El Magazín Cultural

El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera

Este es el primer capítulo del libro de la estadounidense Andrea Köhler. "El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera", editado por Libros del asteroide, subraya lo gratificante de la lentitud y le da la vuelta al escaso prestigio de los intermedios. Köhler es escritora y periodista.

Andrea Köhler
17 de julio de 2018 - 08:22 p. m.
El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera

¿Dónde estás? Sobre la ausencia

 La fatal identidad del que ama no es otra cosa que ese «yo soy el que espera». Roland Barthes

 

Al principio de su Habla, memoria, Vladimir Nabokov describe a un «cronofóbico» que cae presa del pánico al ver por primera vez una película casera con unas escenas de la casa paterna semanas antes de su nacimiento. «Contempló un mundo prácticamente inalterado —la misma casa, la misma gente—, pero comprendió que él no existía allí, y que nadie lloraba su ausencia.» También le perturba el saludo de la madre desde el piso de arriba, que se le antoja gesto de despedida. Pero «lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entrometimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si, en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado».

La cuna se mece sobre el abismo, y si nuestra vida no es más que un fogonazo entre dos negras infinitudes, es cierto que el final que nos aguarda nos resulta más amenazador que ese no-ser-aún anterior. Es como si algo nos esperase en el futuro, algo que en realidad ya ha ocurrido: la —tenga la forma que tenga— nada. En ese sentido, toda nuestra vida es una espera de algo que cayó en el olvido con el primer grito.

warten, «esperar» en alemán, es, según la definición del Diccionario Grimm, un verbo que significaba «mirar a algún lugar, dirigir la atención hacia algo, atender, cuidar, servir a alguien, guardar, perseverar, etc.». También se afirma allí que la expresión esperar a alguien no se desarrolla hasta el siglo xvi. Este vistazo al diccionario nos muestra además que las transformaciones de la palabra trazan por sí mismas una historia de la espera. Este «guardar» en el sentido de «servir», va declinando junto con los grandes poderes, y su forma más civilizada se conserva hoy en el bello y anticuado verbo «guarecer». En la acepción vinculada al servicio se ha retirado enteramente al mundo del catering. Y, sin embargo, la vigilancia y la custodia permanecen en el «guardés», aunque su oficio represente lo contrario de la espera, puesto que promete presencia.

 En alemán el término «esperar», tal como se utiliza hoy, no aparece hasta el final del alto alemán medio; luego, en el siglo XVIII, se le añaden los adverbios que testifican los tormentos de la espera. Desde tiempos de Goethe uno espera «anhelante», «impaciente» y «con dolor».

Quizá por eso no es desacertado que se trate de asir la indefensión que genera la espera con una expresión que alude a lo físico: en la espera algo duele. En alguna región corporal algo se agarrota, se crea una corriente como la que se filtra entre dos puertas que, en un descuido, dejamos abiertas. La espera genera temperaturas. Esperamos con el corazón tiritando, o ardiendo de deseo. Pero qué sea eso que duele, calienta el ánimo o nos llena de escarcha, es más difícil de aprehender. Porque la espera es algo imaginario y concreto a la vez: una visión de algo potencialmente real que se oculta.

Si se trata de la persona amada, la espera es afán que crece hasta volverse anhelo, o incluso delirio. Pues en el amor la espera desencadena una dinámica que penetra hasta lo más profundo de la existencia. Evoca la despedida, una despedida que ya hemos vivido y viviremos. «La cuna se mece sobre el abismo», y el que espera advierte en alguna medida ese abismo. «La fatal identidad del que ama no es más que “yo soy el que espera”», escribe Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, ese alfabeto erótico en el que esperar y amar se convierten casi en sinónimos. El que ama no puede permitirse nunca llegar tarde. El anhelo se presenta indefectiblemente. Es hermano del miedo.

«¿Estoy enamorado? Sí, porque espero. Él, el Otro, no espera nunca. A veces quiero jugar a ser el que no espera; intento ocuparme de otras cosas, llegar tarde; pero en ese juego siempre pierdo, haga lo que haga, me encuentro ocioso, llego puntual, o incluso demasiado pronto.»

Y así, el que ama muestra su debilidad siendo puntual. Si resulta que el otro también llega tarde, entonces se definen los papeles —al menos para ese instante—: el que espera es el que más ama. La ausencia del otro convierte a aquel que espera en el condenado a quedarse.

«El otro se encuentra en un estado de partida constante, en el estado del viaje; es el que migra, huye, siempre en pos de su determinación; yo, el que ama, soy el sedentario, según mi determinación, inmóvil, disponible, expectante, atado a este lugar, un paquete olvidado en un rincón de la estación abandonada.»

El que espera siempre baraja inconscientemente la posibilidad de ser abandonado. Porque la espera del que ama está vinculada con la escena original de la sobrecogedora ausencia de la madre. Solo un momento separa el tiempo en el que el pequeño considera a la madre ausente del instante en el que la cree muerta. Cada espera de la persona amada toca lejanamente esa experiencia y es memoria subcutánea de ella. Así, sobre la espera pesa la maldición de una amenaza que procede de la infancia.

También nuestras formas de conjurar el miedo emanan de ese tiempo en que la espera era un drama existencial y están en el origen de toda simbolización. En Más allá del principio del placer, Freud describe la famosa escena en la que su nieto, de año y medio, trata de sortear con un juego la ausencia de su amadísima madre. Este niño tiene la costumbre de lanzar lejos todos los objetos que tiene a su alcance, y acompañar este gesto con un largo «o-o-o-o», que la madre interpreta como «fuera». Freud deduce de esto que el nieto utiliza sus juguetes para jugar con ellos al «cucu-trás», abandonando así un papel pasivo y convirtiéndose en el agente que escenifica por sí mismo la desaparición y el retorno de la madre: «El niño tenía un carrete de madera atado a una cuerdecita, y no se le ocurrió jamás llevarlo arrastrando por el suelo, esto es, jugar al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el extremo de la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su cuna, forrada de tela, haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba entonces su significativo “o-o-o-o”, y tiraba luego de la cuerda hasta sacar el carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre “aquí”.

Este era, pues, el juego completo: desaparición y reaparición.»

Estos carretes con los que pretendemos jugar a estar y no estar se encuentran en casi todas las esperas. El que aguarda prepara en su mente un escenario en el que desarrolla el monólogo de la espera. Aquí aparece una vasta paleta de sentimientos; lo que la define es, en la mayoría de los casos, la consistencia y composición de la relación con aquel que nos hace esperar.

Existe una especie de dramaturgia de la espera que suele regirse por un patrón clásico. Una persona a la que apreciamos nos hace esperar. En primer lugar, seguramente pasaremos revista a los posibles motivos: el metro que se retrasa, un asunto impostergable en el trabajo, una tarea imprevista e inevitable. A continuación, puede aparecer el enfado: ¡este, este siempre llega tarde! Después repasaremos los datos: lunes, tres y media, en el Café del Mercado. ¿Nos habremos equivocado? No, estamos en el restaurante indicado, a fin de cuentas, fue aquí donde nos vimos la última vez. Y salir ahora —por ejemplo, para hacer una batida por el restaurante de enfrente— sería peligroso: el otro podría llegar justo en ese momento. El móvil suele poner fin a este proceso, a no ser que vuelva a salir el buzón de voz. De forma que seguimos adentrándonos en el monólogo, que ahora adopta quizá un matiz de pánico: ¿y si le hubiera pasado algo? Con suerte la razón se opondrá, a costa, por otra parte, de que la decepción comience a campar a sus anchas y permita que asome, insidiosa, la sospecha: ¿nos estará tomando el pelo? Al final, sin embargo, suele ganar el miedo: ¿y si no viene nunca más? Mejor será distraerse un poco hasta que llegue y podamos recibirle con un reproche o, mejor aún, con una generosa absolución.

Este monólogo es la continuación del juego del «cucu-trás» que escenificábamos en nuestra infancia con esos pacientes muñecos de trapo que Winnicott, el analista de la infancia, definió como «objetos de transición». El osito de peluche que le enseña al niño a esperar y del que algunos no consiguen desprenderse. Como representante, no de la madre, sino de la esperanza de que esta regrese, el oso habita en un umbral que no es únicamente la frontera entre lo de dentro y lo de afuera, sino que representa la demora, la promesa del retorno. El que espera dispone en su cabeza un escenario para «el discurso de la ausencia», como dice Roland Barthes. El otro está presente, ya que pienso en él; está lejos, porque en la espera estoy conmigo mismo: «De esta peculiar distorsión surge una suerte de presente insoportable. Estoy encallado entre dos formas temporales, el tiempo de la referencia y el de la apelación: tú estás lejos (de eso me lamento), estás ahí (puesto que a ti me dirijo). De forma que sé lo que es el presente, ese difícil modo verbal: un genuino pedazo de miedo».

Entonces, ¿esperar sería seguir dándole vueltas a la escena original del abandono, una interminable dilación de la separación que siempre fue? Yo aquí, tú ahí. Atado al potro de la incertidumbre, el que espera experimenta a cada segundo que está en manos del tiempo. Merma instante a instante. Va encogiéndose a medida que espera hasta formar un único punto candente: ¡nunca más!

Por Andrea Köhler

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