El Magazín Cultural

Cruce de relatos

Una breve historia nacional sobre el cine, la imaginación y el riesgo.

Juan Felipe Dueñas
30 de noviembre de 2016 - 10:44 p. m.
Alfred Hitchcock.  /Foto: Archivo El Espectador
Alfred Hitchcock. /Foto: Archivo El Espectador

“El precio que un artista tiene que pagar por hacer lo que quiere hacer es que tiene que hacerlo”. William Burroughs

Comprar la libertad es una historia repetitiva y monótona en la vida del artista. La autonomía de la creación se convierte en una paradoja en tiempos regidos por leyes distintas a las dictadas por el alma. Esta realidad resulta más brusca y contundente en un arte que vive gracias a la comunión entre los sueños y la tecnología: el cine.

Contar una historia requiere más que técnica, imaginación y sensibilidad: requiere de números capaces de financiar los desafíos de la narración. Números que muchas veces obstruyen o limitan el real ejercicio creativo. La búsqueda entonces, de esos recursos que flotan entre la generosidad de un Estado, muchas veces incapaz o limitado, y las posibilidades naturales que ofrece un mundo globalizado, hiperconectado y capitalista[1] se convierte en una obsesión que marea y distrae al creador, pero que lo obliga a entender con menos ingenuidad el mundo que va a ver y a oír sus relatos. Ahora bien, el cine requiere de varias industrias para poder existir: necesita de recursos humanos altamente profesionales, de un desarrollo técnico importante e innegociable y de unos canales de distribución y de exhibición eficaces que logren acercar el público a la película, que puedan rentabilizar el ejercicio de narrar las verdades de la vida (para un cine más elaborado, independiente y menos comercial, este punto resulta bastante crítico), es por eso, que la cadena de valor del séptimo arte es muy amplia y requiere de un ejercicio de planificación y ejecución riguroso, pero ante todo, demanda suficiencia económica.

Es triste tomar distancia del pensamiento un tanto idealizado de Alfred Hitchcock, quien afirmaba con liviandad que “hay algo más importante que la lógica, es la imaginación”: hermosa y poética forma de definir la creación por encima de cualquier circunstancia que intente limitarla (es importante aclarar que lo dice un director, que junto a Woody Allen, Stanley Kubrick y Orson Welles, lograron con el poder de su talento y con el conocimiento suficiente del negocio, arrodillar a una industria para que les permitiera ser autónomos y difundidos). Pero hoy en día hay lógicas que no se pueden ignorar y que definen comportamientos, hábitos y prioridades que guían la dinámica creativa y posibilitan la producción cinematográfica. Se hace evidente en este momento, un mercado audiovisual saturado por las posibilidades casi infinitas del auge tecnológico, se ha creado una notoria audiencia, en palabras de Luis Ospina[2], “deformada” por el homogéneo aburrimiento de lo predecible, actualmente existen una cantidad importante de nuevos formatos y medios para consumir arte y entretenimiento, así como hay un aumento escalado de nuevos profesionales relacionados con las artes visuales. Este panorama describe con certeza la dificultad de obtener recursos en una sociedad competitiva, con prioridades a veces ajenas a las inquietudes artísticas de los creadores. Esto obliga (o seduce) al realizador actual a posar la mirada en industrias con otras lógicas creativas pero que al mismo tiempo abren nuevas posibilidades a las ya existentes para financiar su arte.

No es un secreto que la publicidad, “el servicio militar de los artistas”, como le oí decir a un colega publicista con una ironía indisimulable, se alimenta del talento, la creatividad y las ideas de muchos creadores (cineastas en gran medida) para proponer soluciones de comunicación que sirvan no propiamente al arte. Paradojas de la creación. Por lo tanto, no es difícil entender la similitud de lenguajes y códigos de ambas industrias; y cómo el talento de los cineastas es muy valorado en el escenario publicitario. Un escenario que resulta rentable y que, además, (es claro que la rutina publicitaria, es más frecuente y flexible que la cinematográfica) mantiene a los artistas visuales en un permanente ejercicio creativo, que para bien o para mal, ayuda a generar un día a día que nutre los procesos creativos.

Es por todo esto, que detallar el cruce entre estas dos grandes industrias creativas y culturales puede demostrar cómo la publicidad se puede convertir en una ayuda financiera (y en el mejor de los casos en una ayuda creativa) en el desarrollo de la carrera cinematográfica de creadores que necesitan darles vida a sus inquietudes artísticas con mayor libertad y profundidad. Pero esta unión tan conveniente no puede estar ajena al debate debido a sus espíritus volátiles que muchas veces se logran distanciar. Veamos.

Referente teórico y jurídico 

Para la UNESCO las industrias culturales y creativas son “Aquellos sectores de actividad organizada que tienen como objeto principal la producción o la reproducción, la promoción, la difusión y/o la comercialización de bienes, servicios y actividades de contenido cultural, artístico o patrimonial”. Es una definición que logra involucrar no solo a las tradicionales industrias culturales y creativas (caso del cine) sino que abre la puerta a profesiones valiosas que le dan relevancia, como lo complementa la definición de la UNESCO, “...a la cadena productiva y a las funciones particulares que realiza cada sector para hacer llegar sus creaciones al público” (la publicidad y el diseño gráfico son decisivas para este proceso). Importante citar esta definición porque estas dos industrias están presentes en la rigurosa clasificación realizada por la institución garante por excelencia de la cultura, que ha entendido con amplitud toda la actividad económica que impulsan y cómo fortalecen la cultura desde procesos industriales. Indudable desde la teoría y la práctica comercial (aunque es claro que muchas expresiones independientes del cine no encuentran su espacio para producir y exhibir). Por eso mismo, como toda línea industrial, hay arbitrariedades y procesos hegemónicos que ignoran las manifestaciones que respiran sin visibilidad debajo del gran escenario global. Ya no es un tema de definición, sino de comprensión y de entendimiento que se debe tener sobre la naturaleza de la narración. Las historias son versátiles, dinámicas, personales e impredecibles, esto obliga a la industria, al Gobierno, a los gestores culturales y a los creadores a generar una audiencia, a crear unos espacios importantes y relevantes para que el cine en sus manifestaciones más libres logre ser sostenible, sustentable y rentable.

Para complementar este referente sobre el ejercicio de la creación cinematográfica, estaría muy mal no destacar un gran logro (con sus infaltables pero útiles debates) para la industria del cine en Colombia: la Ley 814 de 2003, conocida como ley del cine. Ley que entre sus temas a desarrollar están “la estrategia nacional hacia el cine, Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, incentivos tributarios, cuota de pantalla, sanciones”, todo un cuerpo legal, que en general, promueve la actividad cinematográfica en Colombia. Es cierto que, con este impulso, la producción nacional ha crecido de forma notoria año tras año; según datos del Ministerio de Cultura, en el año de 1996 se estrenaron tres películas, mientras que los estrenos del año 2015 alcanzaron 36, y con ella, una creciente ola de optimismo que ha contagiado a todos los involucrados en la industria. Pero no está de más aclarar las distancias enormes con la industria cinematográfica argentina (referente infaltable del cine latinoamericano y mundial) que estrenó el año pasado 118 largometrajes. Los avances son evidentes, pero muchas e interesantes propuestas terminan ignoradas en el mapa visual nacional, no por falta de apoyo para producir, sino porque son películas para audiencias realmente pequeñas, casi íntimas, que no viabilizan en su totalidad el sueño de contar historias. A pesar del esfuerzo estatal y privado, el riesgo sigue siendo alto - ¿Qué expresión artística no lo es? -, y por eso mismo, buscar recursos en el ejercicio de la publicidad se convierte en un salvavidas que sacrifica tiempo creativo para poder darle forma a los caprichos del arte.

Estos dos referentes contextualizan y dibujan la estructura básica de estas manifestaciones y esbozan las ventajas enormes que tienen las convergencias de las industrias creativas para compartir riesgos, difundir talento y creatividad, impulsar la cocreación y rentabilizar expresiones genuinas, libres y rebeldes.

Antecedentes y descripción 

La primera relación comercial entre la industria del cine y la industria de la publicidad se remonta a comienzos del siglo XX, más exactamente a 1912. En ese año, los hermanos italianos Di Domenico estrenan la película italiana La novela de un joven pobre, en el recién inaugurado Teatro Olympia de Bogotá. Antes y después de la proyección aparecían anuncios publicitarios de varios productos de consumo; el teatro se convertía en la voz de imprudentes y oportunas empresas, para de esta forma, darle la bienvenida a las salas de cine como espacios de promoción y mercadeo. Entonces, el amanecer del siglo pasado ve despuntar aún con cierta ingenuidad dos industrias que van a coincidir con frecuencia en los relatos populares que, cada una desde su espacio, van a acompañar a los colombianos en sus días grises, alegres o estériles. Esto demuestra una relación larga y atemporal de dos manifestaciones que se necesitan para poder crecer. En este caso, y en este presente, los propósitos son otros, pero no dejan de ser consecuencia de sus intereses mutuos.

El cine en Colombia desde sus primeras proyecciones (Ernesto Vieco, presentó cine en el Teatro Municipal de Bogotá en 1897) hasta el día de hoy ha tenido intentos interesantes de consolidar una industria sostenible. La primera prueba fue con el auge del cine mudo, especialmente el que se rodaba en el Valle del Cauca. La película María (1921) - adaptación de la novela de Jorge Isaacs - se convirtió en ícono de ese esplendor cinematográfico que impulsó la creación de empresas dedicadas a consolidar este arte. La llegada del cine sonoro tomó por sorpresa a esa incipiente industria que no se preparó para la trasgresión que suponía el sonido. Después, con la llegada del cine norteamericano y mejicano, las prioridades de una producción nacional realmente relevante se aplazaron; el público estaba adormecido y embrujado por un cine internacional que relataba el fabuloso devenir de la vida en el norte del continente. Luego, en Cali, aparecen tres adictos al rock, la salsa, las historias y el cine (Carlos Mayolo, Andrés Caicedo y Luis Opina) que en la década de los 70 forman el conocido Grupo de Cali, con la necesidad de retratar una ciudad que nunca más van a volver a sentir como antes (los Juegos Panamericanos de Cali de 1971 generaron una gran transformación social). Este grupo impulsó una producción original nacional bastante relevante, original y eufórica que redunda en un entusiasmo general por la industria cinematográfica. Además, conscientes de que el cine necesita de audiencias para poder existir, publican una revista periódica, Ojo al Cine, y crean el famoso cineclub de la ciudad (ícono de la cultura y la vida bohemia de la increíble Cali de los 70) para alfabetizar un público que lograra encontrar fascinante ver la vida correr frente a una pantalla de 35 mm. A finales de los años 70, se crea entonces Focine, Compañía para el Fomento Cinematográfico, y el cine nacional consolida su espíritu comprometido, austero y genuino. En la década de los 80 y comienzos de los años 90 el cine nacional tuvo años prolijos en producción, distribución y exhibición que terminan con dramas cómicos y aplaudidos como lo fue La estrategia del caracol y la muy premiada Rodrigo D no futuro. Después de un amago de crisis, en la última década la industria se fortalece con la creación de la ya citada ley del cine. Un acto estatal que ha podido de alguna forma sostener una industria del cine a la altura de una cantidad importante de narradores que deambulan con una cámara y una libreta registrando la vida, por toda Colombia. Toda una historia que dio inicio décadas atrás, y que se desenvuelve paralela a un país que la inspira, pero que por momentos la oculta, la ahoga, la niega, pero que nuevamente la ama. Hoy, la industria del cine pareciera mostrarse saludable frente a su realidad como arte y como negocio, pero como me lo dijo Luis Ospina, “la industria solo existe cuando es rentable y hoy no lo es”. Una sentencia poco optimista pero real si se analizan los fríos y dicientes datos de 2015. Es cierto que se estrenaron 36 películas nacionales (cifra récord para el país), que se ganaron múltiples reconocimientos internacionales por varios largometrajes (El abrazo de la serpiente y La tierra y la sombra), que la producción de películas extranjeras, en suelo nacional, aumentaron por estímulos y contraprestaciones realmente significativas; pero la realidad en las salas es bien distinta. Aunque el público que asiste a cine ha aumentado de forma contundente, el 80% va a disfrutar películas de Hollywood, y el restante 20% se reparte entre películas independientes extranjeras y cine nacional. Un porcentaje muy bajo con respecto al esfuerzo que conlleva crear, producir y exhibir películas colombianas. “Hay una enorme producción local, pero no hay dónde exhibirla. Eso hace que la taquilla no funcione y que el público que la consume se reparta en pocas salas de Bogotá y Medellín”, le aseguraba al periódico El Tiempo (2015), Federico Mejía, propietario de Babilla Cine y de la sala Cinema Paraíso, Bogotá. El mismo artículo sugiere nuevas medidas, enfocadas de manera exclusiva hacia los distribuidores de cine nacional, para ampliar espacios de producción local. El quehacer del cine en Colombia necesita nuevas fórmulas para reducir riesgos y construir simpatía entre una audiencia pasiva y nuevos lenguajes que describen nuestros días.

Entrevista y desarrollo 

Luis Ospina es un director, montajista, guionista y productor de cine colombiano, famoso por crear una obra que siempre ha traducido con acierto y elegancia la época en la que su autor vive; una obra que revela la sencillez de la amistad y su engañosa ternura; y una obra que hoy en día revela sin ficciones, las grandes contradicciones de un país al que se le dificulta la verdad. Es él, quien en una entrevista logra explicarme con criterio y reserva, las realidades de dos industrias que persiguen un lenguaje mutuo bajo la desconfianza de sus reales motivaciones.

Retomemos: “la industria solo existe cuando es rentable y hoy no lo es” para Luis Ospina, la cadena de valor no está completa. Afirma que una audiencia “deformada” como la de hoy, por un cine televiso y cómico que evita las complejidades, que invita al entretenimiento fácil y al escapismo, redunda en un público que desconoce o ignora nuevas propuestas visuales, con temáticas distintas y con valores artísticos más profundos. El cine comercial (o cine de Hollywood) no corre riesgos con su gran público, abarca la mayor cantidad de personas con propuestas ligeras y visualmente ricas para crear una industria enorme y hegemónica. Industria que le roba espacio y presupuesto, a creadores, guionistas y personal técnico involucrados en otro tipo de cine (el cine nacional es el mejor ejemplo) más local, independiente y arriesgado. Cobra relevancia preguntarse ¿cómo financiar esas historias que parecen no tener el espacio necesario para ser, más que creadas, distribuidas y exhibidas? ¿Cómo llevar nuevo público a las salas de cine para que vean y valoren las propuestas nacionales?

Como ya se ha descrito al inicio, hay políticas culturales que han promovido, impulsado y financiado un nuevo auge del cine nacional. La academia aporta con rigor y trabajo un recurso humano calificado y comprometido, la tecnología ha permitido abaratar procesos que permiten un proceso de producción más democrática y, por último, se han abierto una cantidad importante de concursos, becas y convocatorias por fuera del aparato estatal que permiten ampliar las posibilidades de recibir apoyo internacional para iniciativas destacadas. Nada de esto es suficiente si el círculo no se cierra, si no hay una cantidad importante de espectadores que validen todos estos esfuerzos y opciones para poder decir que existe una industria cinematográfica realmente consolidada en el país. Le pregunto a Luis, ¿cómo se construyen audiencias? Su respuesta categórica es: “Con los festivales de cine”. Encuentro interesante saber que los espacios de convocatoria, exhibición y educación, como lo son los festivales artísticos, logran cultivar y entusiasmar a las personas con nuevos lenguajes y renovadas visiones de las artes y la cultura.

Ni el más optimista de los dramaturgos nacionales, creo, pudo imaginar el alcance que tiene ahora el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, FITB, en la vida patrimonial de una ciudad que antes respiraba las artes escénicas en pequeños, coquetos y burgueses teatros. Ahora, el FITB es un ícono reconocido de una ciudad que se valora más, gracias a las divagaciones que producen el drama y la comedia sobre un escenario. El éxito es tan contundente (no en términos económicos, ese un tema que ahora no compete) que, durante la temporada del festival, se han abierto muestras paralelas de teatro independiente y menos comercial para una audiencia que exige mayor y mejor oferta teatral. Esto demuestra la consolidación de una industria. ¿Y el cine? Luis Ospina lleva dirigiendo por más de ocho años el Festival de Cine de Cali, un espacio renovado donde a partir de talleres, muestras cinematográficas, encuentro de investigadores y semillero de guiones se logra vitalizar la escena audiovisual y generar en el público el entendimiento necesario para poder amar el cine independiente como expresión y como forma de buen -y digno- entretenimiento.

Le pregunté sobre la estructura del festival y las ayudas que recibe para que siempre pueda ser una realidad. Me comentó que contaba con el apoyo de la Secretaría de Cultura y Turismo de Cali, del periódico El País y de varias universidades. Toda una red de ayuda que permite sostener una gran iniciativa que, con mucha paciencia, logra transmitir los valores de las historias bien contadas. Estos esfuerzos, aclara Luis, no son aún suficientes para comprometer a los colombianos con sus propias formas de expresión. En Colombia, según la ANAFE (Asociación Nacional de Festivales, Muestras y Eventos Cinematográficos y Audiovisuales de Colombia) hay más de 54 festivales, muestras o eventos relacionados con el sector cinematográfico que buscan promover el cine independiente, comercial y comunitario para el público nacional.

Sin entrar a medir los alcances y el tamaño de cada uno de los festivales, esta salida permite a los creadores tener un contacto importante con un nuevo público, pero que infortunadamente no redunda en soluciones sostenibles para la industria. La tarea de crear audiencias resulta bastante valiente y riesgosa, aunque muchas iniciativas creen que sí es posible volver realmente rentable el cine nacional. Incluso así, son muchos los creadores que necesitan de cierta libertad y riesgo controlado para hacer películas que satisfagan sus dudas artísticas y que, además, satisfagan una audiencia significativa, o por lo menos una audiencia rentable. En este punto es donde convergen la publicidad y el cine.

Muchos realizadores tienen productoras de material publicitario audiovisual o trabajan con ellas para mantenerse vigentes y tener así, entradas adicionales de dinero. En este punto de la conversación, Luis Ospina se muestra más serio y resignado respecto a un tema que para él parece no solucionar mucho los problemas de fondo de la industria. Luis, ¿has hecho publicidad?, le pregunto. - Sí, hice uno de los primeros comerciales de Kokoriko -, me contestó (no he parado de buscar ese comercial en todas las plataformas digitales existentes, y no, no está).

La publicidad es una industria enorme que posee presupuestos robustos, en la mayoría de los casos, y con una velocidad de ejecución que condena la reflexión y la autonomía. Una industria de ideas al servicio del consumo. Una fábrica que se alimenta del arte y de la cultura para proponer nuevas y mejores formas de “conectar” con el público objetivo (más que dinero, lo que necesita la industria del cine es conocer, como lo hace la publicidad, las mejores herramientas para buscar nuevas audiencias). Según Asomedios, en el 2015 la inversión publicitaria ascendió a los 1800 millones de pesos en solo medios tradicionales (televisión, radio y revistas) sin contar que, hasta el primer semestre de 2016, según la revista P&M (2016), la inversión en medios digitales llegaba a $193.120.450.062. Cifras y más cifras, pero que demuestran el flujo de dinero que flota entre promesas y deseos. Es bastante seductor querer trabajar en un medio como el de la publicidad, que no solo valora el talento y la capacidad creativa de los realizadores audiovisuales sino que de manera adicional paga muy bien por ello. Famosos directores han podido darles vida a sus películas, gracias a la financiación directa que han obtenido por negocios relacionados con la publicidad. José Luis Rugeles, Felipe Aljure, Salomón Simhon, Camilo Matiz, Felipe Martínez, Jader Rangel y Óscar Ruiz Navia, entre otros, han logrado ver sus obras terminadas como resultado del trabajo compartido con marcas y artistas del mercadeo.

Luis Ospina aclara que sí es cierto que la publicidad de alguna forma dinamiza la industria y permite que muchos realizadores tengan la autonomía para poder desarrollar sus proyectos cinematográficos. Pero, como siempre pasa con Luis, su conocimiento y su prudencia desatan una frase corta, pero contundente: “la publicidad, por ser tan absorbente, no permite que el director haga muchas películas o peor aún, que no vuelve a hacer”. Y sí, no es mucho el tiempo del cual dispone un realizador para hacer cine si la mayor parte de sus días se las dedica a la publicidad. Paradojas de la libertad. Este inconveniente obliga, en muchos casos, al artista a renunciar a la mayor cualidad de un creador, el tiempo. Esta convergencia propone entonces un sacrificio grande respecto a la frecuencia de la producción cinematográfica (para Terrence Malick este sería un impase menor, en más de 43 años de carrera, hasta hoy, ha filmado siete largometrajes, aunque seguramente ha tenido el tiempo suficiente de sentarse a escribir dichos proyectos ya que se han convertido en obras de culto). Es cierto que una baja producción afecta los propósitos de la industria, pero tal vez complace las necesidades individuales del artista. ¿El realizador debe proyectar su obra como un colectivo industrial, o como un solista independiente? Una escueta pregunta cuya respuesta ayudaría a definir las prioridades de una sociedad caracterizada por la individualidad.

Las herramientas y los métodos que el realizador aprende en el medio publicitario, son las que también le permiten conocer estrategias de divulgación y promoción, y todo esto se genera a partir del cruce entre las dos industrias. Si el problema real es una audiencia “deformada”, ayuda bastante conocer cómo crear una nueva o cómo robarle la mirada a ese público pasivo de risa fácil. Pero no quisiera reducir las debilidades de una industria a simples y limitados planes de promoción y mercadeo. Pasa la entrevista y se respiran muchas dudas aún.

Luis Ospina agrega que los espacios para el cine independiente son cada vez más estrechos. Se pueden mejorar estrategias de comunicación, impulsar leyes generosas, integrar la empresa privada, encontrar financiación en otro tipo de industrias, pero ensanchar las posibilidades de una mejor relación entre audiencia y cine no comercial parece el gran reto. Por eso mismo, muchos (y es un fenómeno mundial) realizadores, guionistas, productores y personal técnico han migrado sin mucha nostalgia a nuevos formatos narrativos. Las series de televisión online han revolucionado la forma de consumo de contenidos audiovisuales además de haber aparecido para apoderarse de un gran número de artistas que necesitaban de espacios y tiempos para desarrollar todo su potencial creativo.

Este fenómeno reciente ha motivado a que un gran número de realizadores abandonen el cine para dedicarse a profundizar en las historias contadas por capítulos. Y si a este panorama le sumamos que muchos creadores ya han tenido contacto con estas nuevas narrativas debido a su trabajo publicitario (la publicidad está acostumbrada a moverse al ritmo de las tendencias y de las vanguardias para poder ser efectiva), la migración se puede presentar de manera más natural y fluida de lo se podría calcular. Para mí, resulta bastante estimulante conocer las infinitas posibilidades que la narración visual tiene hoy en día, porque abre un panorama amplio a la ejecución de un arte que no necesariamente debe darse en sus formatos tradicionales. La publicidad en este caso puede ofrecerles y permitirles posibilidades creativas a los realizadores, pero también puede extraer para siempre un talento que posiblemente no retorne al cine.

Esta realidad produce una variable más que obliga a despertar a una industria cinematográfica que requiere mayor flexibilidad y capacidad de respuesta. ¿Es posible tener una audiencia amplia y comprometida que responda a tantos estímulos narrativos visuales? Que dos industrias creativas se crucen para darse el lujo de la suficiencia y el intercambio de conocimientos ya es una interesante ganancia, pero es claro que acudir a la publicidad, no como ejercicio creativo sino como fuente de financiación conduce a crear anécdotas visuales sin un peso real en la industria cinematográfica del país. Son ejercicios valientes y desgastantes que permiten al creador obtener recursos por medio de una fuente distinta a las convencionales. Y que también, le permite acercarse a un medio que resulta rentable y, por qué no decirlo, lleno de trampas. La real preocupación para que la industria del cine independiente sea rentable, es que las personas quieran ir a verlo. Así de simple.

Al final, le obligo a Luis Ospina a que me recomiende una película para ir a ver. “Tienes que ver la última de Woody Allen” me contesta. “Perfecto, gracias” y así me despido de él.

Conclusiones 

Convertir en un activo económico la cultura, ha generado una carrera de “industrialización” que necesita justificar en términos empresariales los secretos del alma. Es importante entender lo necesario e importante que resulta vivir en una época como la nuestra. Saber que los números ejercen una dictadura incontestable, y que por eso mismo, cada acción debe tener una reacción que mida y pruebe que la cultura y el arte son parte de un sistema que cree en el retorno. El cine en su forma más pura y libre esta sometido a una presión de búsqueda de audiencia enorme. Festivales, becas, convocatorias, impulso estatal; todo un abanico de posibilidades que no logran cerrar de forma positiva el proceso industrial del cine en el país. Es necesario enfocar nuevos esfuerzos en cultivar audiencias, en crear espacios rentables de proyección de cine nacional diferentes a los habituales, en construir una marca que logre reunir el sentir de una industria valiente pero ignorada por la mayoría de las personas; es necesario darle salida y difusión a un cine que en este mismo momento está creando memoria.

El ejercicio cinematográfico demanda recursos financieros importantes para su correcta ejecución. Recursos que, para ser asignados, el artista debe conseguir en una competencia saturada de destacadas propuestas. El desgaste y el tiempo han obligado a muchos cineastas a financiar sus proyectos por medio de otra industria creativa como la publicidad. Solución parcial para el deseo individual del artista pero insuficiente para desarrollar una industria cinematográfica nacional fuerte y consolidada. Los esfuerzos deben ser capaces de demostrar en la taquilla que el camino tomado fue el correcto.

No deja de generar dudas y muchas preocupaciones, la soledad con la que los creadores buscan dar a conocer su obra. Ni los premios en los festivales logran movilizar de forma masiva los deseos de entretenimiento de los colombianos. Creo, debe haber un cambio de expectativas. Entender, infortunadamente, que una película nacional difícilmente podrá competir en taquilla con los grandes blockbusters americanos. Lo importante es encontrar un equilibrio entre una audiencia suficiente, un tiempo de exhibición decente y unos espacios relevantes en la vida cultural de los colombianos. No es reventar la taquilla con números inverosímiles, es hacerle ver al creador, que el ejercicio cinematográfico en Colombia si vale cada esfuerzo por llevar a la pantalla, el simétrico deseo de abstraer la vida.

Como publicista, diseñador y gestor cultural (con una marcada inclinación a la industria cinematográfica) entiendo la dificultad de un arte que se debe a la tecnología y a los caprichosos gustos de la audiencia. El espacio intermedio entre la libertad creativa y la sostenibilidad depende de acciones, que enseñen y demuestren la belleza de las nuevas formas de consumir formatos audiovisuales. De insistir en la distribución decente de las películas nacionales, de convencer a una nueva audiencia a ver distinto el entretenimiento cinematográfico. De premiar la calidad de las historias nacionales con presupuesto y con una audiencia garantizada a partir de inteligentes estrategias de comunicación. Ahora, es cierto lo impredecible de un arte que avanza de la mano con la tecnología; lo importante acá, es que más allá del formato o la técnica, lo importante es dar a conocer a los colombianos las voces sutiles de un cine que, sin arrogancias, lo único que pretende es contar secretos de un país que se cansó de vivir en silencio.

[1]. Muchas expresiones artísticas salen hoy a la luz, gracias a la filantropía interesada de las marcas, a las tendencias globales de nuevas redes de financiación colectivas como el crowdfunding y al apoyo privado de festivales internacionales.       

[2]. Director, montajista, guionista y productor de cine colombiano.

 

Por Juan Felipe Dueñas

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