El Magazín Cultural

Carlos Acosta: Estrella del ballet, a su pesar

El celebrado bailarín cubano, conmueve al público de la 66 edición del Festival de Cine de San Sebastián con Yuli, la historia de su vida.

Janina Pérez Arias
25 de septiembre de 2018 - 07:57 p. m.
Carlos Acosta, figura del ballet cubano, protagonista de la película Juli, de estreno en el Festival de cine de San Sebastián.  / Cortesía
Carlos Acosta, figura del ballet cubano, protagonista de la película Juli, de estreno en el Festival de cine de San Sebastián. / Cortesía

Mientras una lluvia de aplausos y voces de “¡bravo!” le ponían la banda sonora al descenso del equipo del filme Yuli por la escalera del auditorio Kursaal, Carlos Acosta no pudo más. Lloró, lloró mucho.

Se abrazó a Icíar Bollaín, la directora de la cinta, del guionista Paul Laverty, y tomó con fuerzas las manos de los bailarines y actores que le acompañaron en la premier mundial de su biopic en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián.

Carlos Acosta es un mulato cubano. De padre negro y madre blanca. A su pesar se convirtió en uno de los mejores bailarines de ballet de estos tiempo. El primer Romeo afrodescendiente del Royal Ballet, el primer bailarín “no blanco” del Ballet de Houston. Con Acosta la diversidad en el ballet se hizo realidad, haciendo más posible y menos remota la posibilidad de que una persona de otro color de piel asumiera protagonismo en las compañías de ballet más importantes del mundo.

“Yo no tenía muchas aspiraciones en mi vida, la verdad”, dice como cantando con su dejo cubano; le bastaba seguir el oficio del padre camionero, prefiriendo a Michael Jackson en vez del Cascanueces, a un balón de fútbol antes que zapatillas y leotardo, a Cuba y su familia en lugar de Londres y la distancia.

“Realmente lo que yo siempre quise en mi vida era despertar, crecer y eventualmente morir al lado de mi madre y mi padre…”, pero Acosta sabía que él era la esperanza, la salvación de su familia. Esa contradicción lo persiguió durante años.

En Yuli, un híbrido cinematográfico, especie de falso documental ficcionado, se narra cómo su padre lo llevó de una oreja a la Escuela Nacional de Ballet de Cuba. Sabía que tenía talento para el baile, y aunque su progenitor no era precisamente un asiduo a los espectáculos de danza, estaba consciente de lo que significa ser un descendiente de esclavo africano, porque a pesar de que Cuba es una sociedad mosaico, el color de piel pesa en el esbozo de un destino.

“Esta es también la historia de mi familia”, describe el conquistador de los escenarios más exigentes, durante la mañana después del estreno, con las emociones (aparentemente) más controladas. Cuando cruzaba la frontera de su barrio habanero se hacía llamar Carlos, mientras que en el seno familiar, así como entre sus amigos y vecinos, era Yuli, “hijo de Ogún”, como le decía su padre.

Desde la perspectiva de la niñez no se distinguían las estrecheces, ni entendía a los que empezaban a huir de las consecuencia de la Revolución cubana. Londres, a donde llegó a principio de los 90 atendiendo una invitación del English National Ballet, con permiso previo de La Habana, cuenta que se le hacía muy gris, muy húmeda, muy diferente, muy remota a Cuba.

La nostalgia es mala compañía cuando te vas a recorrer mundo. Carlos Acosta lo sufrió durante muchos años a pesar de que sistemáticamente lo colocaban como uno de los mejores bailarines del mundo.

“Tratando de encontrar mi pedazo de Cuba”, como resume, la depresión la canalizó en un primer libro de memorias No mires atrás, publicado en 2007. “Eso me llevó 10 años, y de repente se convirtió casi en un bestseller”, comenta aún incrédulo. Ese libro es el punto de partida de Yuli, un proyecto que la celebrada directora española Icíar Bollaín (Te doy mis ojos, También la lluvia) y su pareja el guionista Paul Laverty (El Olivo, Daniel Blake),  terminaron por llevar a buen puerto.

Yuli es un filme que no está exento de críticas hacia el régimen castrista. Y es que no podría ser de otra manera, ¿por qué entonces  hacer lo contrario? Carlos Acosta que echó a andar en Cuba una fundación y una compañía de danza, no teme a que el gobierno tuerza el gesto por lo que se plantea en Yuli.

“Es que esta no es una película política”, argumenta, “la política está allí porque siempre es muy difícil hablar sobre Cuba sin evocarla”, sentencia convencido y escapando de un posible jardín espinoso.

“Yo siempre supe que mi historia podía inspirar a jóvenes talentos que están perdidos”, sostiene a quien, durante la filmación de la película, se le removieron los recuerdos y las vivencias agridulces. Se sincera cuando dice que fue un proceso realmente traumático.

Y “lo de ayer (el estreno), fue muy emocionante, porque mis padres ya no existen, tampoco mi hermana Berta, por lo que estar allí fue algo muy fuerte”.

Con las lágrimas del gran bailarín cubano se cerraba un círculo. Uno más en una vida colmada de clímax, de antes-y-después, de un aquí y allá, de recuerdos en la lejanía, y sobre todo de unas ganas inmensas de volver a ser Yuli, aunque tan sólo fuese por un ratito.

 

 

Por Janina Pérez Arias

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