Vengo de meses de absoluta dicha, una dicha que abracé como un regalo luego de tantas búsquedas y hallazgos frágiles. De desencuentros y desesperanzas. Además, ahí estaba él. Un ser increíble con el que empecé a creer en talismanes, en secretos y en la fascinación de las simples cosas, pero de a dos. Un dos que no sigue reglas o formatos. Dos que no somos solo dos, con conocimiento de causa.
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Tantas fortunas en tan pocos actos. “Es más mío lo que sueño que lo que toco”, es uno de mis mantras de Drexler, y sí, sí que he soñado a su lado. Parece que el tiempo solo es espuma que se deshace bajo las plantas de mis pies y este sentimiento. Y el amor, el amor es el océano mismo que nos devora y nos absuelve de toda culpa y dolor. Recuerdo su primer beso tanto como el último. Y todas esas noches en las que durmiendo a solas anhelé estar en su regazo, ad portas de su caricia, de sus ojos de noche para amanecer. Recuerdo el sabor de sus labios a fruta madura y la destreza en que desnudaba cada una de mis historias y tramos. La fascinación de su nombre, su verbo y su carne. Esa forma de hacerle quite a la vida y las fronteras. Ese coraje de lanzarnos al vacío frágiles llenos de quiebres, inseguridades y a veces pausas.
Esa entrega de ser movimiento en esos días en los que todo pasaba en cámara lenta. Esa dulzura de lo cotidiano y de querer vivir un ratito para siempre, pese a estar llenos de torpezas e incertidumbres. Llamarlo amor, frenesí, deseo, anhelo, quimera, epifanía. Escuchar su voz mientras leo los poemas que jamás le entregaré o besar otros labios sabiendo que no serán los suyos, mientras mi corazón está en la misma pausa que ahora.