La oralidad como respuesta

Es con la palabra pronunciada con la que los niños empiezan a descifrar el mundo que los rodea. Y es de allí, de esas voces, de donde van extrayendo los conceptos que los van convirtiendo en sabedores.

Luis Germán Perdomo
01 de octubre de 2018 - 03:00 p. m.
Getty Images
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Me pregunto si al momento en el que estoy escribiendo estas notas, algún genio de la programación persista en el intento de establecer la entrada, el proceso y la salida de un algoritmo de encaminamiento con el que encontrar y descifrar el sentimiento último y primero que los poetas, los escritores y los artistas involucran en sus obras. Lo sé de cierto que no lo logrará. Pero, por si acaso, porque conozco del empeño de los tercos, le deseo la peor de las suertes.

Bien que estoy de acuerdo con Marc Prensky, inevitable no estarlo. Sé de la existencia de esa nueva generación que trae consigo una mezcla de habilidades cognitivas diferentes a las de sus predecesores, a los que él denomina los Nativos digitales, porque han nacido y se han formado utilizando el lenguaje digital de los videojuegos y la internet. Lo mismo que denomina Inmigrantes digitales a los que, movidos por la necesidad de estar al día, han tenido que actualizarse. Sé también, como lo afirma William D. Winn, director del Centro de Aprendizaje, Laboratorio de Tecnología de Interfaz Humana de la Universidad de Washington, que los niños que se han criado y se han desarrollado a la par que el computador o la tableta “piensan de forma diferente al resto de las personas. Desarrollan mentes hipertextuales. Saltan de una cosa a otra. Es como si sus estructuras cognitivas fueran paralelas, no secuenciales”.

Pero también sé que esos Nativos digitales y más aún los inmigrantes digitales, quienes, según Prensky, por más que nos hallásemos adaptado, al entorno y al ambiente, guardamos una cierta conexión con el pasado, mantenemos juntos la condición de “escuchadores”.  Fue la voz la que nos brindó el primer asomo al imaginario infinito de la fantasía. Fue con ella que alcanzamos las primeras emociones que nos llevaron a saber del sentido de lo humano, de la ternura como especificidad de los individuos, de la alegría, de la indignación, del amor, de la alegoría del triunfo sobre los infortunios y de las maneras todas como la humanidad se ha enfrentado a las adversidades de la vida.

Es con la palabra pronunciada con la que los niños empiezan a descifrar el mundo que los rodea. Y es de allí, de esas voces, de donde van extrayendo los conceptos que los van convirtiendo, poco a poco, en sabedores. Situación esta que los hace protagonistas de su entorno y portadores de la más profunda significancia de la otredad.

Carlos Lomas, en su intento por develar los hilos que entretejen el deseo de leer, apunta a que es “quizás un deseo cuyo origen esté oculto y cuyo itinerario a lo largo del tiempo obedezca a una sutil dialéctica entre el azar y la voluntad”. Yo apostaría, sin cautela alguna, a que en esa dialéctica el azar va desapareciendo en la medida en que los alumnos van siendo conquistados, como nos lo dice Juan Mata, nombrado por Lomas en su magnífico ensayo acerca de la utilidad de la literatura: “Nuestra obligación es actuar siempre con la suposición de que todos los alumnos pueden ser conquistados. La educación sucede en los arenales de la playa, en la zona de contacto entre el agua y la tierra, entre lo que podría hacerse y lo que puede hacerse, entre lo conveniente y lo posible, entre el saber y el saber hacer”. Para esa conquista, parafraseando a Mata, considero: primero, que es necesario ejercerla en el terreno de los campos florecidos por los que corre la infancia, que no son otros que la irrestricta imaginación y la creatividad, por los que también deambulan de continuo los adolescentes, y segundo, blandiendo los argumentos de la viva voz, porque los alumnos, antes que nada, son básicamente escuchadores, pues de allí provienen.

Es a ese plano, entonces, al que se deben llevar las clases de literatura, a la oralidad. Ya tendrán estos nativos digitales la oportunidad de esgrimir sus incomparables habilidades en otras asignaturas no menos importantes. En los primeros cursos de literatura los alumnos deben ir al aula, antes que nada, a escuchar, pues son eso, “escuchadores”. La literatura debe ser contada, narrada, detallada de la misma manera que fue escrita, pues hay hechos tan cotidianos e invisibles que suelen ser significativos, y debe hacerse desde el origen primigenio que la precede, es decir, la preliteratura que no es otra cosa que la oralidad. Es aquí en donde el profesor debe conquistar al alumno, si lo logra, el camino hacia la lectura quedará expedito y su condición de sabedores, innegablemente fortalecida.

Al tiempo que esto escribo, escucho a lo lejos el sonido avizor de un avioncito de ala baja de un solo motor que se aproxima. Cada vez lo siento más cerca. Ahora, sobre mí, volando en círculos perfectos, alcanzo a escuchar que en la cresta de olas de viento que produce su hélice incondicional, me vienen las primeras letras de un libro que leo de continuo y cada vez que lo hago me abandono a un imperio de sensaciones puras. “Viví así solo, sin nadie con quien hablar, verdaderamente, hasta que tuve una avería en el desierto del Sahara, hace seis años. Algo se había roto en mi motor…” Si, tiene usted razón, es el comienzo de ‘El Principito’.

Vargas Llosa, sabedor como es del oficio de escritor y conocedor también de muchos de los secretos que envuelven el arte de narrar, afirma que “la oralidad contribuyó de manera decisiva a impulsar la civilización desde las épocas de la caverna, el canibalismo y las pinturas rupestres hasta el viaje de los hombres a las estrellas”. Y es que, agregaría yo, como la imaginación y la palabra vienen juntas, han sido ellas las encargadas de encaminar la más antigua de las aspiraciones de la humanidad: el deseo ferviente por construir un mundo en el que quepamos todos y en el que podamos ser felices en la diferencia.

Espero que al momento en el que termino esta sencilla disertación, ustedes, al igual que yo, sigamos cruzando los dedos para que el genio este del que les hablé al comienzo aún no pueda encontrar las claves con las que descifrar la manera de que con un algoritmo se pueda llegar a la esencia misma de los más puros sentimientos humanos, esos que solo pueden ser desatados con la voz y la palabra. Si llegara a lograrlo, estaríamos irremediablemente perdidos y nadie nos salvaría del desastre.

 

Por Luis Germán Perdomo

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