El Magazín Cultural

Gachantivá: retratos de un pueblo boyacense

Un poeta, un músico, un lugar para los enamorados, una partera, hacen parte del día a día en Gachantivá, un alejado pueblo de Boyacá.

Giovanny Jaramillo Rojas
12 de julio de 2018 - 12:30 a. m.
Rosita, la partera, uno de los personajes emblemáticos de Gachantivá, Boyacá.  / Dahian Cifuentes
Rosita, la partera, uno de los personajes emblemáticos de Gachantivá, Boyacá. / Dahian Cifuentes

1. La Partera

Una fría noche de principios de los años 80s doña Rosita Forero fue solicitada de urgencia en una casa de Gachantivá (Boyacá) su pueblo natal. Había sido llamada por un señor que, después de ver el rápido y complicado deterioro de la salud de su mujer, temía la viudez. Doña Rosita la vio, la masajeó, conversó con ella y, al cabo de media hora, mandó a buscar unas plantas medicinales que, si bien no le iban a aplazar la inminente cita con la muerte, sí le iban a apaciguar los infernales dolores a los que estaba sometida. Semanas después la señora murió. Lo que no sabía doña Rosita era que la difunta, en su lecho de muerte, había recomendado expresamente a su esposo que una vez pasara a mejor vida y después de un tiempo prudente de duelo, propusiera matrimonio a esa maravillosa y amorosa mujer que le había ayudado a transitar con dignidad ese último trayecto de su vida.

El sexagenario viudo, haciendo caso a la última voluntad de su exesposa y después de varios meses de pugna con la soledad, se fue a consultar con el párroco del pueblo la viabilidad de su disposición. Ya con la bendición del representante de Dios en la tierra, se decidió a abordar a Rosita una tarde cualquiera, diciéndole, sin anestesia: ¿Quiere usted casarse conmigo? A lo cual doña Rosita, completamente anonadada y tras un largo silencio con él suplicando a sus espaldas, respondió que sí, no sin antes asegurarse con el mismo párroco de que no iba a tener problema alguno con el santísimo Dios de su devoción. Así, doña Rosita terminó siendo la nueva señora de la casa, la nueva esposa y la nueva madre.

El matrimonio duró poco más de 25 años, hasta que otra fría noche de principios del siglo XXI, doña Rosita abrazó el último suspiro de su querido esposo y cerró suavemente sus ojos para siempre, después de lidiar mano a mano con una espinosa enfermedad.

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Doña Rosita fue, durante muchos años, la partera oficial de Gachantivá. Aunque aún hoy lo sigue siendo, eso hay que decirlo en voz baja o incluso omitirlo, porque eso le ha traído varios problemas.

El primer inconveniente que tuvo fue con una médica de la costa que llegó al pueblo a hacer su año rural:

Rosita, usted no tiene porqué atender a nadie en su casa, para eso están los centros de salud. Eso que usted hace además de ilegal e improcedente, pone en riesgo la vida de las personas.

En otra ocasión el choque fue con el alcalde de turno:

“Me llevaron a la policía por una muchacha que llegó a mi casa de improvisto, con casi ocho meses de embarazo. La cosa fue que le habían programado una cesárea y ella vino a mí por unos dolores muy intensos un mes antes de la fecha clínica. Entonces yo le toqué la barriga y enseguida me di cuenta que la criatura estaba en una posición inadecuada. Después de ubicarla empezaron unas contracciones y ahí mismo puse un plástico en la cama y una cobija alrededor y, en menos de dos horas, parió en mi casa. A la estación de policía llegó el alcalde, que era compadre mío, y me preguntó que por qué la había atendido en mi casa, a lo cual yo respondí que las fechas de Dios son únicas e inaplazables. Hoy en día la niña tiene 12 años y es mi ahijada.”

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Las parteras están desapareciendo. El oficio y todos sus saberes milenarios están siendo devorados por los irrefrenables tentáculos de la medicina alopática, esa medicina aséptica y pedante, que se desarrolla en la frivolidad de laboratorios y hospitales. De esto es consciente doña Rosita. Pero no se turba. Su sabiduría le ha permitido entender que el orden de la desaparición es natural y que nada está hecho para siempre. Comenzando por nosotros mismos –asegura-. Sin embargo, ella ha intentado transmitir sus conocimientos, sobre todo a una hija que, por cosas de la vida, le salió enfermera. Cada vez que pueden, madre e hija, se reúnen para contarse sus experiencias. Sus conversaciones son cariñosas y muy respetuosas, aunque algunas veces no pueden evitarse las refutaciones. Lo cierto es que la hija sabe puntualmente, aunque no lo practique, cómo es el proceso tradicional de traer una criatura al mundo en condiciones que la ciencia y la tecnología descalifican y condenan.

El oficio está desapareciendo porque cada vez hay menos personas que lo entiendan, lo amen y lo ejerzan. También hay una creciente desconfianza por parte de papás y mamás al considerar la práctica anticuada o simplemente peligrosa. Es una realidad. Las nuevas generaciones confían más en los cuchillos y las drogas de los médicos que en los saberes tradicionales y naturales.

“Es increíble –señala doña Rosita- cómo las mamitas quedan convalecientes y estropeadas hasta un mes después de parir. Eso no es normal. Una mujer recién parida, como cualquier animalito del reino de Dios, debería poder seguir con sus labores cotidianas al cabo de uno o dos días, lógicamente atendiendo ciertos cuidados básicos.”

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A doña Rosita le gusta contar sus anécdotas como partera:

“Un domingo llegó a mi casa una muchacha a pedirme posada, venía sola, por allá de una vereda lejana. Ella tenía que ir a Tunja a que le hicieran una cesárea. A la mañana siguiente le empezaron las contracciones y me fui con ella para el centro de salud de Gachantivá. La entraron a la sala de partos y de repente la doctora empezó a gritar: ¡Rosita! ¡Rosita! ¡Por favor venga! Lo que pasaba era que después de nacido el bebé a la mamá se la había salido la matriz. La doctora nunca había visto algo así, pero yo ya lo había vivido. Los médicos creen que lo que no se encuentra en los manuales de medicina es imposible que pase. Ya de ahí en adelante la doctora, hasta que se fue del pueblo, me llamaba cada vez que sucedía algo extraordinario y yo le daba una mano. Yo no estoy en contra de la ciencia médica, ni más faltaba, pero sí estoy segura que hay muchas cosas que ignora y que los saberes tradicionales conocen muy bien. Creo que los dos saberes bien agarrados de la mano podrían mejorar la salud no solo de las mamás, sino de los pacientes en general.”

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Según sus cálculos, doña Rosita ha ayudado a traer a más de 150 personas al mundo, sin contar sus 6 hijos (4 mujeres y 2 varones) que fueron paridos por ella sola con la única ayuda “de mi diosito lindo, porque mi esposito era muy nervioso.”

A los 13 años atendió su primer parto. La paciente fue su madre. Cuando tuvo a su hermano entre las manos y empezó a limpiarlo no pudo evitar lagrimear. En ese momento comprendió cuál iba a ser una de sus tareas en la vida. Una tarea ciertamente heredada de su abuela materna de la cual doña Rosita no puede olvidar algunas de las recomendaciones más importantes:

Limpiar la carita y los ojitos del bebé.

Cortar el cordón umbilical y amarrarlo enseguida a la pierna de la madre para evitar que se desangre.

Cuando salga la placenta hay que echarla a quemar porque el calor del fuego hace que la mamá sienta ese calor y no se inflame.

En la actualidad los pocos partos que asiste doña Rosita son de emergencia, generalmente porque la mamá no alcanza a llegar al centro de salud. Antes, la primera opción –y la única- ante cualquier síntoma o contracción, era su casa.

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Doña Rosita también soba. Hace terapias de relajamiento, terapias prenatales, reubica huesos, tendones, atiende lesiones. Receta plantas para tratar diferentes dolencias y padecimientos. Diariamente recibe en su casa toda clase de gente que confía plenamente en sus valoraciones. Gente agradecida que le paga con lo que puede, no siempre con dinero.

“Los médicos sólo siguen esquemas, casi no observan y mucho menos se animan a tocar. A mí me habría gustado estudiar medicina, pero medicina natural. Me interesan mucho las plantas y sus propiedades curativas, sin químicos, porque así se prolonga la vida.”

Sus palabras son sabias. Su intuición excepcional. Sus pequeñas y tiernas manos cargan lustros enteros de experiencia y luz. La luz que todos necesitamos al nacer.

2. El músico

Es su voz la que recorre Gachantivá. Su secreta y decisiva voz que, como él, también va en moto. A lo renegado, pasea su gruesa figura calle arriba, calle abajo. El motor truena con regocijo en la tarde sabatina. Todo el mundo lo ve trepar las montañas. Todos saben quién es y tienen una historia para contar. Una canción para recordar. Una cerveza para invitar. 

Una y otra vez pasa por el mismo lugar. Levanta su mano derecha y, tras sonreír, deja regada la incandescencia de una dentadura perfecta, impecable. A cuestas lleva su albacea embutida en un arcaico forro negro. Dice que es lo único que tiene y quizás lo único que algún día se llevará. José Antonio, su voz y su guitarra son lo mismo. No se pueden separar. 

Ya viene el nuevo día / comienza el amanecer / y por la colina arriba viene cantando José / con su guitarra en la mano / y su caminar ligero / llevando su fiel amigo / su perrito compañero / lleva los zapatos rotos / de tanto caminar / que por cosas del destino / nació para aventurar / en la escuela de la vida / piensa su mundo encontrar / aprendiendo varias cosas / para poderlo lograr / la noche tiende su manto / nos cubre la oscuridad / y allá en su rancho tendido / José dormitando está.

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A los 17 años José Antonio tuvo su primera guitarra. Llegó a ella por error, o por antojo, no lo sabe muy bien. Lo cierto es que él se inició en la música como el guacharaquero y maraquero de la orquesta escolar. Lo de guitarrista fue un accidente o una broma del destino. Sigue sin precisar. 

Nadie en su casa tenía disposiciones musicales, excepto su madre que cantaba: “a veces bien, a veces mal”. De cualquier manera, lo que sí logró transmitirle su madre, por encima de la prolijidad, fue la pasión por la música. 

Aunque José Antonio nació y vivió en Bogotá, dice sentirse más gachantivense que cualquier gachantivense. Una vez vino, de niño, y sus impúberes ojos fueron embrujados por las montañas, mientras su cuerpecito se estremeció con la combinación de climas que allí se extienden como paradisíacos hábitos. 

Esto por acá es un remanso de paz inolvidable e incomparable. Acá no hay tristezas, el sufrimiento viene de las ciudades. Me fui de Bogotá porque me cansé de las rejas, las cámaras, las alarmas, las chapas. La ciudad es una cárcel. Usted me perdonará, pero uno tiene que ser muy masoquista para quedarse viviendo allá encerrado.

La casa que habita José Antonio queda en zona rural de Gachantivá, sobre la carretera de entrada al pueblo, a unos 5 kilómetros de la plaza central. La construyó él mismo. Un día se le metió en la cabeza hacerla y empezó a poner palos y orillos de madera. Al cabo de algunos años y sin hacer maquetas ni bosquejos, se irguió una hermosa casa triangular de dos niveles y varios ambientes, una casa acogedora hasta el hastío. En la fachada cuelgan dos guitarras y los colores no pueden ser otros que los de la bandera de Boyacá. Ese es su santuario. El lugar donde ocurre la inspiración. Donde las melodías y los ritmos son los verdaderos protagonistas. José Antonio tiene un arpa, un cuatro, maracas, guacharacas, cucharas, un tiple, un bajo, varias guitarras y una mandolina. Micrófonos y amplificadores.

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Toca música latinoamericana: tangos, rancheras, bambucos, pasillos, sones. Lo que caiga, lo que salga, siempre y cuando sea folclor, tradición, historia. 

Estamos llenos de música extranjera y ritmos que no nos identifican. Música que no incita a conservar lo nuestro, sino a olvidarlo. La música nueva más que música es más bien ruido, un ruido que preocupa. Tanta música de la Guajira, de la Amazonía, del Pacífico, de los Llanos y no, a la gente le gusta más lo que no entiende, lo ajeno. Por ejemplo: una canción en inglés, por más que uno entienda el idioma, eso no es de uno, ni lo representa - dice José Antonio.  

José Antonio, una canción para compartir – propongo. 

Esta me gusta mucho. Pero más que para compartir es para pensar. Es un tema de mi amigo Héctor Vargas, el compositor del sol boyacense: 

Nada tengo de africano / tal vez de asiático poco / de europeo tampoco / y el resto de americano / americano del sur / eso sí que quede claro / y para más boyacense / desde suelo colombiano / soy de espíritu inmigrante / en puerto triunfo y de gloria / y donde quiera que vaya / dejo un reguero de historia / llevo la frente bien alto / y mi pecho alto y erguido / lo mismo labro la tierra que hago una industria o un libro / en el amor soy sincero / y en la amistad consecuente / y me apasionan las hembras y los hombres bien valientes /  historia raza y paisaje / cultura clima y riqueza / no hay en el mundo otra tierra que encierre tanta grandeza /

Toda esta música es la que a mí me gusta interpretar, porque hay sentido de fondo, sentido de pertenencia, amor a lo propio. Mis referentes más importantes son José Alfredo Jiménez de México, Arnulfo Briceño, José Barros, Jorge Villamil y Garzón y Collazos de Colombia, Juan Legido de España, Los Visconti y Atahualpa Yupanqui de Argentina – añade.  

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Si pudiera ir a algún lugar fuera de Colombia, José Antonio no vacila: Argentina sería la tierra elegida.

El tango es poesía pura. Es la realidad, la sensibilidad y la mezcla de un pueblo forjado por muchos pueblos. Fue su padre el que le enseñó a escucharlo, a sentirlo, a valorarlo. En su casa conserva como un tesoro un acetato de 33 revoluciones con dos tangos que para él son inmortales: Mano a mano y Cambalache. 

El disco fue regalado a su padre por la mismísima Eva Duarte de Perón. Esto sucedió en un congreso sindicalista celebrado en Buenos Aires al cual su padre asistió por ser el primer presidente de la UTC (Unión de Trabajadores de Colombia). José Antonio asegura que la heroína argentina y su padre trabaron una muy buena amistad de la cual sobreviven algunas cartas, escritas en verso por ella y en prosa por él.

José Antonio reconoce a Carlos Gardel, no como un referente más, sino como su único maestro. Agarra su guitarra y no permite que me vaya de su casa sin que le escuche cantar un himno, su himno: 

Yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos / van marcando mi retorno. / Son las mismas que alumbraron / con sus pálidos reflejos / hondas horas de dolor. / Y aunque no quise el regreso / siempre se vuelve / al primer amor…

3. Los enamorados

En una parcela, en zona rural de Gachantivá, Gloria y José construyeron una casa con sus propias manos. Viven allí, cercados por un paisaje que tranquilamente pudo haber inspirado a Claude Monet a emprender el camino de alguna obra maestra.  

Todo allí es simple, pero absoluto e intenso: el viento silba sus melodías de sosiego, mientras el sol repiquetea con devoción las orgullosas cumbres de las montañas. Una hoja seca vuela en busca de inmortalidad. Un par de perros juegan con la sombra de un arbolito bailador.  

Es la tierra prometida. 

Aquí es imposible no perderse mirando, respirando, sintiendo. Hay formas de vivir bien sin necesidad de dañar la naturaleza -dice Gloria. 

Alrededor de la casa hay cultivos de fresa, mora, ají, calabaza, brevas, papa, cebolla, plátano, lulo, uchuva, ahuyama, guatila y muchas, muchísimas, otras maravillas. José es el responsable directo del insuperable jardín. La aspereza de sus manos revela cautelosamente el cariño que le ha legado la tierra arada. 

Gloria y José llevan casados casi cuatro décadas y, desde el primer día de matrimonio, se prometieron que algún día vivirían en el campo. Ambos trabajaron duramente en Bogotá durante muchos años y, fruto de ese esfuerzo, pudieron dar el primer paso para hacer real el pacto nupcial: sacaron adelante a sus hijos, con estudio y todo. Ya después y como un torrente, la familia empezó a multiplicarse y ellos a pagar sus respectivas cuotas de cansancio. Hasta que una mañana, muy temprano, Gloria le recordó a José aquella promesa y de ahí en adelante todo fue complicidad. Amor puro. Y Simple cuestión de tiempo. “Cuando se trata de cumplir los sueños no hay barreras ni imposibles” -comenta José- mientras acerca su prominente nariz al vapor que se desprende de una deliciosa crema de ahuyama recién servida por Gloria. “Es una bendición poder disfrutar de lo que uno mismo siembra con tanta voluntad” -añade antes de sumergirse en el hirviente manjar.

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La finca, en su totalidad, es un refugio campesino. Gloria y José no quisieron encerrarse en su tierra como los típicos viejos que, hartos de la ciudad, huyen al campo a morirse en silencio. No. Ellos desearon, desde el principio, dejar las puertas abiertas a una tierra que representa sus ganas de vivir.

Alquilan todo el año las cuatro habitaciones que tienen disponibles en su casa. Dejan acampar. Prestan servicio de alimentación con lo que ellos mismos siembran. Llevan a cabo asesorías en agricultura. También son guías turísticos.  

La experiencia de hospedarse en la hermosa casa de Gloria y José varía de acuerdo a los intereses del huésped, pero siempre parte de la misma máxima: “Aquí todo es más sano, uno se enferma menos y es más feliz”. 

Hasta el famoso ciclista boyacense Nairo Quintana se ha dejado embrujar por esta posada y sus servidores, viniendo en bicicleta desde Combita, en varias ocasiones, a tomar un delicioso jugo del día. Además, con el proyecto de reforestación que lidera Gloria todo se hace mucho más mágico de lo que ya es: “La meta es hacer un bosque de robles. Un bosque que tenga los nombres de todos los visitantes que se animen a sembrar”.

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Gloria es una mujer muy tímida. Su delicada voz puede perderse fácilmente en la serenidad del entorno del cual es ama, señora y bracera. Con el futuro bosque de robles ella espera volver a generar el ecosistema adecuado para que la multiplicidad de especies que se han ido retornen, pero para quedarse y, lo más importante: generar agua, un bien natural que no es muy abundante en la zona.

Gracias a la minería acá no tenemos agua. En los últimos años se secó una quebrada y otra se intoxicó. Nos toca esperar la lluvia. Tenemos el río, pero esa agua fue vendida a Sutamarchán. Si necesitamos agua del río debemos sacar una licencia en Corpoboyacá.

Gloria defiende la belleza del roble y la majestuosidad de su porte, bien sea en grupo o en soledad. Dice que estos árboles son un símbolo de fuerza y longevidad ya que pueden durar siglos y medir hasta 40 metros, además de que su madera es de la más férrea que se puede encontrar en la naturaleza. 

Todo ser humano que se precie debería plantar por lo menos un árbol en su vida. El aporte es incalculable – señala mientras me enseña cómo sembrar uno.

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Estos dos guardianes de la vida renacen a diario. Cada nuevo sol significa una motivación más para ejercer sus sueños. Para ellos no es la esperanza lo último que se pierde, sino las ganas de trabajar. Desde su ínfima porción de tierra enseñan y practican la solidaridad como modelo de desarrollo inagotable y múltiple y sostenible. Son humildes, únicamente en el sentido que guarda la grandeza para los espíritus nobles. Pocos, como ellos, deciden tomarse muy a pecho el destino ecológico y ambiental del mundo. El compromiso que abanderan es sigiloso pero enérgico y, aunque utópico para muchos, basta con que sea real para ellos y para todos los que quieran visitarlos. 

Gloria y José saben que tarde o temprano morirán, lejos de todo y de todos, pero no les importa, sus cientos de hijos seguirán creciendo en la perpetuidad del campo que protegen y eso, para ellos, es la verdadera prolongación de la existencia.  

4. El poeta

Son las diez de la mañana de un domingo cualquiera en Gachantivá. El oficio católico se escucha por todo el pueblo y, en un rincón, a dos cuadras de la plaza central, un pastor protestante advierte, a una minoritaria manada de feligreses, de los peligros y los vicios del mundo actual. 

Poeta ¿Usted va a misa? 

Sí, no, mejor dicho: voy cuando puedo, cuando hay… 

El poeta sube una absurda calle cuya inclinación parece conducir al cielo. Camina sin el más mínimo atisbo de agitación. Va con alpargatas blancas, pantalón negro y una camisa fucsia que fulgura en su prolongado cuello. La bandera de Boyacá está tejida en su ruana como un tatuaje de lana. El sombrero de palmiche es de origen muisca y está serpenteado con una escrupulosa y delgada cenefa tricolor: amarillo, azul y rojo. Entre sus trajinadas manos un perrero, o bastón campesino, parece custodiar sus versos cuando los declama: 

Aquí se les quiere mucho y si vienen se les quiere más / conozcan Gachantivá que es una hermosa tierra de paz.  

Él se presenta: 

Mi nombre es Elkin Forero / poeta, coplero y guía / también soy campesino / y cultivador de alegría. 

Sus ojos azules, bajo el radiante sol, se baten con una curiosidad enfermiza. Ya en la sombra se apiñan mutándose en un verde esmeralda que todo lo refleja. Él es contemplación. Pesquisa pura. Gracia. Un bronceado cobrizo resalta sus pómulos mientras su boca va dejando salir tímidos ingenios: 

Hombre invisible busca mujer transparente para hacer lo nunca antes visto. 

Su voz antecede las fastuosas cordilleras que resguardan al pueblo con vernácula perseverancia. Para el poeta todo es un paisaje que hay que revelar. Desde lo más nimio hasta lo más majestuoso, no hay cosa en la tierra que se salve del divino castigo de la belleza. 

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El buen sentido del humor, el comentario sagaz, el chiste, la copla de doble, triple y cuádruple sentido son patrimonios del departamento. Los boyacenses, como muchos creen, no solo trabajan incansablemente, ni se mantienen a punta de tubérculos y agua de panela, para ellos la risa es un alimento divino y fundamental. Y, naturalmente, en esto Elkin es un campeón: 

Yo no hablo con mujeres / ni con ellas hago trato / porque yo huelo a ratón / y se les alborota el gato. 

La oralidad, además de ser una concienzuda vía de transmisión de costumbres y valores regionales, también es una vía que reivindica el buen pasar, una vía que sabe celebrar el desparpajo montañero y su espontaneidad. Esto lo demuestra el poeta cuando ve a lo lejos, en una esquina, el tropiezo de una muchacha: 

Y ahí tiene pa´ que lo vea / dijo la que se cayó  / pero ella con los calzones / qué quería que viera yo.

***

Elkin Forero nació un 29 de septiembre, el mismo día que don Miguel de Cervantes Saavedra. De esta coincidencia aduce que, “siendo ambos amigos de la luna” y sin importar los 424 años de diferencia que hay entre el célebre autor de El Quijote y él mismo, proviene, indiscutiblemente, la vena sensible de poeta por la cual es reconocido a lo largo y ancho de Gachantivá, su tierra natal, su pueblo adorado, su primer amor. El poeta tampoco descarta que los dos hayan nacido en la misma franja horaria, pero se lamenta de no poder verificar sus sospechas.  

De Colombia reconoce como maestros al gran Rafael Pombo y a sus paisanos Julio Flórez y Jorge Velosa “porque sumercé, no nos digamos mentiras, la música carranguera es poesía pura” –afirma sin titubeo alguno-.  

Las composiciones del poeta boyaco están inspiradas en la cotidianidad del campo, en las perfecciones del entorno natural y, sobre todo, en el amor. Los objetivos primordiales de su oficio son “legar sonrisas, sembrar inquietudes y generar cariño, porque el poeta es un guía espiritual que enseña lo poco que sabe y está abierto a aprender lo mucho que ignora”.

Poeta ¿Cómo crea una copla? 

Estas coplas compañero / con sinceridad le cuento / son coplas que nacen del alma / y yo se las hago al momento.

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Elkin no cuenta con ningún apoyo para escribir. Además de labrar la tierra con sagrado fervor se gana la vida como guía turístico. Se conoce a la perfección los 86 km cuadrados que circunscriben su pueblo, las 35 cascadas repartidas en 5 veredas, las 11 cuevas, 3 lagunas y las ruinas del antiguo pueblo de Gachantivá. 

Después de varios años de incontables esfuerzos por fin logró terminar de escribir su primer libro. Lo tituló “El alfabeto del amor” en homenaje a Flor, su compañera y amiga, que aparte de musa también es poeta. “El alfabeto del amor”, como su nombre lo indica, es un libro de poesía romántica, con ilustraciones propias y una estrofa por cada letra del alfabeto:  

Una décima de amor. 

Antes de la elección / con el alma enamorada / conviértete en mi ilusión / y si puedes en mi amada / háblame con el corazón / bésame con tu mirada / acaríciame con un suspiro / solo así tendré la paz soñada / que siento mujer / cuando te miro / aunque no pase más nada.  

El poeta boyaco (así se denomina él mismo) sueña con ver su libro publicado. Sueña con poder firmarlo, dedicarlo y ofrendarlo al aire, al agua, al sol, a sus paisanos; pero mientras tanto, mientras algún padrino dadivoso emerge de la nada o el trabajo propio le permite ahorrar los elevados costos de edición, producción y distribución de su obra, seguirá cultivando el espléndido retazo de tierra que habita y, por supuesto, seguirá recurriendo a la humildad de su voz para cantarle a Gachantivá, a Boyacá y a Colombia: 

Aquí se siembra alegría y se cosecha esperanza y el creador cada día nos da el fruto en la labranza. Aquí todos somos uno, por una sola razón, amamos a nuestra tierra con amor del corazón. 

*Estos perfiles pudieron realizarse gracias al apoyo de Travolution Colombia. 

 

 

Por Giovanny Jaramillo Rojas

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