El Magazín Cultural

Días de coronavirus y de héroes anónimos: Ramón, el "celita" del San Diego

El Espectador publica perfiles de quienes salen a trabajar en estos días de cuarentena, arriesgando su salud por la de los demás.

Joseph Casañas - @joseph_casanas
30 de marzo de 2020 - 03:40 p. m.
Ramón Darío Forigua Urrego, vigilante de un edificio en Chapinero, tiene que salir a trabajar todos los días a pesar de la marcha imparable del Convid-19. Un asado en su casa, eso es lo primero que quiere hacer una vez todo regrese a la normalidad.  / Óscar Güesguán.
Ramón Darío Forigua Urrego, vigilante de un edificio en Chapinero, tiene que salir a trabajar todos los días a pesar de la marcha imparable del Convid-19. Un asado en su casa, eso es lo primero que quiere hacer una vez todo regrese a la normalidad. / Óscar Güesguán.

Por alguna maroma dialéctica difícil de rastrear, una generación entera de bogotanos se acostumbró a llamar al portero del edificio de una forma tan incompleta que alteraría los nervios de cualquier purista del lenguaje. “Cela” o “Celita”, para hacerlo más cariñoso.

En el conjunto de apartamentos en el que crecí, la vigilancia se la rotaban dos “celas” bien diferentes entre sí. Me acuerdo perfecto sus apellidos. Mora y Bohórquez.

Mora era un tipo más bien tosco y brusco en el trato. Era el “cela” que se la pasaba dándole quejas a la administradora y nos decomisaba los balones con los que jugábamos al fútbol en el jardín que estaba al lado del bloque 14. Pero es que era maravilloso jugar allí, el pasto siempre estaba cortito, era un espacio amplio y las ventanas de mi casa no corrían el riesgo de que un balonazo las desintegrara en mil pedazos.

Bohórquez, en cambio, era el “cela” chévere. El “celita”. Se hacía el loco y nos dejaba jugar en aquel jardín prohibido, nos dejaba esconder la correa con la que jugábamos rejo quemado en un costado de la portería, nos ayudaba a organizar los torneos de fútbol y llamaba preocupado cuando la ruta número 15 estaba por dejarme botado. Eso a Mora lo tenía sin cuidado.

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Pasaron muchos años para que volviera a vivir en un edificio con “cela”, pero ahora que el virus nos tiene a todos arrinconados y hay más espacio para la reflexión, se agradece mucho más el trabajo de los “celitas”. Hacen parte de esa población laboral que, aunque quiera quedarse en casa para evitar el Covid-19, no pueden hacerlo. No tengo idea de lo que será de la vida de Bohórquez y Mora. Ojalá ambos estén bien.

Este texto nació como una necesidad de viajar al pasado. Aquellos celadores de la infancia ya no existen, pero la adultez contemporánea me puso en el camino a Ramón, el “celita” del San Diego. Espero que estas líneas le lleguen a Bohorquez. Y, bueno, qué carajo, a Mora también. Ya lo perdoné. 

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Ramón Darío Forigua Urrego, vigilante de un edificio en Chapinero, tiene bien claro lo primero que va a hacer una vez finalicen las restricciones que se han implementado para frenar el avance del Covid-19.  “Un asado en la casa. Reunirme con mis hijos, mi señora y los amigos que tengo. Si Dios nos deja vivir, porque uno nunca sabe qué puede pasar en todo este trayecto. ¿Hasta cuándo ira? No se sabe todavía”.

Aunque Ramón ya no recuerda cuándo fue la última vez que se sentó a tomar cerveza, dice que cuando todo vuelva a la normalidad y mientras se come un pedazo de carne, unas papas saladas y un par de mazorcas, se tomará un amargas. “No tomo porque tengo dos hijos que están en la universidad, y lo que me gaste en cerveza se puede usar para el pago de los estudios. Pero el día del asado sería una ocasión especial (…) que pasara todo esto y uno se pueda dar la mano con el vecino, con el amigo. Sería lindo. Pero ahorita toca saludar con el codito y la patica, como los loros”, dice.

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En su puesto de trabajo, Forigua Urrego tiene un pequeño televisor, un DVD y un monitor gigante desde el que monitorea lo que registran las cámaras del Edificio San Diego. Los residentes del lugar saben que el hombre de 47 años, además de ser un buen conversador y un profesional de la vigilancia, le gusta estar informado. Todos los días lee El Espectador y cumple la cita con el noticiero que empieza a las 7:00 p.m.

“Viendo las noticias uno se siente como importante. Ver que mueren jóvenes, ancianos, muchachas, muchachos, es duro. No sé qué pasaría en esos otros países en los que la gente no ha hecho caso, pero a uno le da miedo, a mí me da miedo. Yo veo las noticias por aprender, por ejemplo, algo de la gente que se ha salvado (…) algo se le quedará a uno de lo que ellos dicen”.

Para Ramón, como otros miles de trabajadores que han optado por exponerse y salir de su casa para conseguir su sustento diario, subirse al Transmilenio es una experiencia perturbadora.  Hace un par de días, el vigilante de Chaguaní, Cundinamarca, grabó con su celular un video en el que se ve un Transmilenio repleto.

“Eso fue más o menos a las 5:30 am o 6:00 am. Noté que la mayoría de gente usa tapabocas, pero el bus viene lleno. Con gente joven, viejitos, muchachas, muchachos, gente que va a trabajar. Que tiene que llevar el día a día a la casa. Eso es una cosa que me preocupa a mí porque todos están encima de uno prácticamente y hay riesgo de contagiarse”, dice.

Después de mostrar el video, Ramón roció el aparato con alcohol y con un trapito negro esparció el líquido transparente por la pantalla y la carcasa. “Esto lo hago cada rato. No espero un tiempo, sino que a cada rato estoy limpiando el celular y lavándome las manos. Tenemos que cuidarnos”, agrega.

A Ramón lo esperan, todos los días, sus dos hijos y su esposa, quien también debe salir diariamente, pues trabaja como aseadora en un edificio cercano. “La niña tiene 21 años y el chico tiene 19. Ambos están haciendo tareas virtualmente y no se están exponiendo, están siendo muy responsables. Mi hija parece un gatico, ve por la ventana y nada más. El hijo sale únicamente para que una perrita que tenemos haga sus necesidades.

Hace falta el pico y la bendición que me da siempre mi señora cuando nos despedimos. El besito en la boca toca dejarlo para después o hemos tratado de no hacerlo, aunque somos pareja, por temor. Es el miedo el que influye que eso pase”.

Tal vez, solo tal vez, hay una situación que ha afectado el ánimo de Ramón por encima de otras. Claro, el hombre sabe que Covid-19 tiene la economía jodida, que todos los días el virus mata gente y que los contagios se están incrementando.

“Pero lo que me ha dado más tristeza, sinceramente, es no poder abrazar y besar a mis hijos. Antes de todo esto, ellos salían a abrirme la puerta de la casa. A saludarme y darme un abrazo. Ahora me toca abrirla a mí mismo, lavar la suela de los zapatos, bañarme las manos, la cara, cambiarme de ropa, ponerme una pantaloneta y ahí si saludarlos, pero tampoco me les puedo arrimar. No los puedo exponer. A la hora del almuerzo nos reunimos todos en la mesa, pero tampoco tenemos charlas largas. Antes nos acostábamos todos en la cama que yo duermo a ver televisión, ahora no se puede hacer eso, cada uno está en su cuarto”.

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Por Joseph Casañas - @joseph_casanas

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