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La eterna nostalgia de Fernando Vallejo

Intérprete del piano, aunque músico frustrado, el escritor nos regala una obra literaria cuya prosa vibra con una melodía interna.

Andrés Páramo Izquierdo
12 de agosto de 2014 - 02:45 p. m.
/ Fotos: Óscar Pérez
/ Fotos: Óscar Pérez

“Yo soy un caos mental. Un caos cambiante. Una cantidad de recuerdos y de olvidos y de amores y de odios. E infinidad de defectos...”. Esto es lo que aventuró sobre sí mismo, confundido, al parecer, el escritor Fernando Vallejo Rendón en un perfil que le hicieron para promocionar su participación en el encuentro literario Les Belles Etrangères hace cuatro años.

Y dijo también, sin empacho alguno, que no le gusta mirarse en el espejo ni contemplarse, muy a pesar de que la totalidad de su obra literaria se trate justamente de eso: reconstruir, palabra a palabra, la travesía que ha hecho por este mundo. Mirarse. Desandar sus pasos. Escribir sobre la “nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado”, ese acto mental que, según cuenta en La virgen de los sicarios, es lo que le va “suavizando el ceño”. Lo que le permite a Vallejo vivir no es olvidar esos días, como mil veces ha repetido, sino justamente lo contrario: recordarlos de manera incesante y existir, a través de ellos, en la literatura.

Y volver. Siempre volver. El pasado es todo. Es el absoluto y el blanco de su vida. Lo demás, cuando se vino abajo esa infancia añorada y perdida de globos surcando como fuego el cielo antioqueño y de ríos caudalosos, bravíos, ahogando gente sin clemencia, es la nada perdida. Es el limbo de una vida vacía y sin sentido: todo se va, todo se olvida, nada queda. Cuánto daría Vallejo por volver a la poceta de lavar ropa de la casa de la calle del Perú del barrio de Boston de la ciudad de Medellín de su puta Colombia. Todo. Daría todo: una obra literaria entera.

Y ahí lo tenemos, viviendo de nuevo en Medellín, por la Circular 76 número 59-60, donde está una casa que reconstruyó y dio pie a la novela Casablanca la Bella. Volver, pues. El acto mismo.

* * *

Pero vayamos al grano: en la mente de Vallejo existe una relación jerárquica entre las artes que ha sentido más cercanas. Así, y sin más, dice que el cine es inferior a la literatura y ésta, a su vez, es muy poca cosa cuando se la compara con la música, el arte supremo que enhorabuena se inventó ese ser bípedo condenado en sus libros. Su música, eso sí, no la de la humanidad ni la actual, sino la que lo acompañó de niño, la que oían, juntos, Medellín, sus tíos y sus papás. La hispana, los pasodobles, los boleros, las rancheras, las milongas y la clásica. Alguna otra expresión de sonidos juntos no le cabe en la cabeza. Es puro ruido. Sólo existe, como buen enamorado que es del pasado propio, la que lo conduce derecho por ese imaginario río del tiempo a lo profundo de su vida. O blanco o negro, como nos acostumbró.

Y en la música (su música, insisto), en medio de ese caos que era la casa de los Vallejo Rendón, pasó inmerso buena parte de la vida. Era un prodigio, por no ir muy lejos: dice que fue un niño de oído absoluto (piense usted, la capacidad de ir por Paseo Junín en Medellín y saber si, en medio de una orquesta sonando, un instrumento de todos los que tocan está desafinado), un niño, digo, que le daba parejo al piano, al saxo, a la trompeta y al violín. Tan aventajado era entre sus hermanos que terminó por convertirse en el maestro de la casa.

¿Que por qué no fue músico si eso es lo que siempre había querido ser? ¿Que si tanto insiste en la superioridad de este lenguaje humano sobre los demás, y era tan prodigioso en él, por qué no se dedicó a alimentar de obras suyas el arte que más admira? Fernando Vallejo ha dado esta respuesta en un puñado de entrevistas, repitiéndose siempre: porque no la tiene en el alma. No es capaz de entender el problema que lleva consigo. Él se ve a sí mismo como un simple intérprete. Alguien que puede replicar de forma exacta en un instrumento lo que antes compusieron otros. Mozart. Chopin. Strauss. Otros. Nada más.

Tanta nostalgia aprisionada entre pecho y espalda, sin embargo, debía ser canalizada por medio de otro lenguaje. Algo. Lo que fuera. La palabra escrita (aunque el cine también, por un tiempo) sería el remedio final. La obsesión que tenía por usar bien las palabras lo llevó a investigar y finalmente escribir un tomo de 536 páginas que aborda y ejemplifica exhaustivamente las fórmulas que ha usado la literatura universal a lo largo de la historia. Logoi: una gramática del lenguaje literario es un tomazo que, mucho más allá de ser un manual para escribir, es un compendio de estructuras, de estrategias, de giros, de figuras para llegar a la armonía total. Lo más importante, por supuesto, es conservar la música intrínseca que hay en la palabra. Replicar los visos de un arte en el otro. El contorno al menos. El dibujo hecho a lápiz sin color.

Este tratado de gramática fue concebido para visitar y recrear lo que ya ha sido hecho. Una caja de resonancia que contenga el secreto y desenrede la pita: “la mayoría de los escritores no se han dado cuenta de esto. No han hecho un descubrimiento tan tonto y tan esencial y tan fundamental. Y es el primero que hay que hacer para empezar a escribir: que las frases tienen que tener ritmo y sonoridad”. Compás y armonía y los reveses desenfadados que se traducen en la obsesión por el pudor lingüístico. Y, en el caso de Vallejo, nostalgia. Mucha.

Leamos. Oigamos:

“Con su aguja gruesa una vitrola en la cantina tocaba un disco rayado: ‘Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó, por el mundo yo voy penando. Amorcito quién te arrullará, pobrecito que perdió su abrigo muy solito va. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando...’. Y los ojos se me encharcaban de lágrimas mientras dejando atrás a Bombay, para siempre, volvía a sonar a tumbos, en mi corazón rayado, ese Senderito de amor que oí de niño en esa cantina por primera vez esa tarde”.

* * *

Fernando Vallejo Rendón: en esos dos apellidos, según lo mucho que ha escrito sobre la genealogía propia, se encuentra el desgarramiento. Mitad cuerdo, mitad loco. Ángel y demonio. Tierno y devastador. Una tormenta. Un viejo que extraña esos años de juventud desperdiciada a chorros de bar en bar, de fonda en fonda, de aguardiente en aguardiente. Un alma en pena llena de recuerdos que lucha por aferrarse al pasado que ya no está. El ritmo de la prosa es lo que vehicula todo el andar de la nostalgia: esa melodía que van dejando atrás las palabras.

“En uno de esos libros míos, que ya no sé en cuál, tal vez en El desbarrancadero, el tipo que dice ‘yo’ se mira en el espejo, un espejo rajado, y dice: ‘¿Quién es este viejo hijueputa? ¿Quién es? No lo reconozco. ¿Quién es este viejo hijueputa que estoy viendo ahí?’”. Así, con la mirada perdida un poco en el horizonte, termina esa descripción de sí mismo que hizo para el evento en Francia. 

aparamo@elespectador.com

@paramoandres

Por Andrés Páramo Izquierdo

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