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Juliana Gómez Nieto: “Escribo por una necesidad vital”

Mientras sorbe su café, Juliana Gómez Nieto nos habla de su proceso creativo, de sus obsesiones literarias, de la construcción de identidad en Montañas azules, de lo que está escribiendo ahora y de la historia y la memoria del Eje Cafetero, cuyo imaginario social y colectivo dice que quiere retratar con su escritura.

Albeiro Montoya Guiral / @amguiral
20 de abril de 2021 - 02:53 p. m.
Juliana Gómez Nieto está trabajando en su nueva novela, una historia que explora la memoria, el peso que tiene ser mujer en una familia campesina y las relaciones entre abuelas, madres e hijas.
Juliana Gómez Nieto está trabajando en su nueva novela, una historia que explora la memoria, el peso que tiene ser mujer en una familia campesina y las relaciones entre abuelas, madres e hijas.
Foto: Diego González

Juliana Gómez Nieto siempre está en movimiento. Nació en Calarcá (Quindío) en 1990, vivió su adolescencia en Pereira, residió en Buenos Aires, La Plata, La Paz y hoy en día vive en Medellín, ciudad que ahora, mientras cae la tarde, está ensombrecida tanto por las lluvias como por la pandemia. Llega al café, de prisa, con una sonrisa ancha y con palabras tan cálidas que iluminan el lugar. Es autora de Montañas azules, una novela que fue publicada en Argentina por la editorial Malisia (2016) y que a la fecha va por la cuarta edición de Planeta. Una historia en torno al terremoto que el 25 de enero de 1999 sacudió con tanta fuerza al Eje Cafetero que una ciudad como Armenia, por ejemplo, tuvo que ser reconstruida casi por completo. Esta novela es, precisamente, parte de esa reconstrucción.

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Juliana Gómez es activista feminista. En este momento es coordinadora de Generación del Conocimiento de la Red de Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe, “la organización más antigua de la región en materia de defensa y promoción de derechos sexuales y reproductivos”. Es integrante del Observatorio Mujer, Cultura y Derechos del Quindío. Es Comunicadora y periodista de la Universidad Nacional de La Plata y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Eafit.

Mientras sorbe su café, nos habla de su proceso creativo, de sus obsesiones literarias, de la construcción de identidad en Montañas azules, de lo que está escribiendo ahora y de la historia y la memoria del Eje Cafetero, cuyo imaginario social y colectivo dice que quiere retratar con su escritura.

¿Qué significa caminar para usted?

Caminar para mí tiene una connotación muy emocional, porque era algo que compartía con mi padre, casi el único espacio que era sólo para ambos. Las caminatas de la infancia, por las veredas del pueblo, o por los propios pueblos del Quindío, cuando nos íbamos de viaje él y yo solos (soy hija de papás separados, por lo que toda la atención de mi papá estuvo puesta en mí), eran nuestros momentos compartidos de reflexión sobre la vida. Durante mucho tiempo, pues, caminar fue como una meditación o una comunión con mi padre, cuando niña y adolescente. Ahora es algo personal, me acostumbré a andar sola, a ir sola por las calles. Cuando camino me abstraigo del mundo y me meto adentro mío; de ahí yo creo que mi escritura esté tan relacionada con la observación, con caminar y observar.

Siento que es usted, también, muy andariega en el sentido cafetero de la palabra, nació en Quindío, creció en Pereira, recorrió Suramérica y ahora reside en Medellín. Siento, asimismo, que Montañas azules es una epopeya protagonizada no por héroes sino por heroínas: mujeres caminantes que buscan a sus seres queridos en las ruinas del terremoto. ¿Por qué hay en Montañas azules tantas personas que caminan?

Casi todas las personas del Eje Cafetero tenemos un pasado común relacionado con la migración, con la colonización antioqueña. Todos nuestros pueblos y ciudades se fundaron a través de la colonización antioqueña, que se dio por la migración de los arrieros y de sus familias. Y yo vengo de una familia de arrieros. Mi abuelo materno era un arriero antioqueño que llegó a Risaralda y se casó con mi abuela que era una campesina de Santuario; yo creo que está muy arraigado en nuestra gente, como en mí, ese pasado campesino. Aunque yo no sea una campesina, mi familia, mis ancestras y ancestros eran del campo, por eso creo que existe en mí esa necesidad de entender el pasado, no desde un lugar idealizante, por supuesto.

Mi abuelo era una persona que atravesaba el país con su recua de mulas, tenía un conocimiento profundo del territorio, y yo creo que lo hacía movido también por esa necesidad de entender el pasado. En mi casa dicen que soy arriera como él, porque me fui a los 18 años a recorrer Suramérica, con una mochila. Sentía que el mundo era muy grande y que para poder escribir sobre él tenía que conocerlo. Así como mi abuelo había conocido Colombia, yo quería conocer Suramérica. Eso me llevó a vivir un par de años en Buenos Aires, después en La Plata, luego en La Paz, después volví al Eje Cafetero y ahora me vine para Medellín. Siento que en mí convergen dos cosas: el bien de la arriería, la pregunta por nuevos mundos, y al tiempo el mal del desarraigo. Como si me sintiera de todas partes y de ninguna. ¿De dónde soy? No sé de dónde soy…

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¿Podríamos decir que es una pereirana nacida en Calarcá?

Cada vez que me preguntan de dónde soy, digo que del Eje Cafetero porque mi abuela y mi mamá son de Risaralda y mi papá y yo somos del Quindío. Crecí en el Quindío, pero hice el bachillerato en Pereira, creo que soy de los dos lugares, no me siento solamente quindiana, como tampoco únicamente risaraldense; siento que uno es de donde quiere ser y que hay que rebelarse contra esa idea de la identidad como algo fijo, como algo monolítico. Pienso que la identidad es algo maleable, que se puede construir.

Escribió Montañas azules íntegramente en La Plata, aun así, considero que hay una construcción de identidad cafetera muy grande en la novela: se mencionan las personas con los nombres característicos de nuestra región, los animales, las flores, la comida... ¿Cómo fue el proceso de construcción de identidad en esta novela mientras estaba en Argentina? Yo la imagino como García Márquez en París escribiendo El coronel no tiene quien le escriba. ¿Cómo hacen para tener su propio pueblo en la memoria estando tan lejos de casa?

Me parece que la condición de inmigrante es muy especial para un ser humano porque le permite ser como una esponja que va por el mundo absorbiendo elementos de diferentes entornos. Al viajar, empiezas a cuestionar todo lo que dabas por hecho porque ahora estás en otro marco de referencia; aunque se hable el mismo idioma cambian los imaginarios sociales, la comida, tantos aspectos que te sientes descubriendo el mundo como si fueras una niña, y en ese descubrir hay extrañamiento y dices: “o sea que lo mío no es lo único, las palabras tienen un valor diferente aquí, los colores, los olores”. Me fui muy joven para Argentina, en un momento en que todavía se estaba construyendo mi adolescencia, y sin darme cuenta fui creando un puente a través de la literatura para estar en contacto con Colombia. Me fui pensando que si me iba escribiría sobre lo que pasaba en el mundo, pero me fui a siete mil kilómetros de distancia para escribir sobre mi pueblo, para decir que lo que pasó en mi pueblo es importante, que tenía un gran valor y yo quería contarlo. Me tuve que ir para darme cuenta de que yo debía narrar a mi pueblo, que tenía una necesidad íntima y profunda de narrar.

Quiero retratar el imaginario social y colectivo del Eje Cafetero, no de Antioquia ni del Valle sino del Eje Cafetero, quiero echar mano de los recursos literarios y poéticos que tenemos. Pensar en cómo se llaman las personas de nuestra tierra, construir personajes inspirados en nuestras abuelas, en las personas de a pie, yo quiero construir en la literatura personajes cercanos al contexto en que nací, en que nacieron mi abuela y mi papá, porque tienen una gran potencia literaria y son en sí una apuesta estética y política por explorar. Me gusta investigar en nuestra propia cultura, que no es una cultura hegemónica sino disidente, un caso particular en Colombia porque es una mezcla de lo indígena, de lo afro, de lo campesino, de lo antioqueño. Yo creo firmemente en la premisa de Tolstoi que dice: “Narra tu aldea y serás universal”.

Me impacta mucho un personaje de la novela, Ángela, una niña de quien dice la narradora, por ejemplo, en la página 29 de la edición de Malisia, que deja de ser niña cuando tiene el primer encuentro con la muerte, ¿cómo llegó a esa idea?

Ángela es en parte mi alter ego. Como viví el terremoto, construí la imagen de Ángela a partir de mis fragmentos de recuerdo de ese suceso terrible. Ella es la Juliana que vio su infancia morir el día que fue a la morgue con su mamá a buscar a su papá y vio cincuenta cadáveres…

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Y a la pareja de abuelitos abrazados muertos…

Exacto. Esa imagen me marcó y marcó tanto mi carrera… Creo que, a partir de ese día, quise escribir en serio. Un día estás jugando en el mundo pastoril de tu pueblo y de pronto hay un terremoto y sales a la calle y la gente se muere, ves la muerte en una magnitud sorprendente. Al poco tiempo tuvieron que dinamitar el colegio donde estudiaba. Imagínate lo que significaba para mi psique de niña de 10 años que “la casa de Dios”, como llamaban a ese colegio de monjas, vuele por los aires. Eran imágenes muy potentes para la escritura, a pesar del inmenso dolor que se estaba viviendo.

En la novela hace un ejercicio de memoria muy valioso, ¿cuál podría ser el balance que haría al respecto en este momento?

Siempre había querido escribir una novela o una crónica sobre el terremoto, porque tenía atoradas todas estas imágenes y sobre todo muchas preguntas; creo que siempre se escribe porque se tienen preguntas y no certezas, y esas preguntas disparan móviles que generan historias y procesos de creación. Creo que escribir Montañas azules me sirvió para hacerme cargo de que quería ser escritora y de que serlo implicaba asumir preguntas, llevar un proceso de investigación, de lectura.

Escribo por una necesidad vital de narrar, de enunciarme. Y enunciarse no es fácil, y más difícil aún para las mujeres, porque la tradición literaria es sumamente machista (no solamente la tradición literaria, la tradición en general, el mundo). Entonces decir “yo quiero escribir, “soy escritora”, “escribí una novela”, puede que personalmente sirva para decir “ya lo hice”, “puedo hacer otra”, “puedo seguir haciéndolo”, y le pueda decir a las mujeres, a las niñas, y a quienquiera, que también pueden hacerlo. Lo importante es asumir el rol político que implica narrar, que implica narrar el mundo desde la subjetividad, desde la propia construcción política. Escribir es difícil, pero a veces lo que más cuesta es asumir lo que tienes para decir.

¿Qué es lo que más la reta en este momento como escritora?

La novela que estoy escribiendo. Hace cuatro años estoy trabajando en ella. Empezó siendo una investigación sobre mi abuelo materno, el arriero de quien hablaba hace un instante; me causaba mucha impresión que de su historia no se hablara en la familia, estaba llena de fantasmas y de vacíos y de silencios, tal vez porque él fue asesinado en la época de la Violencia y mi familia fue desplazada después de su muerte. Pero en la medida en que empecé el proceso de investigación me di cuenta de que la historia de la novela no iba a ser sobre él sino sobre la abuela y sobre cómo fue que ella llegó a casarse con un hombre que fue tan violento y que murió en su ley, hijo de un momento histórico y político de este país. Mi mirada se apartó de la violencia que llevó a que mi abuelo fuera asesinado y que mi familia sufriera toda esta historia tan fuerte y se fijó en las violencias estructurales que vivieron todas la mujeres de mi linaje.

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Será una novela sobre la memoria, sobre las relaciones de las mujeres de la familia, sobre el peso que tiene ser mujer en una familia campesina y sobre las relaciones entre abuelas, madres e hijas. Es, en suma, la historia de tres generaciones de mujeres campesinas que explora la pregunta de qué significa nacer mujer campesina en el contexto de la Violencia, y cómo es esa relación de ser mujer en todos sus ciclos vitales, en cómo se enfrentan todos los mandatos que tiene el patriarcado sobre la mujeres: la feminización del cuidado, la división sexual del trabajo, asuntos profundamente políticos que siempre estoy cuestionando desde mi mirada feminista del mundo.

Y aunque sé que debo trabajar como cualquier persona asalariada, para mantenerme económicamente, quiero decir, también creo en la lentitud, en la periferia, en lo silencioso. Y que cada proceso tiene su tiempo. Ojalá pudiera dedicarme solo a escribir y de seguro ya habría terminado la novela, pero como tengo que pagar el arriendo, la comida del perro y los libros que leo, el proceso de escritura se demora. Sé, por otro lado, que una novela no se termina de escribir, se trata más bien de cuándo se renuncia a escribirla. Y yo aún no quiero renunciar a ella, no quiero precipitarme. Creo que, aún teniendo en cuenta que mi primera novela se ha publicado en varios países y ha tenido buena aceptación, mi carrera de escritora apenas empieza. No tengo afán de publicar, de mostrar, al contrario, quiero que el frenesí del mundo no me arrebate el placer y el dolor que genera escribir.

Por Albeiro Montoya Guiral / @amguiral

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