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Frankenstein (Capítulo XX)

Hoy se cumplen 170 años del aniversario de la muerte de Mary Shelley, quien murió el 1 de febrero de 1851. Presentamos el capítulo XX de su novela más emblemática, “Frankenstein”, libro traducido por Juan F. Hincapié.

Mary Shelley
01 de febrero de 2021 - 08:25 p. m.
Portada del libro "Frankenstein", con traducción de Juan F. Hincapié, la primera realizada en el país. La novela fue editado en abril de 2018.
Portada del libro "Frankenstein", con traducción de Juan F. Hincapié, la primera realizada en el país. La novela fue editado en abril de 2018.
Foto: Archivo particular

Un anochecer me encontraba sentado en mi laboratorio; el sol se había ocultado, y la luna apenas se asomaba desde el mar. No tenía luz suficiente para mi trabajo, por lo que me quedé sin hacer nada. Consideraba si debía finalizar mi labor por el día o apresurarme en la conclusión de mi repugnante tarea por medio de la atención infatigable. Mientras estaba allí sentado, nuevos pensamientos fueron ocupando mi cerebro, y estos me llevaron a considerar las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años atrás me había empleado de la misma manera, y creé un demonio cuya barbaridad sin igual le había traído desolación a mi corazón y lo había llenado por siempre de amargo arrepentimiento. Ahora me encontraba a punto de formar otro ser cuya disposición ignoraba por completo; quizá saliera diez mil veces más maligna que su compañero, y por sí misma hallara placer en el crimen y la abyección. El demonio había prometido alejarse de los hombres y esconderse en zonas inhabitadas; pero ella no había prometido nada, y con total seguridad se convertiría en una criatura pensante y racional, y por eso mismo podría negarse a cumplir con un

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pacto hecho antes de su creación. Era posible hasta que se odiaran entre ellos; la criatura que ya vivía despreciaba su propia deformidad, ¿acaso no tiene sentido pensar que sintiera un aborrecimiento más grande cuando la viera bajo la forma femenina? Y en cuanto a ella, no podía descartarse que sintiera repugnancia al comprobar la belleza superior de un hombre comparada con la del monstruo, y esto la llevaría a dejarlo. Al verse solo nuevamente, el engendro se exasperaría a causa de la afrenta de haber sido abandonado por un ser de su especie.

Incluso si dejaran el continente europeo y se instalaran en las zonas deshabitadas del Nuevo Mundo, no era descabellado pensar que la sed de amor del engendro lo llevara a querer procrear y rodearse de niños, y entonces una raza de pequeños demonios se propagaría por la Tierra, amenazando la existencia misma de la raza humana y cubriéndola de terror. ¿Acaso tenía yo el derecho, por mi propio beneficio, de traerles esta maldición a las generaciones venideras? Era innegable que los sofismas del ser que había creado lograron conmoverme, y sus amenazas me habían llevado a la inconsciencia. Pero ahora, por primera vez, toda la malignidad de la promesa que había hecho cayó sobre mí. Me estremecí al pensar que las generaciones futuras me declararían el origen de su peste, y hablarían de mi egoísmo, que no había dudado en comprar algo de paz por un precio quizá demasiado alto: la existencia misma de la raza humana.

De repente miré hacia arriba y el corazón comenzó a fallarme. Temblé. Iluminado por la luz de la luna, vi al demonio en la ventana. Una abominable sonrisa se dibujaba en sus labios mientras me observaba cumplir la tarea que él mismo me había asignado. Era cierto: me había seguido en mis viajes. Había vagado por los bosques, se había escondido en grutas y había buscado refugio en amplios y profundos brezales; y ahora venía a comprobar mis progresos y a reclamar el cumplimiento de mi promesa.

Al mirarlo, su semblante expresaba los mayores alcances de malignidad y traición. Por primera vez consideré una locura mi promesa de crear otro igual a él, y en un arrebato de furia hice trizas el objeto al que me había propuesto darle vida. El engendro me contempló mientras destruía la criatura de cuya existencia futura dependía su felicidad, y con un diabólico aullido de desesperación y venganza, se fue. Dejé la habitación, y luego de cerrar la puerta con candado, me hice la promesa solemne de nunca continuar con mi trabajo; y entonces, con pasos temblorosos, me recluí en mi habitación. Estaba completamente solo; no había nadie para disipar mi pesadumbre ni consolarme de la enfermiza opresión de las más siniestras reflexiones.

De este modo transcurrieron algunas horas, y yo permanecía al lado de la ventana contemplando el mar; apenas se movía debido al apaciguamiento del viento, y toda la naturaleza daba la impresión de reposar bajo el ojo vigilante de la silenciosa luna. Se podían ver algunos navíos en el agua, y de vez en cuando una brisa gentil me traía los ecos del sonido de las voces de los pescadores, cuando hablaban entre sí. Pude sentir el silencio pese a que no era del todo consciente de su extrema profundidad, hasta que mi oído se vio invadido por el sonido de los remos cerca de la costa.

Una persona desembarcó cerca de mi casa.

Pocos minutos después sentí el chirrido de la puerta, como si alguien tratara de abrirla con cuidado. Comencé a temblar de la cabeza a los pies; tenía el presentimiento de la identidad del visitante, y deseé despertar a uno de los pescadores de las casas cercanas. Sin embargo, fui vencido por el sentimiento de indefensión que a menudo se ponía de manifiesto en mis pesadillas: trataba en vano de huir de un peligro inminente y me quedaba clavado en el suelo.

Sentí pasos en la entrada; la puerta se abrió y el engendro a quien tanto temía ingresó al recinto. Tras cerrar la puerta, se aproximó hasta mi posición y dijo con voz ahogada:

—Has destruido el trabajo que habías comenzado. ¿Qué te propones? ¿Acaso te atreves a quebrantar tu promesa? He soportado mil fatigas y miserias: dejé Suiza contigo; repté por las orillas del Rin, recorrí sus islas y trepé las cúspides de sus colinas. He pasado muchos meses en los brezales de Inglaterra, y en las regiones inhabitadas de Escocia. He pasado fatiga,

frío y hambre incalculables. ¿Cómo te atreves a destruir mis esperanzas? —¡Vete, demonio! Desde luego que rompo mi promesa. Nunca crearé otro ser como tú, igual en deformidad y maldad. —Esclavo, he tratado de razonar contigo, pero has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que tengo poder. Crees que eres desdichado, pero yo puedo hacer que seas tan miserable que hasta la luz del día te será detestable. Podrás ser mi creador, pero yo soy tu dueño. ¡Obedece!

—La hora de mi irresolución ha quedado atrás, y el periodo de tu poder ha llegado. Tus amenazas no me llevarán a cometer un acto tan repugnante, solo hacen que mantenga mi determinación de no dotarte de la compañera de tu maldad. Ya no estoy dispuesto a echar a andar por el mundo otro demonio que solo pueda solazarse en la muerte y la destrucción. ¡Vete! Mi decisión es irrevocable, y tus palabras únicamente exasperarán mi rabia.

El monstruo pudo ver la determinación en mi rostro, y rechinó los dientes como señal de impotencia. —Si todos los hombres encuentran una compañera, y todos los animales una hembra, ¿por qué yo debo estar solo? Tengo sentimientos y soy capaz de dar afecto. ¿Por qué estos deben ser sustituidos únicamente por desprecio y aborrecimiento? Ten cuidado, hombre. Es posible que me odies, pero desde este momento tus horas estarán llenas de temor y miseria, y pronto caerá el pestillo que te hará desgraciado por siempre.

¿Acaso tienes derecho a la felicidad mientras yo me revuelco en la intensidad de mis desdichas? Podrás anular mis otras pasiones, ¡pero me queda la venganza, que de ahora en adelante para mí será más cara que la luz o el alimento! Es posible que yo muera un día; pero primero tú, mi tirano y torturador, maldecirás el sol que ilumina tu propia miseria. Ten cuidado, pues no tengo nada qué perder, y por tanto soy poderoso. Te observaré con la astucia de una serpiente siempre dispuesta a matar con su veneno.

¡Te arrepentirás de todo el mal que me has causado!

—Detente, demonio. No contamines el aire con estos sonidos malignos. Ya sabes mi decisión, y no soy ningún cobarde, así que no podrás doblegarme con palabras. ¡Vete! Mi determinación es inexorable. —Está bien. Me iré. Pero recuerda: estaré contigo en tu noche de

bodas.

Me abalancé sobre él gritando:

—¡Villano! Antes de que firmes mi sentencia de muerte, asegúrate de estar a salvo. Intenté agarrarlo, pero se escabulló y salió con rapidez del recinto. No pasaron muchos segundos para que lo viera en su bote, que salió disparado por las aguas con la rapidez de una flecha. Pronto se perdió entre las olas. Una vez más, todo quedó en silencio; pero sus palabras seguían resonando en mis oídos. La furia que sentía me impulsaba a perseguirlo y ahogarlo en el mar. Perturbado, caminé de un lado a otro de la habitación, mientras mi imaginación conjuraba mil imágenes que me atormentaban.

¿Por qué no lo había seguido y me había trenzado con él en una lucha a muerte? Había permitido que escapara, y ahora se dirigía a tierra firme. Me estremecí al pensar quién sería la siguiente víctima de su insaciable venganza. Y de nuevo pensé en sus palabras: «Estaré

contigo en tu noche de bodas». Sin duda, ese era el punto que había establecido para la culminación de mi destino. Moriría en aquella hora, y simultáneamente saciaría y extinguiría su maldad. Este prospecto no me atemorizó; y, sin embargo, cuando pensaba en mi amada Elizabeth,

en sus lágrimas de pesadumbre infinita cuando viera a su amado arrebatado de manera tan salvaje, comencé a llorar de manera incontenible. Era la primera vez que lo hacía en meses. Las lágrimas caían sin cesar de mis ojos, y entonces resolví no caer ante mi enemigo sin ofrecer una dura lucha.

La noche llegó a su fin, y el sol salió de entre el océano. Me calmé un poco, si se le puede llamar calma a la rabia que se hunde en las profundidades de la desesperación. Dejé la casa y la horrible escena de la noche anterior, y caminé por la playa, que casi consideré un barrera infranqueable entre las demás personas y yo. Esto me dio una idea: quitarme la vida allí mismo, en aquella roca inhóspita. Sería penoso, es cierto, pero al menos sería el fin de todas mis desdichas. Si decidía

volver, sería para ser sacrificado, o para ver a aquellos que amaba subyugados por un demonio que yo mismo había creado. Caminé la isla como un intranquilo fantasma que hubiera sido separado

de todo lo que amaba, y que por eso mismo era desdichado. Con la llegada del mediodía, el sol trepó a lo más alto del cielo, y un sueño profundo me llevó a echarme sobre el césped. No había dormido la noche anterior. Mis nervios estaban fuera de control, y mis ojos, inflamados por todos los sufrimientos. El sueño logró refrescarme un poco, y al despertar me sentí de nuevo parte de una raza de seres humanos como yo, y comencé a pensar con mayor tranquilidad sobre lo que había

sucedido. Pese a que las palabras del demonio seguían resonando en mis oídos como una sentencia de muerte, parecían un sueño, y sin embargo se sentían claras y opresivas como la realidad.

Con la caída del sol, aún me encontraba en la playa. Calmaba mi hambre con una torta de avena cuando vi un pequeño bote que desembarcó cerca de mi posición. Uno de los marineros me trajo un paquete, que contenía cartas de Ginebra, y una de Clerval, en la que me rogaba que fuera a reunirme con él lo antes posible. Henry afirmaba perder el tiempo y desgastarse inútilmente donde se encontraba; había recibido cartas de los amigos que había hecho en Londres en las que le expresaban su deseo de que volviera y completara la negociación que habían iniciado respecto a su proyecto en la India. Ya no podía demorar más su partida, y en vista de que su viaje a Londres se vería seguido de otro más largo, según conjeturaba, me pedía que lo acompañara tanto como me fuera posible. Me suplicaba, por tanto, dejar mi isla solitaria y reunirme con él en Perth, de modo que pudiéramos seguir juntos hacia el sur. En cierto modo, esta carta me devolvió a la vida, y resolví dejar mi isla al cabo de dos días.

Antes de partir, no obstante, tenía una tarea por cumplir. Pensar en ella me hacía estremecer. Debía empacar mis instrumentos químicos, y para ello debía entrar a la habitación en la que había llevado a cabo mi repugnante trabajo. Tenía que tocar de nuevo aquellos utensilios, cuya vista me enfermaba. La mañana siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y le quité el seguro a la puerta del laboratorio. Los restos de la criatura a medio hacer que había destruido estaban desperdigados por el suelo, y casi se sentía como si hubiera destrozado un ser humano.

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Hice una pausa para componerme, y entonces ingresé al recinto. Con las manos temblorosas saqué todos los instrumentos de la habitación. Al pensarlo mejor, concluí que no debía dejar los residuos de un trabajo que solo suscitaría el horror y las sospechas de las personas que pudieran encontrarlo, así que las puse en una canasta, que procedí a lastrar con pesadas piedras, y tomé la decisión de arrojarla al mar esa misma noche. Luego me fui a la playa y comencé a limpiar mis utensilios.

Nada podía ser más completo que el cambio que se había apoderado de mis sentimientos desde la noche de la aparición del demonio. Antes había considerado mi promesa con una suerte de desesperación plomiza, como un proyecto que, aun con sus consecuencias, debía llevar a cabo;

y ahora sentía como si me hubieran retirado una venda de los ojos. Era como poder ver por primera vez. La idea de continuar mis labores no surgió en ningún momento. La amenaza de la que había sido objeto tenía un peso específico en mis pensamientos, pero sabía que ningún acto voluntario de mi parte lograría evitarla. En mi mente la resolución era clara: crear otro ser como el demonio que había creado sería un acto del egoísmo más bajo y atroz. De mi mente desterré todos los pensamientos que pudieran llevarme a una conclusión distinta.

La luna salió entre las dos y las tres de la mañana; entonces cargué la canasta hasta un pequeño bote y navegué unos seis kilómetros mar adentro. Todo se encontraba en perfecta soledad: encontré algunos botes retornando a tierra firme, pero me alejé de ellos. Sentía como si estuviera a punto de cometer un crimen espantoso, y por ello evitaba, lleno de ansiedad, cualquier encuentro. En un punto, la luna, que hasta entonces había iluminado de seguido, se vio eclipsada por una espesa nube. Aproveché la oscuridad para soltar la canasta en el mar: escuché el borboteo a medida que se hundía, e inmediatamente me fui de allí. El cielo se cubrió por completo de nubes; el aire se sentía puro y helado gracias a las brisas que venían del noreste. Pese a su temperatura, logró refrescarme y cubrirme de sensaciones agradables, de manera que decidí prolongar mi estadía en el agua. Tras sujetar el timón con una cuerda, me dejé caer en el fondo del bote. Las nubes seguían ocultando la luna y reinaba la oscuridad; podía escuchar únicamente el sonido de la quilla de mi embarcación cortando las olas. Este murmullo logró arrullarme, y en pocos minutos me dormí.

No sé cuánto tiempo pasé en esta situación, pero al despertar el sol ya se había encumbrado considerablemente. Soplaba un fuerte viento, y las olas amenazaban una y otra vez la seguridad de mi pequeño bote. El viento soplaba con dirección noreste, y era seguro que me había alejado de la costa en que me había embarcado. Hice lo posible por cambiar mi rumbo, pero rápidamente me di cuenta de que, si lo intentaba de nuevo, mi embarcación se llenaría de agua. Así las cosas, lo mejor que podía hacer era seguir el viento. Confieso que sentí algo parecido al terror. No llevaba brújula, y mi conocimiento de la geografía de esta parte del mundo era tan escaso que la ubicación del sol no representaba ningún beneficio. Podía desembocar en el ancho Atlántico y verme reducido a todas las torturas de la inanición, o podía ser tragado por las aguas inconmensurables que rugían y golpeaban a mi alrededor. Ya habían transcurrido varias horas y sentía las punzadas de una sed abrasadora, sin duda un preludio de todos los tormentos que se avecinaban. Levanté la vista hacia el cielo, cubierto de nubes que el viento se iba llevando y que reemplazaba por otras. Bajéla mirada al mar, que habría de ser mi sepultura.

—¡Demonio! —exclamé—. ¡Tu tarea está a punto de cumplirse! Pensé en Elizabeth, luego en mi padre; ahora todo quedaba lejos, y el monstruo podía satisfacer sus pasiones más sanguinarias y despiadadas. Esta idea me sumió en una especie de sueño lleno de desesperación y espanto, cuyo recuerdo, incluso ahora, cuando todo está a punto de terminar, no deja de estremecerme.

De este modo pasaron algunas horas. Poco a poco, a medida que el sol iba ganando el horizonte, el viento se convirtió en una agradable brisa, y de las grandes olas quedó una leve marejada. Me sentía enfermo y apenas podía sostener el timón. De repente, hacia el sur, divisé una franja de tierras altas.

Me encontraba casi vencido por la fatiga, y gracias al terrible suspenso que había soportado por varias horas, la súbita certeza de que viviría corrió como una fuente de alegría hacia mi corazón. Dejé caer algunas lágrimas. Es increíble la manera en que cambian nuestros sentimientos, y es muy extraño el amor que le tenemos a la vida, que emerge incluso en las circunstancias más enredadas y terribles. Con mi camisa construí una suerte de vela y con impaciencia navegué hasta aquel pedazo de tierra. De lejos tenía la apariencia de una salvaje roca, pero a medida que me aproximaba pude ver rastros de cultivos. Cerca de la costa divisé algunos navíos, y de pronto me vi de vuelta en la vecindad de hombres civilizados. Con cuidado recorrí las sinuosidades del terreno, y tomé como referencia un campanario que destacaba detrás de un pequeño promontorio. Teniendo en cuenta mi estado de debilidad, tomé la determinación de navegar directamente hacia aquella población, pues sin duda allí podría procurarme algo de comida con mayor facilidad. Por suerte llevaba dinero conmigo.

No bien circunvalé el promontorio, pude ver una pequeña ciudad y un puerto en buenas condiciones, al cual ingresé con el corazón contento por mi inesperada salvación.

Mientras me hallaba ocupado en atracar el bote y arreglar las velas, varias personas fueron llegando hacia el lugar. Mi llegada parecía haberlos sorprendido, pero en vez de ofrecerme ayuda, murmuraban entre sí con gestos que en otro momento habrían sido causa de alarma. Me di cuenta

de que hablaban inglés, y por tanto me dirigí a ellos en ese idioma: —Queridos amigos —dije—, si por favor pudieran indicarme el nombre de esta ciudad y el lugar donde me encuentro.

—Pronto lo sabrá —respondió un hombre de voz gruesa—. Quizá haya llegado a un lugar que no sea de todo su gusto, pero no se le pedirá su opinión sobre el sitio donde pasará la noche. Eso se lo prometo. Me vi totalmente sorprendido por una respuesta tan grosera proveniente de un extraño; y mi desconcierto no fue menos al percibir el ceño y la actitud llena de rabia de sus compañeros.

—¿Por qué me responde de esa manera? Ciertamente, los ingleses no son conocidos por recibir a los extranjeros de una manera tan hostil. —No tengo idea —respondió el hombre— de cuál es la costumbre de los ingleses, pero los irlandeses odiamos a los villanos. A medida que este extraño diálogo progresaba, noté cómo la muchedumbre iba creciendo. En sus rostros se veía una mezcla de curiosidad y rabia que me molestaba y en cierto sentido lograba asustarme. Pregunté el camino hacia la posada, pero nadie respondió. Entonces comencé a

caminar y un murmullo se alzó de la multitud, que me siguió rodeando. Estábamos en ello cuando un hombre de aspecto enfermizo se acercó, me tocó el hombro y dijo: —Venga, señor, debe seguirme al despacho del señor Kirwin. Allí debe rendir cuentas.

—¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué debo explicar mis actos? ¿Acaso no estamos en un país libre? —Ay, señor. Será libre para las personas honestas. El señor Kirwin es un juez, y es necesario que usted responda por la muerte de un caballero cuyo cadáver encontramos anoche.

Esta respuesta me sobresaltó, pero pude recuperarme a los pocos segundos. Era inocente, y probarlo sería fácil. Por tanto, seguí al hombre en silencio y fui llevado a una de las casas más bonitas del pueblo. Estaba a punto de desfallecer de fatiga y hambre, pero al ir rodeado de una muchedumbre, pude echar mano de las pocas fuerzas que me quedaban, de manera que mi debilidad física no fuera interpretada como debilidad o aprensión con respecto a una presunta culpabilidad. En ese momento no imaginaba encontrarme la calamidad que en pocos momentos me abrumaría por completo, y que cubriría de horror y desesperación cualquier temor que pudiera sentir ante la ignominia y la muerte.

Debo hacer una pausa aquí. Recordar los aterradores eventos que me dispongo a narrar, con todo detalle, requerirá todas mis fuerzas y mi valor.

Por Mary Shelley

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