El Magazín Cultural

Evocación de una historia común

Martínez Arango fue uno de los referentes del teatro en Colombia, como actor, director, creador y fundador de la Casa del Teatro de Medellín.

Mario Yepes Londoño
06 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
Imagen del dramaturgo Gilberto Martínez Arango. / Casa Teatro de Medellín
Imagen del dramaturgo Gilberto Martínez Arango. / Casa Teatro de Medellín

Era el año 1964. Me encontré en Junín con Gilberto Martínez, a la salida de mi trabajo de vendedor en la Librería Continental de don Rafael Vega. Gilberto, siempre estentóreo en su manera de hablar pero cordial con todos, me interroga: Supe que usted está empezando con un grupo de teatro; ¿qué están montando? Me aturrullé: Bueno, estamos ensayando Corrupción en el Palacio de Justicia, de Ugo Betti. ¡¿Cómo?! –rugió; ¡ustedes son audaces! ¡Esa es una obra grande! Pero ¡ánimo, mi hermano! (palmada en el hombro). Tenía razón. La mía (la nuestra) era la típica ambición del principiante.

Él era el cardiólogo muy joven (tenía 30 años) pero ya notable, el campeón suramericano de natación, y para mí en primer lugar el actor de El Duende, fundamental grupo pionero en Medellín dirigido por Sergio Mejía Echavarría, y luego, del naciente elenco de El Triángulo, que Gilberto había formado con Rafael de la Calle, Rafael Arango, Lucía Arriola, Lya Molina, Tomás Vayda y su señora y otros que mi memoria no retiene ahora. Gilberto también había hecho y observado teatro en México y en Estados Unidos cuando hacía sus residencias de cardiología. Ellos, con Gilberto y Rafael de la Calle a la cabeza, representaban en ese momento en Medellín a los teatreros que se estaban desprendiendo del lastre de un arte escénico de muchas décadas que, en una sociedad todavía gobernada por la Constitución del 86, la cultura confesional de la Regeneración “pasada de matar” (como decía burlón mi abuelo paterno de los viejos de su generación), se expresaba casi exclusivamente por medio de un repertorio afín con el hispanismo católico fanático del fin de siglo XIX heredado de Miguel Antonio Caro y compañía o comedias insulsas: sainetes a la manera de los Hermanos Álvarez Quintero o de Ruiz Iriarte y, que en el mejor de los casos, se aventuraba con el gran Benavente o con versiones acartonadas de clásicos.

Ya Gilberto y sus amigos se habían atrevido con Pirandello y con el Arthur Miller de Todos eran mis hijos. Era el mismo momento en el cual estaba empezando el Nadaísmo a espantar burgueses y a escandalizar beatas de todos los sexos y condiciones. Y era también la Villa en la cual el Cine Club de Medellín de Alberto Aguirre, con la participación de Darío Valencia, Orlando Mora, Gabriel Jaime Arango y Álvaro Sanín, entre otros, todos amigos de Gilberto, nos estaba abriendo los ojos críticos y las entendederas al buen cine, viniera de donde viniese. Y el Medellín donde la plástica contemporánea estaba irrumpiendo avasalladoramente con eventos como la Bienal de Coltejer; donde había cinco o seis excelentes librerías a las cuales llegaba copiosamente la literatura y el ensayo de la modernidad; donde intelectuales como Luis Antonio Restrepo, Álvaro Tirado, Carlos Gaviria o Álvaro Londoño, en la cátedra, y las editoriales de la izquierda (Jesús María Gómez) estaban presentando la visión del socialismo que a muchos nos comprometería. El Medellín del Grupo La Tertulia de Olga Elena Mattei, Justo Arosemena, Óscar Hernández, María Elena Uribe, Leonel Estrada, Regina Mejía de Gaviria, Manuel Mejía Vallejo y Darío Ruiz Gómez.

El conflicto era claro y, en el caso del Teatro, requería personas como Gilberto; porque de todos los dichos del oficio teatral de aquel momento, él era sin duda el intelectual más abierto a todo lo nuevo, precisamente porque conoció siempre muy bien la tradición del arte desde la antigüedad. Es decir, la actitud opuesta a la de quienes creen que es vanguardia negar la historia, por ignorancia. Como pocos, él siempre representó de manera magnífica eso que no me canso de proponer a los estudiantes y gente de teatro: hay que tener, al menos, una cultura profunda del oficio, una cultura de la historia.

Yo era, en aquel momento del encuentro con Gilberto en Junín, un desorientado de 17 años que intentaba decidir si su carrera de la vida sería con la música o sólo seguir sobreviviendo como empleaducho. Al mismo tiempo hacía parte de un espontáneo grupo de teatro que habíamos formado en Bellas Artes, con Teresita Gómez, Consuelo Mejía, Marcos Roiter, Antonio Gutiérrez (homónimo del dramaturgo romántico español) y David Caracuchansky; todos, gente seria menos el hijo de mi padre que estaba más perdido que La Traviata. Aficionados absolutos en el teatro todos. Íbamos a ver las obras que presentaban El Duende y luego El Triángulo en el auditorio de la Facultad de Medicina, una sala donde vimos también a otros grupos nacionales y extranjeros (como el de Carlos Perozzo y Margalida Castro en El cepillo de dientes, de Jorge Díaz, invitados por Gilberto, o el actor argentino Hugo Midón en La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett, con mi asistencia escénica, o el mimo Julien Gabriel, alumno de Marceau). Éramos una pandilla inseparable en los muchos y buenos conciertos de esa época y frente a cualquier escenario donde algo se moviera.

Recuerdo con especial cariño dos montajes en los cuales actuó Gilberto en aquellos años: el primero con El Triángulo: el papel de Agnostos de La zorra y las uvas, de Guilherme Figueiredo (que desde entonces me persiguió hasta que yo mismo me animé a montarla en 2005 con El Tablado y tuve como emotivo espectador y agudo crítico a Gilberto, en compañía de Gloria Tobón). El segundo, La excepción y la regla, de Brecht, en 1969, con un elenco de la Escuela Municipal de Teatro, en el cual Gilberto hizo el papel del Juez, inolvidable pese a la brevedad de su estancia escénica; en este montaje tuve el honor y el gusto de cantar todas las bellas y muy brechtianas canciones de la obra, comisionadas por Gilberto a Mario Gómez Vignes.

Aquel intento de nuestro primer grupo, como ya lo he escrito en otro lado, fracasó cuando llevábamos la obra de Betti bien avanzada, porque el rector de Bellas Artes de esos días nos notificó que en esa institución sólo cabían la música y la plástica, y que necesitaba el sótano del edificio, donde ensayábamos, para la escuela de ballet; de paso, señaló que ya tenía avisos oficiales de que el teatro era un medio principal de los que estaban infiltrando el comunismo en nuestra patria. No había nada que hacer, en ningún sentido.

Entonces decidí que iba a dedicarme al teatro. Ya he dicho varias veces por ahí que por entonces yo tenía tres ejemplos de compromiso con el arte y con su función social, tres maestros insuperables que me animaron a ello con su ejemplo: Enrique Buenaventura y Santiago García (cuyas obras iba a ver en Cali o en Bogotá cuando no venían a Medellín) y en mi ciudad, Gilberto Martínez. Era 1965. Le comenté a Gilberto que mi maestro Rodolfo Pérez González, con quien yo estaba ya cantando en la Coral Tomás Luis de Victoria, me invitaba a que hiciera teatro con los trabajadores de Coltejer, como él lo hacía con un coro de la compañía; Gilberto me animó a que lo hiciera pese a mi novatada de la que nunca me curé. Precisamente una de las obras que monté, con trabajadores de las fábricas de Rionegro, fue una suya: El grito de los ahorcados (que yo, con su permiso llamé Comuneros 1781, curiosamente el mismo título que tiempo después dio a su obra del mismo tema el Teatro La Candelaria de Bogotá). Cuando le conté (en Colombia rara vez se pide autorización al dramaturgo, mire usted) que pensaba poner su obra en escena, me dijo:

– Ah, muchas gracias. Pero, oiga hermano: Usted no pensará poner a los comuneros a ganarles a los españoles…

– ¡Claro que no!, le contesté; ¿por qué?

– Oiga, ¿usted no se acuerda de lo que vimos en la obra Los invasores, la que montó Fausto Cabrera? En esa, tanto los indios de la Conquista como los comuneros les ganaban a los españoles…

– Puede estar seguro de que en nuestro montaje los comuneros van a terminar descuartizados por los chapetones –le dije.

– Buena suerte, hermano.

Su “hermano”, como el de todos nosotros (o como el “maestro” de esos años heredado de Gonzaloarango, que en versión de Jairoaníbal Niño era “maestrico”) se transformó en “compañero” cuando, como todos, estaba en plan de teatro de inspiración socialista. Por entonces no se encontraba un grupo de teatro de la derecha en Colombia. Que yo sepa, Gilberto nunca militó en ninguna de las muchas fracciones de la izquierda según las alineaciones nacionales e internacionales de las décadas de 1960, 70 y 80, cada una de las cuales era señalada de promover algún grupo de teatro o varios. Pero nunca hubo dudas ni en esas épocas ni hasta el momento de su muerte: Gilberto Martínez fue siempre un hombre moderno en el preciso sentido de la palabra; un hombre de ideas progresistas, un hombre de izquierda. Pienso que en su caso cabe la distinción que suelo hacer yo mismo como mi propio imperativo: Gilberto no era un hombre tolerante, pero era un hombre conviviente, que es lo importante; porque hay muchas cosas, fenómenos culturales y sociales y personas que representan la inequidad, la desigualdad, la injusticia, el racismo, la violencia, la superstición, la alabanza de la ignorancia, en fin la premodernidad y lo opuesto a la ilustración, hacia los cuales no se puede ser tolerante, pero es necesario ser conviviente hasta el límite de la defensa de la vida. Una mirada cuidadosa a lo esencial de la obra dramatúrgica de Gilberto Martínez revela de qué lado estaba: de los derechos fundamentales, de los oprimidos, de los excluidos, de la ciencia que él mismo representó tan cabalmente en su propia práctica de médico y de artista. Ya desde una obra con la cual inauguró un período definitivo de su orientación, fue notorio que, nacido como era en el mundo burgués, tenía una pobre imagen de la llamada clase dirigente colombiana y en particular de la local, por su incapacidad para de verdad ser dirigente y resolver los problemas que le competerían; y por su frivolidad. Esa obra, alegórica, fue Los Mofetudos, estrenada por su grupo La Carreta en el antiguo local del Centro Colombo Americano, en la cual recuerdo las excelentes actuaciones de Ricardo Echavarría y de Carlos Ramos. Es verdad que de ahí en adelante su obra dramatúrgica es mucho más profunda, más exploradora de la realidad y de la historia, más poética. Pero desde entonces hay en su escritura la ironía y el sarcasmo que siempre tendrá.

En la vida de Gilberto hay una constante de trabajo tenaz, de incansable entrega a su producción y a la formación de la gente que quiso trabajar con él. Es difícil resaltar etapas, pero en gracia de abreviar este ya muy largo escrito quiero señalar realizaciones. Hay una etapa sorprendente de su trabajo en pro del teatro local, porque al mismo tiempo es una en la cual lo recuerdo bien comprometido con su labor de médico en el Seguro Social y en la docencia de la Facultad de Medicina (que yo sepa, siempre tuvo la convicción de la medicina social y nunca tuvo consultorio particular). Lo recuerdo desde mediados de los años sesenta embarcado en el proyecto de la Escuela Municipal de Teatro, que finalmente pudo cumplir y poner en marcha cuando fue nombrado secretario de Educación de Medellín, y al mismo tiempo se consagró a lo que parecía imposible: concluír el Teatro Pablo Tobón Uribe, varado y casi amenazando ruina por la característica visión de la famosa clase dirigente nuestra, la misma que tumbó los teatros Bolívar y Junín, que hacían parte de nuestro mejor patrimonio cultural. Gilberto logró dejar el teatro en condiciones muy buenas de funcionamiento técnico y de alojamiento para el público; allí funcionó la Escuela Municipal de Teatro hasta que un alcalde la cerró por razones políticas, las mismas que serían inadmisibles donde no reina tanto la ignorancia de los gobernantes.

A la Escuela vinieron a trabajar, entre otros, Consuelo Mejía en la música; en la actuación, Jairoaníbal (sic) Niño, el excelente titiritero, actor, dramaturgo, director y cuentista que también dirigió en Medellín el grupo de la Universidad Nacional; Yolanda García Reyna y Edilberto Gómez, que venían de la época inicial del Teatro Experimental de Cali, notables actores y directores de teatro y televisión. Hay dos obras que recuerdo con admiración de la etapa más sólida de la institución: La disciplinaria, de Kenneth Brown, en la cual además de Gilberto, Niño y Gómez, actuaron Ramiro Rengifo, José Fernando Velásquez y Luis Carlos Medina. La otra obra fue Los fusiles de la señora Carrar, de Bertolt Brecht.

A partir de la clausura y censura oficiales, Gilberto Martínez se propone, con algunos de los integrantes de la Escuela crear un grupo profesional. Funda primero el Teatro Libre en una sede alquilada por el mismo Gilberto, como casi siempre, que tuvo tan corta vida como su continuador, El Tinglado. Entonces, como hoy, no había condiciones; aún no hemos conseguido crear un teatro verdaderamente profesional pese a los avances en la formación. Hoy, su más permanente y lograda institución es la Casa del Teatro y su Biblioteca, la mejor dedicada a la investigación del teatro en Colombia.

Quiero terminar con un reconocimiento personal: Gilberto fue en 1972 (lo supe mucho después por otras personas) garante de mi ingreso a la Universidad de Antioquia como director del Grupo El Taller e, inmediatamente, de mi propuesta al rector de entonces, Luis Fernando Duque, para la creación de la Escuela de Teatro, que Duque aceptó pero sólo conseguimos sus gestores en 1975, la misma que hoy es una realidad promisoria. Durante un período corto, ya en la década de 1980, Gilberto fue docente de la Escuela.

Este fue un hombre polémico y difícil, exigente como todo constructor y luchador contra la mediocridad. Cordial y generoso hacia aquellos en quienes reconocía talento, obra, disciplina. El legado de Gilberto Martínez es inmenso: en esa preocupación permanente por la formación de la gente de teatro y del público; en su dramaturgia y en su obra teórica; en su ejemplo de trabajo en todos los campos; en el estímulo que dio a cuantos se le acercaron para cumplir su deseo de hacer teatro con él o con su ejemplo. Él sí era vanguardia, porque conocía todo el trayecto y el oficio.

Por Mario Yepes Londoño

 

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