El Magazín Cultural

Cómo revivir a un escritor muerto

El año pasado sucedió con Julio Cortázar: por los 50 años de Rayuela y la cercanía de su centenario de nacimiento, la editorial Alfaguara reeditó cinco tomos de correspondencia del escritor argentino —con la anuencia y colaboración de su primera esposa, Aurora Bernárdez— y transcribió sus lecciones magistrales en la Universidad de Berkeley.

JUAN DAVID TORRES
02 de enero de 2019 - 04:44 p. m.
Julio Cortázar, cuyas obras fueron reeditadas en varias oportunidades después de su muerte, en 1984.  / Cortesía
Julio Cortázar, cuyas obras fueron reeditadas en varias oportunidades después de su muerte, en 1984. / Cortesía

Una edición especial de su novela más reconocida también salió a las calles. La memorabilia sobre Cortázar se multiplicó de ese modo: los inéditos suelen salir en momentos de aniversario.

El turno ahora es para Pablo Neruda, chileno, fallecido en 1973, objeto de noticias el año pasado a causa de la exhumación de su cuerpo para comprobar si la dictadura chilena lo había mandado envenenar justo después del golpe contra Allende (los exámenes forenses dijeron finalmente, como ya se había dicho, que murió de cáncer). La editorial Seix Barral, encargada de publicar su obra, anunció que fueron encontrados veinte poemas de amor, escritos en los años 50 y 60, en unas cajas que poseía la Fundación Pablo Neruda. El poemario —que llevará, por demás, el título obvio de Poemas inéditos— será publicado en Latinoamérica a finales de este año y en España en 2015.

Si está interesado en leer más sobre este tema, ingrese acá: Rebel in the rye: La rebelión silenciosa de J.D. Salinger

La publicación carece de inocencia: justo este año se cumplen 90 de la impresión de Veinte poemas de amor y una canción desesperada y 110 del nacimiento del autor. En los cables de agencias de noticias y en sus multiplicaciones en la prensa iberoamericana no se dice cuándo fueron encontrados los papeles: sencillamente aparecieron, resguardados en una caja que nadie antes había visto. La historia tiene cierto tinte policíaco, que se ha convertido en una nota común en la fama póstuma de ciertos escritores: a J.D. Salinger le atribuyen la escritura de nueve novelas más desde que se recluyó en su hogar y no se dejó ver de la prensa; sin embargo, nadie ha podido corroborar la existencia de esos textos.

A Salinger también lo revivieron el año pasado con la publicación de algunos cuentos inéditos y un documental —Salinger— que buscaba recoger su vida, que tiene mucho más de leyenda que de realidad. Apenas pocos días después de la muerte de Gabriel García Márquez, su editorial recordó que el autor colombiano había estado trabajando en una novela, titulada En agosto nos vemos, que no pudo terminar debido a su estado de salud. El anuncio tenía algo de presagio: esa será la primera obra póstuma del Nobel de Literatura. Estos libros, más allá de su calidad, adquieren un aura de importancia debido a su propia naturaleza: es casi como si el escritor hablara desde el más allá. Es su legado, era su secreto. Y los secretos, en un entorno cuya clave esencial es la farándula, siempre venden.

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También los fracasos son objeto de atención. En sus primeros años como escritor, José Saramago envió el original de su novela Claraboya a una editorial que lo rechazó y archivó por décadas. La editorial encontró las páginas 40 años después, y entonces Pilar del Río, esposa de Saramago, decidió publicarla; el autor siempre se había negado a publicar ese texto. La fama póstuma es producto de cierta rebeldía de los vivos. Kafka es quizá el ejemplo más recordado: Max Brod, su amigo y lector, no quemó todos sus escritos como él había ordenado; en cambio, los publicó y lo convirtió en el escritor esencial para surrealistas y revolucionarios de mitades del siglo pasado, sin que Kafka hubiera sido —por lo menos de manera explícita— nada de eso.

¿Por qué esa fascinación por los productos que los escritores han escondido, o dejado a medias, o que quisieron publicar y la baraja del tiempo no les dio la oportunidad de ver publicados? El colombiano Fernando Molano, reconocido por Un beso de Dick, también volvió al ruedo literario con Vista desde una acera, su novela inacaba, quizá imperfecta, pero bastante celebrada, veinte años después de su primer libro: homosexual, fallecido por sida en 1988, Molano ya era un escritor de culto, a la misma manera de Andrés Caicedo, cuya imagen también ha sido explotada con textos póstumos y revelaciones sobre su vida personal. La última novela que dejó escrita Carlos Fuentes, Federico en su balcón, fue noticia antes y después de que muriera el autor mexicano en 2012, quien también preparaba un libro inspirado en la imagen del guerrillero del M-19 y candidato presidencial Carlos Pizarro.

La fascinación por una presunta sabiduría oculta, por un tesoro en ciernes, produce esa atracción hacia las publicaciones póstumas. Todo cuanto quiso decir un escritor y prefirió guardar; todo cuanto quizá se arrepintió de decir pero nunca quemó. La industria editorial, claro, fomenta una publicación de doble vía: por un lado permite recoger pequeños tesoros de autores del canon —muchos de ellos incluidos sólo después de su muerte— y de otros que tienen un atractivo por su historia personal, más allá de su literatura; por otro, alienta un mercado editorial basado en el ensalzamiento de un autor, incluso como un tributo que permite ciertas ganancias. El caso de Neruda, en ese sentido, apenas repite la fórmula acabada de nuestro tiempo: hacer memoria es también vender. 
 

Por JUAN DAVID TORRES

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