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Encontrando a Cervantes

Deborah Levy y Nell Leyshon, escritoras inglesas, hacen parte del grupo de académicas que estudian la obra de Miguel de Cervantes. Ambas estuvieron presentes en la pasada edición del Hay Festival Cartagena por motivos de los 400 años del escritor español.

Camila Builes
31 de enero de 2016 - 02:00 a. m.
/Ilustración: Eder Rodríguez.
/Ilustración: Eder Rodríguez.

Deborah Levy conoció la obra de Cervantes como se encuentran los tesoros más grandes: por azar. Estudiaba dramaturgia y quería encontrar una lectura que la conmoviera. Buscó durante tres meses y, sin embargo, seguía conservando sobre su mesa de noche los mismos libros de Shakespeare que había leído tres veces. Un día, cuando iba en el metro hacia el teatro, escuchó a una mujer leyéndole en voz alta a quien parecía ser su novio. Estaba lloviendo y las gotas transparentes cubrían las ventanas del vagón. El cielo parecía espuma derramándose sobre los edificios del centro de Londres. Había llovido durante tres meses. El país podía ser exprimido como una esponja. Ella traía un abrigo largo, una bufanda azul. “Demasiada cordura puede ser la peor de las locuras, ver la vida como es y no como debería de ser”, escuchó. La frase salía de los labios de la mujer como un ramillete de flores: sin presunciones, despacio y colorida. Levy quedó perpleja. Le preguntó a la chica qué libro era y ella con una mirada reparadora le dijo “Don Quijote de La Mancha”. Se lo dijo en español, entonces lo repitió despacio, haciendo énfasis en las vocales abiertas: “Doon-quijoote-de-la-maancha”. Deborah Levy anotó lo que entendió en un papel que traía en su cartera. (Vea aquí nuestro especial sobre el Hay Festival)

A Nell Leyshon le pasó algo similar. Estaba por esa época en Madrid. Tenía 25. Leyó a Kafka, a Tolstói, a Chéjov. Quería más, sentía que tenía dentro un animal que podría matarla si no leía más, si no leía todo el tiempo. Una noche de verano madrileña, cuando las luces de los faroles vertían su líquido amarillento sobre los andenes, Leyshon encontró el Quijote. Era la época de los actores de Almodóvar, las faldas largas, los sostenes incendiados. Leyó el libro en una semana, luego cinco veces en un mes. Lo leyó en inglés y en español, “para meterme en la mente de él. Para saber por qué elegía las palabras”. Mientras lo leía se enteró de que estaba embarazada, entonces la historia del ingenioso hidalgo la sobrepasó. Se convirtió en un relato que le recordaría para siempre el misterio de la vida. Halló en Cervantes la capacidad para hacer del tiempo una máquina mágica que tenía poder de poner al límite a cada personaje y cualquier acción. Igual que Levy, Leyshon tuvo durante mucho tiempo libros del español sobre su mesa de noche. Leyó su obra completa. Visitó el lugar en donde se presume nació el escritor. Una yonqui de Cervantes. (Vea entrevista a Guido Tamayo, escritor y gestor cultural colombiano invitado al Hay Festival).

Pasó el tiempo. Deborah Levy, que nació en Sudáfrica en 1959, se convirtió en escritora, en madre. Leyó la obra completa de Cervantes y comenzó a escribir obras de teatro. Escribió su primera novela en 1986, Beautiful Mutants (Hermosos mutantes). Y desde eso lleva ocho más. Más de 18 obras teatrales y varios cuentos y poemas publicados.

Leyshon, por su parte, empezó tarde su carrera, pero cuando lo hizo fue contundente. Tras dar a luz a su primer hijo decidió estudiar literatura. Estaba por cumplir, no le importó siquiera. Black Dirt (Negra suciedad), fue publicada en 2004 y fue candidata al Orange Prize en la categoría de ficción. Hizo textos para radio y teatro. En 2010 el Shakespeare’s Globe de Londres produjo Bedlam, primera obra escrita por una mujer en ser representada en un espacio históricamente manejado por hombres.

Estas dos mujeres, sin presentirlo apenas, terminaron escribiendo de Cervantes. Juntas, en un mismo libro editado por el escritor Daniel Hahn, hicieron parte del grupo de doce escritores seleccionados para crear una nueva versión de algún relato de Shakespeare o Cervantes. Seis hispanohablantes escribirían cuentos basados en las obras del inglés y seis angloparlantes del español. Cada uno podía escribir el texto que quisiera. Levy y Leyshon escogieron el mismo: El licenciado Vidriera.

“Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no la del entendimiento; porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginando el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio, de pies a cabeza”.

Ambas se vieron seducidas por la metáfora del vidrio que usó Cervantes para hablar de las penas y las dudas que se callan y permanecen amuralladas en el interior. Levy comenzó a investigar qué se hacía en esos años (1800) y encontró que un médico había vendido algunos de sus dientes para poder pagar sus estudios. Una de sus alumnas, en Praga, le contó que un tío suyo sufría del delirio del cristal: pensaba que tenía los glúteos de vidrio y por eso no se sentaba. Recolectó la mayor información que pudo para escribir su versión del cuento.

“Algo anda mal con la princesa Alejandra Amelia. El 14 de julio ordenó que se cubriera todo el mobiliario con terciopelo suave y que nadie se sentara a su lado en el comedor, ni a su derecha ni a su izquierda, y anunció que no podría volver a montar a caballo y que si tuviera que viajar en carruaje, éste debía ser forrado en paja. Al ser cuestionada por sus reales padres, la princesa al fin confesó que cuando niña se había tragado un piano de cola hecho de vidrio. Por lo tanto, dadas su forma y su fragilidad imaginarias, teme que si se golpea con algo o se tropieza con sus faldas o si alguno de los perros reales salta en su regazo, el piano en su interior se haga pedazos y ella se convierta en un revoltijo terrible de carne y vidrio” (extracto del cuento La mujer de vidrio, publicado por Arcadia).

Nell Leyshon leyó sobre el síndrome. Decidió poner una protagonista adolescente, “amo la adolescencia. Es la edad de la rebeldía, del sarcasmo. Casi todo lo que se ponga en boca de un joven suena a diatriba”. Escribió acerca de una chica que está descubriendo los cambios en su cuerpo. Lo que antes era planicie y suavidad se estaba convirtiendo en tierras húmedas, boscosas y salvajes. Montañas en su pecho y sangre entre sus piernas. La protagonista del cuento de Leyshon queda atrapada en su cama por miedo a quebrarse si alguien, así fuera el mismísimo amor de su vida —ya lo había encontrado y era correspondida—, la tocaba.

Así, después de cinco meses trabajando en el mismo cuento sin saberlo, las dos autoras inglesas se encontraron con la excusa de un té. Hablaron, cada una, de su versión. Hablaron de Cervantes y de Shakespeare. De las novelas que estaban leyendo sus hijos. Y al final de la charla resolvieron decirlo: que no lo superarían. Que aunque haya rabia, tesón y angustia en sus cuentos, no superaban al licenciado Vidriera. Y con los ojos llenos de agua y entusiasmo se despidieron.

Por Camila Builes

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