El Magazín Cultural

Diario del año de la peste, de Daniel Defoe (Tintas en la crisis)

Algo sabremos de la muerte después de la pandemia. Por ahora, sabemos que a la pandemia la controlan con hipervigilancia y que a nosotros nos controlan con miedo. Pero tenemos más miedo a la bancarrota que a la muerte y que el miedo a la cercanía de los demás es el miedo a la cercanía de la muerte.

Daniel Ferreira
27 de marzo de 2020 - 07:25 p. m.
Daniel Defoe en una pintura del Siglo XVII. Su nombre real era Daniel Foe. Nació en Londres en 1660, y falleció en 1731.  Fue el autor de "Robinson Crusoe" y de "El diario del año de la peste".  / Cortesía
Daniel Defoe en una pintura del Siglo XVII. Su nombre real era Daniel Foe. Nació en Londres en 1660, y falleció en 1731. Fue el autor de "Robinson Crusoe" y de "El diario del año de la peste". / Cortesía

Sabemos, intuimos, que no somos necesarios pero, si sobrevivimos, las deudas también nos sobrevivirán. Sabemos que si se están contagiando ricos y famosos, los pobres pondrán sus barbas a remojar. Sabemos que haremos todo para protegernos, porque los gobiernos prefieren el salvamento de los bancos que la salud pública. Sabemos que podemos funcionar inclusive bajo presión, así que la pandemia nos forzará a ser más creativos para soportar el encierro, pero también nos hará más explotables y más dóciles, si caemos en desgracia y perdemos nuestros empleos o las formas de ganar el sustento. Sabemos que se va a poner peor, porque en países desarrollados cometieron errores que también estamos cometiendo: no cerrar los espacios públicos, recibir vuelos sin control y ser incapaces de controlar casos imprevisibles como el de "la paciente # 31" que infectó a mil personas en Corea por seguir profesando su fe. Sabemos que Irán y Venezuela no pueden importar insumos suficientes, porque sus barcos son interceptados en los puertos en medio de una crisis de salud pública mundial que convierte las sanciones económicas y el bloqueo en un crimen contra la humanidad. 

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Todo esto y más lo sabemos, aunque sería menester decir: “creemos saber” porque pasa frente a nosotros como una avalancha de noticias mezcladas con desinformación a cada instante. Digo "nosotros" donde otrora solíamos decir "el pueblo". Los sujetos de derechos son la colectividad que se suprime en estos casos. En las pandemias el pueblo deja de serlo para que el Estado tenga plenos poderes. ¿Qué hace el pueblo apestado con un Estado a medias, o con un Estado indolente, o con un Estado criminal, o con un Estado al servicio de los banqueros? Lo que hacen Colombia, Venezuela, México, Brasil, Argentina y demás con la peste adentro.

La peste vino de China. En nuestro inventario de ciudades invisibles empezaron a aparecer apenas ayer ciudades como Wuhan donde los murciélagos son un platillo apetecido. No contábamos con eso: que hay ciudades con 20 millones de habitantes de las que prácticamente no sabemos ni sus recetas. El brote de SARS de comienzos del siglo fue otra exquisita receta que se volatilizó por medio del sistema de ventilación de un hotel que pasaba por el mismo conducto del sistema de cañerías, y donde el primer contagiado expulsó lo que los demás respiraron, en una transmutación de materia orgánica a virus aérobico. Covid19 también vino de China y tampoco contábamos con que los virus pudieran viajar en avión y este voló con su corona de China a Italia, luego a España y de ahí a USA, América Latina y El Caribe en primera fila y en clase turista de aviones y de cruceros. Es lo único nuevo. Todo lo demás continuó como en las pestes antiguas. Si alguien tiene tripas para ver las fases de una de las grandes pestes, su temperamento social, su pico de pandemia y su declive lo encontrará en Diario del año de la peste de Daniel Defoe.

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Se trata de la peste bubónica de 1643. Al comienzo es un rumor para los londinenses que hay peste en Holanda y que ya llegó a Italia. Eso lo leen en los periódicos como nosotros lo leíamos en Twitter hace un mes. Que vino en las ratas de un barco, como hoy llega en crucero o en Airbus, que cierren el puerto, que el aeropuerto, que es mentira porque dónde están los muertos, que el presidente esta contagiado, que el príncipe, que Tom Hanks, que se confinen, como decían los preanuncios fatídicos en ambos tiempos. Después viene la negación, hasta la primera evidencia del contagio, la primera muerte y las que siguen, y luego, una mezcla de remedios de pánico y consumos de miedo atávico (desabastecimiento por compras masivas) cruzado por los mitos y recuerdos de otras pandemias. El papel higiénico fue lo primero que se agotó, en países como en México; en otros, los cubrebocas, como en Colombia y mientras tanto, en otros como Estados Unidos se vendieron todos los fusiles de asalto y los proveedores.

Hay una fase que aún está por darse: los ensayos de pogromo como en los brotes medievales, cuando la peste diezmó a los que no se bañaban y entonces los judíos, que sí se bañaban, eran los culpables porque la peste no era lo suficientemente mortífera con su credo. Así que lo mejor era expulsarlos, tal como lo proponían los viejos cristianos, o contagiar la ciudad del lado, lanzándoles un apestado con catapulta por encima de la muralla del burgo. Hace unos días se dieron cita en la Alpujarra de Medellín una multitud a la que una cadena de desinformación timó con el rumor de que la alcaldía les iban a repartir un bono de ayuda por el virus, al confirmarse la falsedad se pasó a la protesta y luego corrió la especie de que se trataba de venezolanos, cuando la evidencia es que era gente de bajos recursos que vive en la misma ciudad. La semana pasada una protesta en varias cárceles, cuando los internos entraron en pánico por el hacinamiento en tiempos de codiv19, la represión acabó en una masacre de 24 personas en La Modelo de Bogotá.

Tras las noticias, llega una primera oleada de muertes (primera fase) y su conteo. Las cifras de esas muertes no coinciden con la realidad porque en el momento en que se hacen públicas, las víctimas ya han aumentado y los nuevos decesos no entran en el censo. Hoy las emisiones del conteo se hacen cada tarde y se distribuyen por internet. Para ese entonces las cifras siempre eran inferiores y los boletines aparecían en semanarios con los mismos ítems: número de contagiados y número de muertos. La gente echaba a notar la incongruencia en los datos porque en el ámbito más cercano había contagiados que ya estaban muertos para cuando aparecía el boletín, de manera que no sentían que sus parientes estuvieran incluidos en el inventario oficial o que eran muertes no registradas. Entonces hasta la realidad se igualó a la estadística el día en que hubo 1260 muertos por fuera de la muralla para enterrar en una sola jornada. La semana pasada hubo 700 muertes en un día en Italia.

El rumor se convirtió en evidencia cuando murieron los primos y vecinos y el francés del barrio, cuenta Defoe. La primera disposición que hizo el lord mayor, cabeza de los magistrados, fue un edicto con medidas destinadas a activar un plan de salud pública en el desbarajuste de la mortandad: cerrar los lugares de gozo y retozo y racionar las proteínas per capita; además del uso obligatorio de cubrebocas por parte de médicos. Luego, cerrar el puerto, los pasos de acceso para evitar la propagación y condenar las casas de los apestados; y si morían todos, usar dos guardias para impedir el saqueo de objetos contaminados, uno de día y otro de noche. Si el brote en ciertas zonas aumentaba: clausurar esas calles, impedir el tránsito y empadronar a los infectados. Más o menos, lo que implementó China en Wuhan con tecnología de vigilancia de punta: sensores de temperatura, aislamiento por proximidad y aplicaciones de diagnóstico para monitorear los desplazamientos con el celular. 

La gente de Londres respondió de forma muy inteligente a las restricciones: se fueron a sus casas de campo (quienes tenían casas de campo, claro), y aun así tampoco allí se salvaban de la peste, porque la peste viajó con ellos. Pero hubo otros que tuvieron que quedarse, como el protagonista del libro que debe decidir entre dos imperativos: salvar su negocio de exportación de artículos a Portugal o conservar su vida. Luego, el lord mayor ordenó formar una brigada de enterradores y cuando morían los enterradores eran reemplazados por otros enterradores. A falta de médicos, los vendedores de mejunjes hicieron pequeñas fortunas vendiendo específicos. Como hoy, que se agotó la cloroquina, fármaco que no mata el virus pero que es medicamento esencial de gente con otras enfermedades como paludismo y lupus. Las fortunas fueron reinvertidas en la economía local rápidamente a la muerte cercana de los enfermos y de los prescriptores de placebos inútiles.

Yersinia pestis se fue como vino, después del gran incendio del año siguiente, una vez diezmada la población porque entonces no hubo más huéspedes para migrar y mutar. Murieron 78 mil personas solo en Londres, 100 mil contando el resto de Inglaterra (quinta parte de su población) y 3 millones en el resto del mundo. El personaje que imaginó Defoe, se debate entre cuidar su negocio o mantenerse vivo. Mientras lo resuelve, decide escribir sobre lo que ve a diario. Observar la tragedia colectiva lo distrae de pensar en su riesgo y en la trivialidad de sus pérdidas frente al cataclismo social. 

Cabe aclarar que Defoe escribió el libro setenta años después de la peste y la mayoría de historias las sacó de periódicos viejos y de las anotaciones de un tío abuelo que re elaboró en una prosa objetiva y una temporalidad desplazada a un pasado imaginario. Era un periodista que escribía crónicas rodeadas de ficción y libelos sarcásticos por los que nadie de su época apostaba. El doctor Johnson que lo dejó por fuera de su diccionario enciclopédico se hubiera reído si un astrólogo le hubiera dicho que unos siglos después Daniel Defoe sería más famoso que todos los autores inventariados por su eminencia. Es así porque todo hecho es inferior a su relato. 

Hay otro relato sobrecogedor sobre otra pandemia. Se trata de Un húsar en los tejados, de Jean Giono. Cuenta la llegada del cólera a Provenza en el XIX. Pero habrá innumerables lectores que prefieran olvidarse de las novelas epidemiológicas en estas circunstancias porque leer será una actividad secundaria, interrumpida seguramente por el ruido de fondo y los boletines informativos de nuestra destrucción global del presente. Lo importante será entonces todo aquello que lo es para siempre, y asegurarse de vivir sin remordimientos por haber hecho lo correcto consigo mismo y asumir la responsabilidad del espacio en que estás. Un año de la peste como 2020, que amenaza con enterrar a una generación, es una oportunidad para mostrar lo que en realidad somos. Ojalá no sólo estemos hechos de caridad interesada, de aquella que da algo a cambio de lo que no se puede devolver. Lo que hacemos por los demás y por el planeta es lo que va a definir nuestra supervivencia. Aprenderemos sobre la vida a un altísimo costo. Que el pan puede escasear en cualquier época. Que los derechos humanos pueden ser suspendidos por el gobierno y por eso una masacre de prisioneros no halla trascendencia. Que los grandes capitales se hicieron con grandes costos sociales y que cuando el pueblo necesitó la salud pública, los gobiernos tasaron a sus ciudadanos, desecharon a los más débiles y suprimieron la noción de pueblo. Que los pueblos de Venezuela, Irán y Siria dejaron de existir porque sus gobiernos no existen para las Naciones Unidas. Que el miedo a perderlo todo nos acerca a lo sagrado, y que después de perderlo todo vamos a tener que encarar la idea de Dios. Que somos la pandemia de otros seres que exploran el mundo en nuestra ausencia.

Si está muy angustiado, no lea; intente meditar.

Por Daniel Ferreira

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