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Paranoia y soledad

Esta mujer, que vivió 25 años en un lote de Suba entre ratas y residuos, padece esquizofrenia desde 1979.

Santiago Valenzuela
20 de enero de 2013 - 12:14 a. m.
Ernestina Martínez les pide a los médicos del Hospital Simón Bolívar que la dejen volver a casa.  / Fotos: Andrés Torres - El Espectador
Ernestina Martínez les pide a los médicos del Hospital Simón Bolívar que la dejen volver a casa. / Fotos: Andrés Torres - El Espectador

En 1986 Ernestina Martínez emprendió un viaje por las calles para construir su reino. Deambulaba por las esquinas de Suba con un costal en la mano, que llenaba con todo lo que se le cruzara por el camino: comida desperdiciada por los restaurantes, botellas, camisas, pantalones y faldas raídas. Los vecinos le llamaban a eso basura; ella decía que eran tesoros. Con 14 toneladas de desechos diseñó el templo sagrado en el que nadie podía irrumpir: ni su familia ni los vecinos ni la policía. Sólo las ratas eran bienvenidas.

La fantasía comenzó a desvanecerse el pasado 12 de enero. Ese día, en la puerta de su casa, la esperaba Marisol Perilla, alcaldesa local. Ernestina miró su casa llena de ratas y desperdicios, y aceptó: “Sí, estoy sola como un perro”. Esa noche no dormiría junto a los roedores ni vería el esqueleto de un gato sobre el estante oxidado. El reino se derrumbaba.

Una ambulancia psiquiátrica la llevó al Hospital Simón Bolívar. Ante la ausencia de su dueña y ama, las ratas se escondieron en un túnel que había construido con basura para protegerse de “ladrones y violadores”. Cinco días más tarde recolectores de Aguas Bogotá habían desocupado la casa; 17 ratas murieron.

La calle tuvo que ser cerrada temporalmente. Eran 25 recolectores que sacaban del laberinto bolsas de basura con latas de atún, colchones, residuos fecales, cadáveres de roedores, gatos y culebras. El olor causaba náuseas y la piel se enrojecía al tocar las paredes.

No se sabía nada de ella hasta cuando El Espectador reveló su existencia y cuando llegó al hospital. Su edad era un misterio: vecinos y familiares decían que tenía 78 años, pero los médicos desempolvaron algunos documentos que revelaban que tenía 76. El primer parte médico decía que la anciana padecía de esquizofrenia. Sus cinco sobrinos escucharon la noticia y llegaron al lugar: “Ellos no tienen recursos para cuidarla y están de acuerdo en que le asignemos un hogar geriátrico. Estamos preocupados porque el trámite del albergue podría durar tres meses”, reconoce la alcaldesa.

“Pero, más allá de eso, ¿qué será de mi tía? ¿Dónde va a estar mientras tanto? No la podemos dejar sola en una sala con enfermos”, responde una de las sobrinas que prefiere mantener su nombre en reserva. A la discusión se sumaba la voz del doctor y coordinador del área de urgencias, Ronald Prado: “La paciente necesita un centro de protección para la salud mental. Ahora le hemos aplicado un tratamiento, pero presenta una esquizofrenia residual. Persiste su trastorno psicótico y eso dificultaría que ustedes, los familiares, la cuiden”.

Mientras eso sucedía, Ernestina miraba un punto fijo en el suelo desde una silla en el área de urgencias del hospital. El doctor Pardo se acercó para decirle que los 25 años de vida en un basurero no habían dejado ningún rastro en su salud física, sino en su salud mental. Ernestina frunció el ceño: “Yo no tengo eso, no señor, yo no tengo esquizofrenia. Allá donde vivo, por Tibabuyes, están dos hermanos míos. Yo soy ignorante, no sé leer, pero no tengo ninguna enfermedad. Dígales a mis vecinos que estoy bien. No soy familiar de muchas personas, pero me quieren, algunos de ellos familiares, otros no”.

¿Por qué Ernestina decidió vivir entre ratas y basura? La primera hipótesis era el síndrome de Diógenes, un trastorno que padecen en su mayoría los ancianos. Los síntomas: aislamiento social, insalubridad, actitud distante, desconfianza, rechazo de la ayuda externa y acumulación de basura en casa. Según un informe de la organización civil de Servicios Católicos Comunitarios, más de un millón de australianos padecen este síndrome. En España, el 3% de la población mayor de 65 años lo sufre.

La diferencia con la esquizofrenia no es muy grande. La psiquiatra María Fernanda Cujiño cree que en el caso de Ernestina se trata de una esquizofrenia heredada: “Esto tiene un componente familiar importante. Las personas que desarrollan esquizofrenia muchas veces tienen padres ambivalentes. En su cerebro, los niños no entienden el mundo, no lo ven claro”.

Uno de los recolectores de basura que desocupó la casa de Ernestina encontró un papel del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar de 1979. Allí quedó escrito su padecimiento: le habían diagnosticado esquizofrenia. El documento descansaba debajo de un colchón y encima de una culebra de tierra. En ese mismo lote de dos cuartos y un pasadizo en donde se erguían murallas de basura había muerto su padre: Milciades Martínez Vargas. Salvador Martínez, su hermano menor, aproxima el año del fallecimiento: 1979.

Los hermanos de Ernestina buscaron casas aledañas en el sector de Suba. Cada cual conformó su familia y Ernestina heredó el predio de su padre.

Desde entonces en la cara de Ernestina se veía agresividad, angustia, ansiedad, paranoia y confusión. “Creía que la íbamos a envenenar. Empezó a ver enemigos en todo lado y no dejaba que nadie visitara su casa. Cuando veía televisión sentía que las balas que disparaban en las películas de acción le dolían a ella también. No distinguía una cosa de la otra y empezó a acumular basura”, dice una de sus sobrinas.

La familia Martínez llegó a Bogotá en 1976. Ernestina cuidaba de su padre en un lote en el barrio Villa María, mientras sus hermanos, Euclides y Salvador, trabajaban en el acarreo de bultos de papa. “Ella se trazó su propio destino. Nunca consiguió pareja, nunca quiso tener hijos”, dice Salvador.

En la década de los 80 Ernestina dividía sus días en paseos por las calles y visitas a sus familiares. Esa rutina la aburriría pronto y no tardaría en acumular basura. Cuando Salvador le preguntaba por los roedores que se asomaban desde las montañas de basura, ella respondía: “No me hacen nada, déjeme, este es mi ranchito”. Ocultó, durante 20 años, que una de las ratas la había mordido. Fue un médico del Hospital Simón Bolívar el que les revelaría a los familiares dos visitas de Ernestina a la sala de urgencias por heridas causadas por los roedores que, según ella, la protegían.

En la noche la anciana iluminaba su cuarto amurallado con una vela. No había espacio para caminar más allá de la superficie arenosa de su habitación. Cuando los familiares y vecinos notaron que la cueva de Ernestina se había desbordado, buscaron ayuda en instituciones distritales y estatales que jamás respondieron. Una o dos visitas de la Policía fue todo lo que lograron conseguir.

Llenando costales a diario logró construir un túnel por el cual se escabullía. Había diseñado un laberinto de basura por el cual ningún malhechor podría pasar. José García, su vecino, relata que Ernestina decía que era jovencita, que no quería que nadie la violara: “Para eso tenía las ratas. Hablaba con ellas, compartían la comida, la cama. Ellas la protegían de cualquier daño”.

Salvador, de 71 años, cuenta que su hermana tuvo que hacerse cargo del hogar a los nueve años: “Cuando Euclides tenía siete años nuestra mamá murió. Fue muy duro porque mi papá se iba dos veces para Bogotá a buscar el sustento y a Ernestina le tocaba cuidarnos y cocinar”. Estas escenas transcurrían en la ciudad de Sogamoso, 210 km al noreste de Bogotá. “Nosotros fuimos criados en una pobreza muy tremenda en el campo. Nosotros no tenemos nada. Ninguno estudió, todos somos analfabetas. El más aliviado soy yo, porque Euclides también sufre de esquizofrenia”.

El trauma apareció el año en que murió su madre: “Mi abuelo se iba de la casa y los dejaba solos. Una tarde, mientras cocinaba, uno de los campesinos que vivía cerca vino y revisó que la casa estuviera vacía. Notó que Ernestina estaba indefensa y la violó”.

Sollozaba en su habitación sin que nadie la escuchara. Tenía miedo. “Fueron muchas veces. Ella se iba a recoger agua en las veredas, a buscar cubios y los vecinos se acercaban y la volvían a violar”, recuerda su sobrina. Ernestina nunca dijo nada. El temor ante la reacción de su padre nunca le permitió confesarse.

El último recuerdo que Ernestina compartió con su familia fue su primera visita a Bogotá. “Llegué porque estaba muy enferma. Tenía mucha fiebre y mi papá me mandó para el médico. El señor me miró y me preguntó de qué sufría. Me desvistió y me violó”.

De este infierno se sentía protegida por las ratas.

Por Santiago Valenzuela

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