El Magazín Cultural
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Camilo Leyva después de Feliza Bursztyn

Esta es la historia de una relación de influencias y rupturas en términos artísticos.

Sara Malagón Llano
03 de marzo de 2015 - 02:08 a. m.
En esta exposición en la Cámara de Comercio, Leyva quiso plantear una conversación entre la lógica del mundo empresarial y organizacional y el mundo del arte. Su pieza principal era una mesa que podía ser manipulada por el público. /Julián Téllez.
En esta exposición en la Cámara de Comercio, Leyva quiso plantear una conversación entre la lógica del mundo empresarial y organizacional y el mundo del arte. Su pieza principal era una mesa que podía ser manipulada por el público. /Julián Téllez.

Camilo Leyva estudió arte en la Universidad de los Andes. En 2008 hizo una especialización en historia y teoría del arte moderno en la misma universidad y luego se fue a Nueva York a hacer una maestría, también en Arte, en la Universidad de Parsons. Sus estudios se dividen en dos partes: antes de Feliza Bursztyn —artista y primera esposa de su padre, Pablo Leyva— y después de ella. Sus estudios en Colombia giraron en torno a la vida y obra de Bursztyn, una investigación con miras a escarbar en su pasado. Camilo Leyva se fue a Nueva York para aprender, y sobre todo para cortar con ese pasado y buscar su propia manera de hacer arte. En ella, sin embargo, persisten las enseñanzas y algunos procedimientos de Bursztyn.

¿Cuándo empezó su investigación sobre Feliza Bursztyn?
En el pregrado. La idea de la tesis de pregrado fue ver cómo construí una relación con ese legado en todos los términos: en cómo se expresa en escultura, en cómo lo puedo expresar yo en una obra de arte mía y en términos históricos. Empecé a organizar el archivo y trabajar a partir de ello. No fui el primero que hizo eso, por lo menos no con el archivo que compiló mi papá. Eso lo trabajó él junto a la historiadora del arte Carmen María Jaramillo.

Feliza Bursztyn es considerada la precursora de la instalación en Colombia. Usaba chatarra de hierro y desperdicios de acero inoxidable para hacer esculturas en diferentes escalas. Germán Rubiano Caballero dice que Bursztyn “inauguró en Colombia el arte con materiales pobres y siempre prefirió que sus trabajos fueran irrisorios, efímeros y antiestéticos (…). Entre 1961 y 1967 construyó un sinnúmero de chatarras. Si al principio sus trabajos eran tímidos y casi elementales: conglomerados de ruedas, aros, tuercas, pequeñas láminas, deficientemente soldados en torno de un eje vertical, poco a poco se volvieron complejos, ricos, y adquirieron la rara cualidad de transformar el carácter original de los materiales acumulados, así fueran éstos tarros, zunchos, alambres, tuercas o tornillos”.

Mientras Camilo Leyva hacía su especialización en Colombia, el proyecto que estaba trabajando, también sobre Feliza Bursztyn, se volvió una curaduría del Museo Nacional. Leyva tenía 22 años.

¿Qué fue lo que aprendió de Bursztyn?
Aprendí estrategias para acercarme al hacer artístico. Una de ellas es trabajar con lo que hay, con los materiales que uno tiene en frente, no tener excusas. Uno a veces se dice: “Cuando yo tenga x podré hacer y”. Ella decía que la gente que tenía esa estructura de pensamiento no terminaba haciendo nada. Ese principio, hacer la obra a partir de lo que uno tiene a disposición, se evidencia en su  trabajo, en sus esculturas, hechas de chatarra. La leyenda dice que terminó trabajando con chatarra porque aquí en Colombia no se podía hacer fundición, era muy costoso. Se había formado con las herramientas y los procedimientos clásicos de la escultura, sobre todo hacia el fundido del bronce. También aprendí a trabajar directamente con la materia, dejándose uno informar por lo que la materia dice.

Feliza Bursztyn murió en el exilio en París. “Estaba allá con mi papá, el cuento es conocido. Estaban cenando con García Márquez en un restaurante, ella se desmayó y no se volvió a levantar”, dice Camilo Leyva.

Bursztyn tuvo que escapar de Colombia “—como hubiera podido hacerlo el protagonista de El proceso, de Franz Kafka— para no ser encarcelada por un delito que nunca le fue revelado”, dice García Márquez en Los 166 días de Feliza, publicado por el diario El País. “Alguien debió ser bruto como para pensar que Feliza Bursztyn tiene un enorme taller de fundición en el cual han sido forjadas las armas más mortíferas de la escultura nacional, y que con los mismos recursos se hubiera podido fundir un mortero. Lo más ridículo de todo es que mientras los servicios de seguridad buscaban el cañón secreto en el galpón de hierros viejos de Feliza Bursztyn, el hombre que concibió y tal vez dirigió el bombardeo al Palacio Presidencial estaba muerto de risa en un barrio cercano (…) La única vez en que Feliza Bursztyn ha conspirado fue en 1958, y lo hizo junto con las damas más perfumadas de la oligarquía nacional, que se sentaron en medio de la calle para derribar la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, instigadas por los dirigentes de los partidos tradicionales. Desde entonces, Feliza no ha hecho nada más subversivo que convertir en obras de arte los accidentes de tránsito, con una temeridad que le ha costado una limitación pulmonar muy seria por los vapores tóxicos de la fundición”, dice también García Márquez, en Breve nota de adiós al olor de la guayaba de Feliza Bursztyn, artículo publicado en este diario en agosto de 1981.

“Cuando Feliza Bursztyn murió —continúa Camilo Leyva—, mi padre conoció a mi madre, y vivieron en la casa, en el taller de Feliza”. Allí nació Leyva, en medio de eso, de una ausencia omnipresente, pesada, que lo llevó a hacer arte, o tal vez se lo impuso sin saberlo. “Mis juguetes fueron algunas de sus esculturas. Suena muy romántico, pero es la verdad. Su taller fue el lugar donde nací, y todo eso estaba ahí”.

¿Qué encontró escarbando en ese pasado, en esa influencia silenciosa?

En términos del cómo hacer, encontré lo de los materiales, la chatarra. Pero también encontré el espíritu que nosotros los jóvenes artistas tendemos a idealizar, a añorar: el poder de los 60. Lo vi, y lo vi como parte de la vida de Feliza. Revisé también su biblioteca personal, qué se había leído, para conocer lo que estaba más allá de las esculturas, con qué se relacionaba. Ella no hablaba sobre su obra, nunca quiso cubrirla con un discurso. Trataba de que el gesto estuviera ahí, en la escultura, en el objeto físico, y que cada quien viera lo que quisiera.

¿Y cuándo sucedió la ruptura?
En Estados Unidos. Allí quise cortar con ello para buscar realmente qué quería hacer yo en arte, y quién quería ser. En Nueva York viví muchos procesos personales. A partir del planteamiento académico de la universidad terminé enfrentándome a mí mismo, y a mis intereses. Ahora a uno sí lo preparan para el discurso, el artista casi que performa su propia obra para que se engrane dentro de un discurso más grande que está inundado de artistas, quienes, a su vez, están insertos en un mercado, en unas estructuras de poder. Hoy en día, creo yo, es muy difícil ser como Feliza, apuntarle a que cada cual lea lo que quiera en la obra.

Por otro lado, traté de convertirme en un artista de avanzada, haciendo lo que en Parsons llaman social practice (práctica social), que consiste en un trabajo con la comunidad a través del arte. Pero uno sale a la calle y se da cuenta de que en las grandes galerías predomina el arte de puntilla, la pintura. Ese es un choque fuerte. Aunque la instalación y el arte con fines sociales estén presentes en espacios independientes (incluso en Bogotá), el mercado del arte sigue plagado de arte de puntilla. Eso es lo que más vende. Yo sigo haciendo arte con la misma lógica de trabajar con lo que hay. Ahora tengo un taller y allí empecé a hacer todo un mapa de la historia de ese cubículo. El estudio se convirtió en una obra. Surgió un barco con los materiales de las paredes del cuarto, que se volvió un símbolo de una búsqueda personal a partir de una investigación sobre el engaño que fue el mito de El Dorado.

¿Qué encontró en esa búsqueda sobre su propia manera de hacer arte?

Parte de mi búsqueda en la maestría fue responder a la pregunta “cómo comunico con el arte”, que es algo que a muchos artistas no les interesa, pero a mí sí: cómo se traduce mi intención en un objeto, y esa intención finalmente alcanza al espectador. Esa ha sido mi terquedad.

Su exploración se dio en esa ambivalencia entre la necesidad de formar un discurso y la resistencia a hacerlo, a dejar que la obra hablara, como Feliza Bursztyn le enseñó tácitamente.

A pesar de conservar los principios de Bursztyn, a pesar de construir con materiales que antes de ser arte eran otros objetos, a Leyva le falta encontrar algo que Bursztyn logró a cabalidad: que en la obra el objeto anterior desaparezca tras utilizar los mismos materiales. En su última muestra, Promesa de la desorganización, una intervención en la Cámara de Comercio de Bogotá, lo logra más que en sus piezas anteriores: la elaboración de los materiales hasta hacer invisible el hecho de que son reutilizados.

Por Sara Malagón Llano

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