El Magazín Cultural

El 9 de abril en dos novelas recientes

El 9 de abril de 1948 por el crimen de Jorge Eliecer Gaitán, produjo un imaginario del desastre, que concibió la historia del país como destino fatal, como espiral de violencia sin salida. Ese imaginario permeó varias de las novelas canónicas de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, Sin remedio, La virgen de los sicarios.

Juan Pablo Castro
27 de mayo de 2017 - 05:04 p. m.
El 9 de abril de 1948.El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.  / El Espectador
El 9 de abril de 1948.El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. / El Espectador

Cientos de muertos, la ciudad en ruinas y el recrudecimiento de la violencia partidaria son algunas de las consecuencias políticas del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. A nivel cultural, el crimen produjo un imaginario del desastre, que concibió la historia del país como destino fatal, como espiral de violencia sin salida. Ese imaginario permeó varias de las novelas canónicas de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, Sin remedio, La virgen de los sicarios. En los albores del siglo XXI, asistimos a un quiebre respecto de esa tendencia, con la apertura que algunos narradores han intentado efectuar en el cauce ya tradicional de esos imaginarios de catástrofe. Me gustaría proponer que El crimen del siglo, de Miguel Torres y La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez abordan la problemática de la Colombia sin remedio, y que para hacerlo recurren a una pregunte común: ¿cómo es legítimo hacer uso del pasado? O de un modo más concreto: ¿qué puede hacer la literatura con el legado 9 de abril?

El crimen del siglo narra el asesinato de Gaitán desde el punto de vista del autor material del hecho, el joven obrero Juan Roa Sierra. La novela empieza con el primer encuentro entre Roa y Gaitán -encuentro desesperado en que el joven acude al ídolo popular para pedirle que lo ubique en algún puesto de trabajo-, y finaliza con el linchamiento de Roa, minutos después de consumado el hecho. En el medio se entreveran la cotidianeidad del proletario -las visitas a su astrólogo, la incapacidad para conseguir empleo, los problemas con su concubina-, y la conspiración internacional que lo juzga adecuado para el propósito de matar y ser borrado. La vida de Roa tiene en este relato la forma de un embudo: todas las fuerzas que la tensan conducen al instante inevitable en que ha de disparar sobre el caudillo. Lo singular consiste en que al llegar ese instante, Roa Sierra recula y, en su incapacidad para disparar, se convierte en un testigo más del hecho: vale decir, en una víctima inocente. Salvo por esa licencia, el curso de la historia persiste imperturbable: a los disparos sigue el linchamiento, la muerte del líder, el desorden y la revuelta. Asumiendo que la novela efectivamente trastoca la historia -y, en efecto, hay suficientes indicios para sostener que Roa Sierra fue el tirador-, la pregunta es: ¿cuáles son las consecuencias de introducir ese sutil trastrocamiento?

En el relato de Torres el personaje de Roa Sierra es construido como un representante de las clases populares, papel del que desplaza a Gaitán, quien tradicionalmente lo encarna por obvias razones. No obstante, en El crimen del siglo las cuitas cotidianas del protagonista, su humillación y su lucha, cobran el valor de verdaderos estatutos de representación respecto de las vivencias del pueblo. En ese sentido, la muerte de este hombre inocente enarbola un homenaje a las víctimas anónimas del 9 de abril, una forma de recordar a quienes fueron fusilados por las balas del ejército. Desde esta perspectiva, la literatura se vale de la omisión histórica -nadie conmemora a esas víctimas- para suplir un rol que parecería corresponder al Estado: el de recodar la masacre que fue inducida por el crimen: el hombre liquidado por una multitud que también caería fusilada, los cuerpos enterrados en fosas comunes.

Invocando algunas de las problemáticas propuestas por El crimen del siglo, a la que reconoce como una “gran novela”, La forma de las ruinas es factible de leerse en continuidad con aquella. En ambos casos de lo que se trata es de realizar un homenaje, un libro-mausoleo, para las víctimas anónimas del 9 de abril. La diferencia entre ellas radica en el modo en que ese homenaje se realiza. Si El crimen del siglo se vale de la transgresión de una verdad histórica –“Roa Sierra no fue el tirador”- en La forma de las ruinas la apuesta consiste en contar lo ocurrido con la mayor fidelidad histórica posible. Este acercamiento, pudoroso y notarial a la historia, permite sostener que en la novela el pasado es algo que heredamos como se heredan los genes. La violencia histórica es un mal con el que debemos convivir, para aprender de él, en lugar de intentar modificarlo. Así pueden entenderse las últimas palabras del narrador, pronunciadas junto a la cuna de sus hijas: “esa ciudad que comenzaba del otro lado de la ventana y que puede ser tan cruel en este país enfermo de odio, esa ciudad y ese país cuyo pasado heredarán mis hijas como lo he heredado yo: con su cordura y sus desmesuras, sus aciertos y sus errores, su inocencia y sus crímenes”. Cambiar los hechos no es modificar el pasado.

Por supuesto, se trata de una ficción, y para construirla Vásquez también tiene que tomarse sus pequeñas licencias, darle sus retoques a la historia. Por ejemplo, en el relato de vida del escritor que protagoniza la novela -llamado al igual que el autor, Juan Gabriel Vásquez-, el interés por el 9 de abril tiene que ver con un hecho puntual: durante sus años de estudiante de derecho un hombre fue asesinado a plena luz del día y a pocos metros -comenta el narrador- de donde fue asesinado Gaitán. Es posible imaginar la escena en una versión cinematográfica: distraído en el aula, Vásquez escucha un disparo, sale, ve el charco de sangre y hay un zoom-in en el que la imagen se funde con la de la sangre de Gaitán, que por medio de un zoom-out nos conduce a la Bogotá de los años 40’. ¿Todas las sangres la sangre? La metáfora es clara -la herida abierta el 9 de abril no ha terminado de sanar-, pero imprecisa: ¿qué tiene que la violencia partidaria que recrudeció con el asesinato de Gaitán con los ajustes de cuentas del narcotráfico en la década del 80’ y 90’? Nada, en efecto, y sin embargo la novela intenta afirmar que su tema es la relación de Vásquez con el 9 de abril, su vínculo personal con el pasado. Pero el vínculo, evidentemente, es ficcional, artificioso. 

En ese sentido, la disputa no es tanto por la verdad o el pudor con se apele a la historia como por los dispositivos de la ficción para abordarla. El verosímil, según el término técnico. Si un político o un historiador tuercen las pruebas para construir una historia que favorezca a su partido, estamos ante un caso de autoritarismo y tenemos un problema. Por suerte la literatura no corre ese riesgo. Para nosotros, lo importante es recordar: con el ardor de un militante o con la frialdad de un jurista, recordar es modificar el pasado.  

Por Juan Pablo Castro

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