El Magazín Cultural

Julio César en un Mundo Feliz (Crónica)

Crónica sobre un hombre con poder y sus dilemas sobre las decisiones que toma, que, indefectiblemente, van a terminar por afectar a alguien.

Juliana Vargas
05 de junio de 2019 - 05:48 p. m.
Cortesía
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Julio César se recostó sobre la pared del ascensor. Julio César se recostó sobre el fin del mundo.

- Van a matarme mañana-, dijo, soltando en un suspiro todo su cansancio.

Los demás apenas sonrieron sin dar respuesta alguna. Nunca contestaban. En un mundo lleno de verborrea y palabras sin sentido, en el mundo de la libertad y el ego, a ellos les había tocado llevar la maldición del silencio.

- Bueno…hasta mañana. Que duerman.

- Hasta mañana, doctor.

A eso se reducían sus palabras: a lo básico. Y a lo básico de vez en cuando quería volver. ¿Cómo habrían vivido los campesinos medievales? ¿Y los indígenas chibchas? ¿Y los neandertales? Seguramente eran más felices sin tanto pensamiento cortopunzante en la cabeza. Seguro eran más felices al saber que otros tenían el peso del mundo encima. Ellos apenas tenían que preocuparse por el invierno próximo, o por la muerte del ganado, o por el sudor de su frente. No debían tener presentes cálculos incalculables, ni las expectativas de un pueblo que nunca se cumplían. No tenían necesidad de pensar en los deseos de otros, de miles de otros, para luego aplastarlos en nombre de la libertad y el ego que tanto les gustaba.

- No tiene sentido-, se vio diciendo en voz alta, mientras lo llevaban a casa.

- ¿Señor?-, preguntó el conductor.

- No, nada. Perdón-. El conductor se quedó sin palabras, y a un mundo sin palabras ya se había acostumbrado Julio César.

No tenía sentido. La verdad, nada tenía sentido en el mundo de la libertad y el ego. Tal vez, todo se resumía en un poema que había leído hacía poco*.

Cuando tú estás en el borde del mundo -susurró Julio César-, yo estoy en el cráter de un volcán muerto/ A la sombra de la puerta/ Se yerguen las palabras que han perdido sus letras. Julio César se detuvo un momento y aspiró. Para decir palabras que habían perdido sus letras se necesitaba de fuerza—. Al dormir, la luna ilumina las sombras/ Pececillos caen del cielo/ Al otro lado de la ventana/ Hay soldados con el corazón endurecido.

Él mismo era un pececillo sin escapatoria. Él mismo era una sombra que los otros veían desde el otro lado de la ventana. Él mismo era un soldado con un corazón que se había endurecido con cada decisión que tomaba día a día. “Lo siento", pensó. “Si no les gusta, revisen entonces su nivel de tolerancia a la frustración. No soy su Celestina, soy su héroe…o su villano, como se les dé la gana verlo”.

Pero la rebelión le duró poco. Cuando llegó a casa, su esposa estaba sentada frente al televisor. Por el rabillo del ojo, Julio César vio su reflejo en pantalla. “Tienes ojeras. Unas ojeras de aquí a Pekín”.

- Amor-, le dijo apenas Lucía, sin separar los ojos de la pantalla.

- Amor.

- Ya hay un hashtag en Twitter.

- Aún no termino de entender qué es esa maricada.

- No importa. Dicen que das asco.

- Siempre le doy asco a uno u otro. A eso me dedico, a ser la voluntad del pueblo, o la involuntad. Ya ni sé. Doy asco, me doy asco.

- Amor…

Lucía se levantó de la cama y le dio un beso. Fue un beso desesperado y esperanzador. Fue un beso con cariño y rabia y tristeza. Julio César le devolvió el beso con todo el amor del que fue capaz, pero sólo pudo pensar en ese poema sin sentido, y en el mundo sin sentido, y en las palabras que han perdido sus letras. “Kafka está sentado en una silla a la orilla del mar/ Pensando en el péndulo que hace oscilar el mundo/ Cuando el círculo del mundo se cierra/ La sombra de la esfinge sin destino/ Se convierte en cuchillo/ Y atraviesa tus sueños”.

“Kafka…". Seguro Kafka también se recostaba sobre las paredes de los ascensores, y pensaba en los péndulos que hacían oscilar el mundo sin importarle las almas de los pobres mortales. Seguro Kafka soñaba con esfinges sin destino que se convertían en cuchillos. Él también era la esfinge que dictaba el destino, y era el cuchillo que debía matar los sueños de algunos. Él era el verdugo y el final. Era aquel que daba asco.

Irónicamente, gracias a él, los demás vivían en un mundo feliz. El pueblo que hablaba de libertad y de ego podía ignorar su vida mientras volcaba su ira y sus miedos sobre él. Él era el chivo expiatorio, el cuchillo y al mismo tiempo la diana a quien apuntaban. Él era la droga, el héroe y el villano sobre quien toda la culpa recaía para hacer del mundo algo feliz. Él era Kafka, que no entendía la realidad pero la aceptaba, mientras los demás se dedicaban a querer cambiarla.

- Mañana es la misa de mes de tu papá-, le dijo Lucía después de besarlo.

- Mi papá…No…no sé si tendré tiempo de ir…"Papá, estoy cansado. Llévame contigo cuando yo ya no sea importante aquí”.

Y a pesar de dar asco; a pesar de ser el verdugo, la esfinge y el cuchillo, Julio César no sabía cuándo le podría llegar su hora. Quienes son el coste de la felicidad no saben cuándo se acabará su misión.

***

* Este poema es tomado de “Kafka en la Orilla del Mar”, de Haruki Murakami.

 

Por Juliana Vargas

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