El Magazín Cultural

Hernando Chindoy: sembrar café en lugar de amapola por respeto a la tierra inga

Decían que si uno comía maco se volvía tonto. Una cabeza de maco a la que no le entraba nada. No importaba cuántas veces lo dijeran, a mí me gustaba mucho esa fruta que parece una papaya, pero redondita como un balón de micro.

Daniela Cubillos Rojas
24 de mayo de 2018 - 01:18 p. m.
Hernando Chindoy, uno de los líderes del pueblo Inga, promotor del cultivo de café en el departamento de Nariño.   / Harold Rodríguez
Hernando Chindoy, uno de los líderes del pueblo Inga, promotor del cultivo de café en el departamento de Nariño. / Harold Rodríguez

Cerca de la casa de mis papás vivían José Antonio Carlosama y Rosario Chazoy, una pareja de abuelitos que sembraba árboles de maco. Todos los domingos les celebraba la misa que aprendí escuchando a los sacerdotes en la radio. Lo repetía todo al pie de la letra y los abuelitos hasta se arrodillaban. Cuando llegaba el momento de darles el cuerpo y la sangre de cristo, tomaba un vaso de café y una arepa de maíz asada en una cayana de barro que ellos me regalaban, la partía en dos y se las entregaba. A cambio me pagaban con un maco o la mitad de uno y yo me iba contento con eso.

Nací en los bosques vírgenes de Nariño. En el punto más alto de la montaña, donde el viento besa las tierras no exploradas. Un monte de tímidos venados, osos, loros y pavas. De noches oscuras y pequeñas luces flotantes en las vías desconocidas. A dos horas caminando del pueblo de Aponte. Alejado de ese casco urbano que en aquella época era más bien un caserío lleno de casas con techos de paja. Viví diez años en un rancho construido sobre un gran tronco cubierto por cáscaras de madera conocidas como horillos y luego nos mudamos a quince minutos del pueblo para que pudiera ir a la escuela.

Decían que el maco te volvía tonto, pero a mí me hizo bien. Aprendí rápido el español y terminé la primaria en tres años. Hui de casa cuando dejaron de matricularme, y me gradué mientras contemplaba a mis compañeros de bachillerato perderse entre la ambición de dinero. Los cultivos de amapola reclamaban sus cuerpos para explotarlos, sin que ellos supieran. Éramos 37 cuando iniciamos el bachillerato, solo quedamos dos.

Sabía que algo no estaba bien en la comunidad. No éramos nosotros. Yo lo vi, lo sufrí, lo cambié. Hace 25 años que José y Rosario murieron. No sé si fue su Maco o todos los abuelos los que abrieron mi mente y en donde encontré la fuerza e inspiración para buscar la manera de que el pueblo inga los imitara y recuperara la identidad perdida.

Los abuelitos eran lo más cercano a nuestros ancestros, los que mantenían vivas nuestras costumbres. En ese momento solo existían tres o cuatro abuelitos que portaban el vestido propio, la cusma. Nosotros no nos quitábamos los jeans, las camisetas y la ropa de la mayoría, incluso cambiábamos nuestros apellidos indígenas. Ya no era Chingoy, sino Gómez. Lo hacíamos por la vergüenza que cargaba nuestras espaldas desde hace muchos años. Nos trataron como salvajes, como si nuestra espiritualidad fuera del demonio. Fue tanta la humillación que mi gente se perdió de sí misma.

Y por encima del desarraigo estaban esos cuatro ancianos. Estaba Luis Alfonso Jamioy, el abuelo que anda a pie limpio y que aún vive. En ellos vivía la fortaleza para decir que tenemos un vestido propio que nos hace distintos del resto de la población. Una cusma ligada al plumaje del cóndor.  Blanco como la luz de los rayos del padre sol y negro como el color de la tierra. Que éramos hombres y mujeres que queríamos caminar entre el estado de la luz y la oscuridad para vivir en armonía con nuestra comunidad y la familia. Indígenas orgullosos protegidos por el tigre, el guía que nos orienta la vida y el pensamiento.

Antes de entender nuestra historia y mi deber, fui trabajador de amapola. Nadie estaba por fuera de aquella bonanza de bellos colores. Tuve dos hectáreas de cultivo y sesenta trabajadores bajo mi coordinación. Saqué morfina y me lucré de ese gran negocio que pagaba entre $35.000 y $40.000 pesos el gramo de heroína. Pero cambié mi vida por respeto a la lucha de mis ancestros por la tierra, esa que envenenamos con químicos y glifosato. Permitimos la llegada a nuestra casa de guerrilleros y paramilitares. Trajeron con ellos la violencia y el miedo. Nos secuestraron en nuestro propio territorio. Presos de esos ocho mil millones de pesos a la semana que se esfumaban y de meses de hambre cuando fumigaban.

Fueron 870 familias las que tomaron la determinación. No confiamos en externos, nos apoyamos como un colectivo. Nos encontramos con nuestra espiritualidad acercándonos a viejas costumbres, a la planta del yajé, la lengua inga y al vestuario. Cambiamos las 2.500 hectáreas de cultivos de amapola por café. Acabamos el flagelo. Emprendimos. Ahora el café Wuasikamas de Bogotá es la representación de nuestra cultura en Colombia, de nuestra identidad y el nuevo comienzo. El 40% de sus ganancias están destinadas a la reconstrucción del pueblo.

Pero la pasión por la lucha siempre lleva al recelo. Como líder comunitario soy un hombre de amores y odios extremos. Los paramilitares me dieron 24 horas para renunciar a mi papel de gobernador. No lo hice. No los escuché porque soy un cabeza de maco. Un sábado a las dos de la tarde llegaron al cabildo, estábamos en plena reunión. Me gritaban qué hacía ahí, si ya tenía una orden. Por suerte, el lema de la comunidad era: “Si a Hernando Chindoy le pasa algo, aquí se barre hasta el nido de la puerca” y llegaron todos, los rodearon con machetes y lo que pudieron coger. Les dejaron claro que, si yo moría, mas de uno de ellos también. Se marcharon llenos de coraje.

Dicen que cuando uno recibe tiros se muere sin sentir, que el cuerpo se va amortiguando. Ese 25 de diciembre había llegado al pueblo, abracé a unos amigos para desearles feliz navidad y a dos metros dos muchachos encapuchados se acercaban con las manos en la cintura. Ya me habían advertido que me darían de baja, que me harían su famoso champú. Sacaron un revólver y una pistola. Yo solo escuchaba los tiros. Al frente estaba la casa de un exgobernador y corrí a ella. Pegaron en las vitrinas, la nevera, la pared. No sentía nada. Solo buscaba los huequitos de las balas en mi cuerpo. No me dieron. Tuve suerte. Desde ese día, desde que me enfrenté a la muerte, pensé en vivir con mayor fortaleza y determinación. No por mí, sino por nosotros, los ingas.

Por Daniela Cubillos Rojas

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