El Magazín Cultural
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Andrés Bayona y las virtudes de la terquedad

Andrés Bayona, director del Bogota International Film Festival, habla sobre sus orígenes y las decisiones que tomó para pasar de la Ingeniera Civil a la gestión cultural.

Laura Camila Arévalo Domínguez
11 de octubre de 2020 - 01:30 a. m.
El Bogota International Film Festival, evento  dirigido por Andrés Bayona, se inauguró el pasado 8 de octubre y culminará el próximo 14 del mismo mes.
El Bogota International Film Festival, evento dirigido por Andrés Bayona, se inauguró el pasado 8 de octubre y culminará el próximo 14 del mismo mes.
Foto: BIFF - Bogota International Film Festival

“Supongo que uno tiene una sensibilidad artística, yo qué sé”, respondió Andrés Bayona cuando se le preguntó el porqué de su cercanía con el arte desde que era un adolescente. Desde antes de que se iniciara la conversación, el error fue asumir que Bayona, gracias a su desparpajo, hablaría con fluidez de su vida. La equivocación fue pensar que sus respuestas sobre él serían igual de precisas y detalladas a las que da sobre el Bogota International Film Festival (BIFF), evento que dirige. No. Bayona, al principio, no se acordaba de nada. Las preguntas le parecían extrañas. Se sentía encartado cuando tenía que responder por detalles de su niñez y desprevenido cuando creía que tenía que dar respuestas más elaboradas sobre el arte, el cine o la vida. Al final, con recelo y esquivando cada intento por acercarse, se expuso.

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Nació en Bogotá, tiene dos hermanas y es ajeno a las historias de algunos bogotanos que tienen sangre costeña, paisa, santandereana o de cualquier otro lugar que no sea la capital. Sus padres y los padres de sus padres son “rolos, rolísimos”. “Mis papás, como los de cualquier familia, trabajaban”, dijo. ¿Y en qué trabajaban, Andrés? le pregunté. “Pues en la finca, con las vacas”, respondió. La finca quedaba en Funza y allá vivían y de allá salían todos los días hacia el Gimnasio Moderno, en Bogotá, colegio en el que estudió. Después de salir de clases, los niños se iban para la casa de los abuelos a esperar a que los recogieran para volver a Funza. Y llegaba el sábado… “Eso era una jartera porque yo, cuando era un adolescente, quería estar en Bogotá”. ¿Y en la finca qué hacían usted y sus hermanas? ¿A qué jugaban?, volví a preguntar. “Yo la verdad no me acuerdo, pero seguramente agarraba un palo y lo convertía en nave espacial. Me aburría mucho”, contó.

Bayona no extraña los paisajes montañosos, el olor a campo ni los mugidos de las vacas; añora el teatro, los cines y los museos. Dice que estar vivo es ver movimiento alrededor del universo cultural de la ciudad. Su hogar está cerca del cemento.

Después de decir que la pregunta por el arte era igual que pedirle que explicara por qué su sabor favorito de helado era uno y no otro, retomó el tema y contó que su bisabuela, Sofía Nariño, hablaba mucho de los bailes que hacían en el Teatro Colón. Y que era muy “operática y zarzuelera”, además de que tenía dos canarios que lo confirmaban: uno se llamaba Rigoletto y del nombre del otro no se acordó. Finalmente, concluyó que su tendencia a las artes la heredó de su mamá, que a su vez heredó ese gusto de su abuela.

Bayona se graduó siendo parte del coro polifónico del colegio en medio de una misa con orquesta sinfónica juvenil. Todo lo organizó él junto con algunos compañeros, así que fue el primer evento cultural que gestó. Es cantante tenor y ha pasado por “todos los coros de Bogotá”. Daniel Castro, director del Museo Nacional, tuvo un coro llamado Amici, y ahí entró Bayona. Después uno que se llamó La Insalata, y ahí entró Bayona. Cantaban las “insalatas” de Mateo Flecha, música antigua que tiene algo en catalán, castellano y latín. En el grupo había directores de museos, profesores de inglés, físicos nucleares, banqueros y directores de festivales de cine.

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“Entré a la Universidad de los Andes a estudiar Ingeniería Civil porque me encantaba esa carrera. Era la explicación de cómo funcionaban las cosas y a mí eso me fascinaba”, dijo, y se emocionó recordando que, además de ver las materias obligatorias de su carrera, brincó a la arqueología, la biología, la antropología y la arquitectura. Y por eso se demoró seis años en terminar y por eso extraña la universidad. Después se graduó.

Cuando salió de la universidad lo contrataron en Inversiones Bogotá, compañía en la que fue ingeniero de planeación y control. “La utilidad tiene que ser esta, Andrés, usted verá”, le dijeron, y comenzó a entender que lo que sabía no tenía nada que ver con la práctica. Aprendió sobre la marcha. Después se fue para Prodesa, una constructora en la que lo contrataron como gerente de ventas. ¿Y cómo llega un joven recién graduado e inexperto a ese cargo, Andrés?, pregunté, “Ah, yo no sé. A mí me llamaron y yo fui. Lo que sí creo es que hay que tener el ‘palito’ para vender”, respondió.

¿Y el arte? ¿Cómo fue que llegó al Ministerio de Cultura, después a Proimágenes y luego a ser el director de un festival de cine?

La cultura se me atravesó como un muro. Fue de frente. Justamente en ese trabajo comencé a preguntarme eso que acabamos de hablar: cómo así que yo tan joven y ya de gerente. Yo no quería eso, así que renuncié y quedé con un brazo atrás y otro adelante, porque yo quería integrarme a algo que tuviera que ver con cultura, pero no quería ser artista. Y además, ¿quién me iba a contratar si yo era ingeniero?

*

Bayona, después de su crisis de carrera, fue invitado por Gloria Zea a una cita en la que le presentó a Miguel Durán, quien en ese momento era subdirector de Colcultura. Después se fue a estudiar Administración Cultural en la Universidad de Barcelona. Volvió porque Durán lo llamó para trabajar en el nuevo Ministerio de Cultura.

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En la naciente cartera trabajó como asesor del viceministro, cargo en el que conoció a artistas como la barranquillera Esthercita Forero, que le cantó mientras él se preguntaba qué hacía ahí y cómo había llegado. Dos años después pasó a ser el director de la Orquesta Sinfónica de Colombia y la Banda Sinfónica Nacional, “un chicharrón para resolver porque no rajaban ni prestaban el hacha. No pude hacer mucho allí”. No alcanzó a cumplir el año. Pasó a la dirección de cine del Ministerio de Cultura, su primer contacto con la industria.

“No tenía ni idea de nada y mucho menos entendía el cine como arte. En el 2000 me echaron del Ministerio de Cultura por una reestructuración y fue cuando me encontré con Claudia Triana, que me llevó a Proimágenes y me quedé hasta 2015. Ahí aprendí todo. Éramos tres gatos con unas películas y una casa, nada más. No teníamos plata y tuvimos que aprender a venderlas, así no se pudiera con el 95 % de las producciones, por problemas de derechos de autor. El sistema de convocatorias lo implementamos cuando empezamos a recaudar desde Proimágenes la cuota para el desarrollo cinematográfico. De la pregunta ¿cómo movemos el talento que no ganó, pero que es muy bueno? nació el Bogota Audiovisual Marketing”, contó.

¿Y entonces? ¿Cómo aprendió a vender las películas, a promocionarlas, a saber qué hacer para que llegaran a Toronto, Berlín o Cannes?

Sobre la marcha. Lo que sé lo he aprendido de manera empírica. No hay ninguna universidad, instituto ni taller que te enseñe cómo se distribuyen las películas ni cómo se promocionan.

¿Qué hizo después de que salió de Proimágenes?

Me contrató el Festival de Cannes y Ventana Sur, en Argentina.

¿Cuál es su trabajo en Cannes?

Hay una cosa que se llama el Producers Network, que está diseñado para productores que están en búsqueda de financiación de sus proyectos. Tienen que pagar 600 euros para desayunos de trabajo. En una playa en un sitio precioso, hay veinte mesas de diez personas y todos los días hay una programación distinta. Cada mesa tiene un invitado y un moderador. Esa es mi función: moderar para Latinoamérica. Es una maravilla, porque a la larga el cine es una labor colaborativa: uno necesita el guion, el otro el director, los actores, el equipo. Las relaciones en esta industria son muy importantes.

*

¿Cree que ha sido afortunado, Andrés? Usted era un ingeniero civil y saltó al gremio de una forma tan sencilla… le dije. Y casi que sin dejarme terminar, me dijo que no. Que no cree en eso. Que para él la suerte no existe y que uno es el resultado de su trabajo y su terquedad. Le insisto: claro, pero es que hubo una serie de casualidades que se le atravesaron para que usted llegara a gestionar cultura, y de nuevo me dijo que no, que aún no habíamos hablado de los fracasos, y que puede que esas puertas le hubiesen funcionado, pero que no todo había sido “color de rosa”. ¿Cuáles fueron las cosas que no le salieron bien?, le pregunté. “No he pensado en eso”, respondió.

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Después de que Bayona salió de Proimágenes, decidió que quería formar una empresa. De esa intención nació el BIFF, que cada año consigue las películas que consigue e invita a los que invita, justamente, por las relaciones que su director ha cultivado a lo largo de los años.

¿Qué es lo que más lo pone orgulloso del BIFF?

Podría decir que su espíritu joven y otra cosa que para mí es vital es la clave: toda su junta directiva, sus socios, su equipo, todo el mundo tira para el mismo lado.

¿Y cuál es ese lado?

Que este festival se convierta en el mejor de Latinoamérica. Que siga haciéndolo todo para que los jóvenes se formen y para que su público acceda a los mejores filmes que se produzcan.

*

Al terminar y con mucha más soltura, Bayona recalcó que el festival que dirige es importante porque respeta a su público, conoce su criterio y pretende alimentarlo. Está convencido de la necesidad que tienen todos los bogotanos de acceder a la cultura.

Además de lo obvio, del sostenimiento, ¿por qué las boletas para entrar al festival no son gratuitas?, le pregunté, respondió que de ese modo la cultura perdía valor. Que el cine tenía sus costos, como cualquier otra industria, y que la cultura gratis era una falacia. Después aterrizó en la economía naranja. Comentó que había cierto tipo de cosas en las artes que no podían ser rentables y que no tenían por qué tener la responsabilidad de serlo. Recalcó que la cultura no funcionaba así y que no debía basarse, únicamente, en su rentabilidad económica, pues en todos los países recibía subvenciones.

Andrés, ¿por qué le dicen “rata”?

Ni loco, no pienso decir nada más.

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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