kilo era entonces de 13.000 dólares, pero en Nueva York ese mismo kilo podría costar hasta

30.000 dólares. Haciendo una proyección de esos valores, no es exagerado asegurar que mientras duró, la ruta del ‘Tren’ le produjo 768 millones de dólares en ganancias al cartel de

Medellín. Por lo anterior, no resulta descabellado un comentario que escuché en plena época de oro de mi padre, según el cual hubo muchos fines de semana en los que él se metía al bolsillo hasta setenta millones de dólares, todo gracias al vicio que consumían los estadounidenses.

Pero si estas cifras suenan más que rentables para el cartel de Medellín, mucho más lo son para los carteles mafiosos locales, pues son los dueños de los canales de venta al menudeo en las calles estadounidenses. Los consumidores no se dan cuenta, pero ellos hacen más rentable la cocaína proveniente de Suramérica porque los distribuidores aumentan su volumen al someterla a un proceso conocido como ‘corte’, según el cual degradan su pureza al agregarle aspirinas, cal y hasta vidrio molido. Por cada kilo de

alta pureza que les llega desde Colombia, los narcos locales sacan a las calles hasta cuatro kilos ‘cortados’ o más.

En otras palabras, mientras el cartel de Medellín ganaba 768 millones de dólares, las organizaciones mafiosas que operaban en Miami obtenían cuatro veces esa cifra: 3.072 millones de dólares. Al final de esta compleja operación ilegal, los agentes recibieron cerca de 288 millones de dólares durante ese tiempo, mucho menos que los otros eslabones de la cadena. Una anécdota recrea la confianza que llegó a generar la ruta del ‘Tren’: familiares de algunos capos cercanos a mi padre la utilizaron cotidianamente para ir de paseo y de compras a Estados Unidos, en viajes que no duraban más de dos semanas.

Increíbles historias como las que acabo de revelar tuvieron como protagonista a mi padre, que lo único que hizo fue pasar por encima de las políticas prohibicionistas que hoy todavía continúan garantizando la alta rentabilidad de un negocio que ante todo se nutre de su gran poder corruptor. Por eso es que las organizaciones mafiosas mantienen su enorme poder en todo el planeta. En la medida en que el mundo persista en su vieja visión guerrerista, lo único que logrará es potenciar aún más a los delincuentes. Pero más importante aún es aprender a convivir por el resto de nuestros días con las endebles alternativas que suponen las drogas legales e ilegales, disponibles por igual porque estarán ahí, al vaivén de la oferta y la demanda.

 

Por Redacción Actualidad

 

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