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William Ospina

Con el premio Rómulo Gallegos el tolimense recibió uno de los más importantes reconocimientos de las letras americanas. No obstante, su patria sigue siendo la poesía.

Nélson Freddy Padilla* Editor Domingo, El Espectador
12 de diciembre de 2009 - 09:05 p. m.

El Premio Rómulo Gallegos por su hermosa novela El país de la canela, la trascendencia hispanoamericana de su poesía, de sus ensayos y de sus conferencias, que lo exaltaron como uno de los personajes de la cultura colombiana en 2009, ameritan explorar el origen de la obra de uno de los escritores más importantes de nuestro medio.

Más que personalmente, conozco a William Ospina a través de sus libros, de sus columnas y del “jardín de encuentros”, como llama a internet. Antes de sentarme a tomar un café con él, primero en la revista Cambio, luego en la revista Cromos y ahora en El Espectador, ya lo percibía cercano porque desde hace 12 años siempre me ha correspondido la suerte de recibir sus columnas de opinión y leerlas antes que cualquier otro lector. Casi nunca he estado en desacuerdo con su forma de ver el país y el mundo. La técnica narrativa, lo que él define como “la delicada búsqueda de la palabra justa”, el manejo puro y profundo del idioma, hacen su discurso universal. Gracias a esa capacidad de análisis vertida en brillantes ensayos fue que a comienzos de los años 90 se abrió espacio en los medios escritos como primer escalón para desplegar un talento literario que nació con él, tal vez heredado de las tonadas que le oía cantar a Luis, su padre, “mientras la tarde iba muriéndose en el río”.

Debo reconocerle que he recorrido el planeta imbuido por las visiones de sus experiencias de viaje a través de los cinco continentes, en su metódico afán por “interrogar los enigmas del mundo” para luego volver a “interrogar a Colombia, su memoria y su sentido”. Puede estar “en el más perdido país de los mares”; “cuando en Europa es de día pero es de noche en África”, como en la Canción de los dos mundos; en México metido en la incunable biblioteca de Raúl Ortiz, acompañado de Fernando Vallejo, pero casi siempre se reporta con un texto magistral que justifica dilatar un cierre de edición o concederle más líneas que a cualquier otro columnista. Desde la Feria del Libro de Madrid donde fue el escritor latinoamericano más solicitado, hace tres semanas desde la India, país al que no se ha cansado de ir hasta conocer a fondo la poesía que le inspiró su próximo libro, la semana pasada desde Cuba donde fue el tema de tertulia de escritores e intelectuales que lo escogieron como el personaje de la Semana de Autor de la Casa de las Américas, “alimentar un periódico” lo emociona tanto como parir un verso.

Superó los 20 años de producción literaria aunque la vocación despertó hace 45, cuando a sus manos llegó por accidente La odisea y desde entonces Padua (Tolima) su pueblo, le quedó pequeño. Se subió a un barco sin timón de los feacios y empezó a navegar sin rumbo, sólo con la certeza “de vivir en la lengua, en la abstracción, en la memoria inventiva, en la representación, en la metáfora”. Claro que presionado por la violencia que asedió a su tierra desde los años 50 y lo expulsó a Cali junto con su familia a comienzos de los 60. Se considera un desplazado de los abismos del Páramo de Letras. “Una pequeña hoja en un bosque de horrores”. Por eso cuando habla de guerra lo hace con conocimiento de causa, “indignado por la pasividad con que Colombia se deja matar, por la docilidad con que Colombia se deja robar, y por la estupidez con que Colombia se deja arrastrar por el discurso de sus verdugos”.

Lo recordó hace poco cuando lo acompañé a la Casa de Poesía Silva a una charla con un sugestivo título: “Confesión personal: las influencias de William Ospina”. Ya lo había oído declamando poemas de Borges —lo memoriza desde hace 30 años—, pero lo de aquella noche fue la lección de historia de la poesía más completa a la que haya asistido. La sala abarrotada, él frente al gran retrato de José Asunción Silva, declamando en español, francés e inglés. Y nunca se apoyó en el yo sino en sus maestros.

Dio gracias a los griegos y a Homero por ser el padre de los poetas de Occidente; a Rubén Darío por convertirse en su libertador; a los demás latinos como Borges, por abrirle los ojos y ser “mi lazarillo en la noche de la literatura”; a Neruda por imprescindible, por enseñarle la naturaleza y la política, declamó El gran océano; a Barba Jacob, quien le reveló la poesía verdadera en la biblioteca de su amigo Fabio Ramírez en Usaquén; a Fernando Vallejo por El mensajero, la gran biografía de Barba Jacob; a León de Greiff por sus tonalidades; a Aurelio Arturo, una de sus obsesiones; a los árabes por haber influido en Góngora y Góngora en él, para entender la sonoridad y musicalidad del verso; a Víctor Hugo por ponerlo en diálogo con la historia, por su poesía política, por su fuerza para opinar; a Baudelaire por sacudirlo con Las flores del mal; a Rimbaud por haber marcado el destino de la poesía moderna, recitó El barco ebrio; le agradeció a Andrés Holguín haberlo acercado a las mejores traducciones del francés cuando no sabía leerlo; a Verlaine por las tertulias callejeras y las fiestas largas de Menilmontant —recorrió París tras la doble sombra de Rimbaud y Verlaine, por los callejones que dan a la rue Mouffetard, y también encontró la de Víctor Hugo por los arcos de la Place de Vosges, en cambio se perdió buscando la inexistente tumba de Baudelaire en el cementerio de Montparnasse y luego releyó sus obras en la misteriosa biblioteca del ático de Marie Kayser en la rue de Condé—; alabó a los poetas ingleses, Milton, Shakespeare, Spencer, Byron, los monólogos de Brown, la precisión inquietante de Rosetti, al “quebrado manojo de espejos” que heredó de Ezra Pound; también a los poetas alemanes a quienes se acercó a través de la biblioteca y los amigos de Estanislao Zuleta cuando tenía 20 años; a los norteamericanos como Poe, Dickinson, Whitman; a los indios y los poemas de la tradición del Indostán; a los italianos, a las lenguas indígenas. Ahora quiere aprender bengalí porque es la lengua de 400 millones de personas y “toda la poesía del mundo debe estar allí”. Cerró declamando La sierva blanca, el soneto de Borges, firmó decenas de libros, se bajó del atril y bajó para abrazar a sus amigos de tertulia por enriquecerlo y criticarlo. Allí estaba Fernando Denis, otro gran poeta a quien ha levantado de la calle y convirtió en su protegido por sus libros que hechizan y embrujan como pocos.

A Dios no le dio gracias porque no es católico así se haya formado en un colegio franciscano y considere el Padre Nuestro “uno de los más hermosos y misteriosos poemas de la historia” —alguna vez alguien muy culto definió a Ospina como “una mezcla de Lenin y Francisco de Asís”—. Tampoco habló de su hermano Jorge con quien devoró toda la mitología de las historietas de los años 60, ni de cuánto lo influyó la sátira de Boggie el aceitoso. No malgastó labia en “los políticos y las élites que instituyeron el estigma de la marginalidad y de la ignorancia”, que volvieron la educación inaccesible. “Los gamonales de provincia que arrean a la gente como siervos de la gleba, son los primeros culpables de que en Colombia se haya perpetuado la Edad Media a través de una sociedad estratificada en gigantescos termiteros en las ciudades y sitiada o desterrada en los campos por la barbarie feudal de guerrilleros, paramilitares y mafiosos”. A estos personajes sólo los invoca en sus columnas para insistir en que sólo un proceso de paz y no el armamentismo del Estado nos sacará de la postración medieval, del sino de tumbas, exhumaciones y campos de cautiverio, del fratricidio perpetuo. En eso trabaja en silencio con amigos como Mario Flórez. ¡La plegaria de William es La oración de la paz, de Francisco de Asís!

Algunos lo critican por su cercanía al Polo Democrático, otros por su narrativa densa, porque a sus personajes les faltan matices, porque su timidez parece arrogancia, pero no resistirían un minuto de debate cara a cara con él.

Cuando no está inmerso en verso o prosa, cuando se desconecta de la realidad, hay que buscarlo en un museo o en cine, tal vez en la última película de su amor platónico Penélope Cruz. A ella le guarda la dedicatoria de Milton a Dalila: “¿Qué cosa es esta, de la tierra o del cielo?”. Este año ha leído y escrito más en los aeropuertos y en los aviones que en su estudio. En todo caso ya es presa del yugo de crear libros con la intención de generar música como las partituras, de convertir al lector en intérprete. Está por terminar el libro de poesía india con ilustraciones de su amigo Pedro Ruiz y La serpiente sin ojos, la tercera novela de la trilogía sobre las expediciones devoradas por la selva amazónica tras el Descubrimiento de América. Eso requiere talante de cronista de Indias, de ir al pasado y volver “en el barco negro que nos trajo al futuro”.

Al final siempre vuelve a sus raíces, sube a una flota y va en busca de las nieblas espesas de Letras, paisajes de cumbres donde “la piedra ama a la nube”, donde todavía se puede beber agua pura y sentir el viento en la cara, tomar aguardiente sobre bultos de papa en las tiendas, su país “inmenso y desconocido, tormentoso pero entrañable”, donde se inspira con “las canciones de los nidos”, así el miedo siga latente.

Por Nélson Freddy Padilla* Editor Domingo, El Espectador

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