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La instantánea: la amistad de César Vallejo y Juan Domingo Córdoba

Esta relación entre el poeta y el fotógrafo dejó, aunque de forma escasa, algunas fotografías a su paso.

Andrés Felipe Yaya
02 de julio de 2020 - 05:37 p. m.
César Vallejo en el el Parque de Versalles. Esta es una de las pocas fotografías que quedan de la amistad del poeta con Juan Domingo Córdoba, autor de esta fotografía.
César Vallejo en el el Parque de Versalles. Esta es una de las pocas fotografías que quedan de la amistad del poeta con Juan Domingo Córdoba, autor de esta fotografía.
Foto: Juan Domingo Córdoba

Era verano en 1929 en París. El sol, por esos días, entibiaba las plazas y el paisaje tomaba una forma llana y diáfana. Despejado el cielo se abría más vivo, tal vez, cuanto más cerca estaba de los hombres. Las nubes buscaban, casi transparentes, la cabeza de los transeúntes, y los girasoles, cortésmente, el rastro de un sol que estallaba como un mango maduro. Pasean por el parque Versalles Juan Domingo Córdoba, Georgette Philippart y César Vallejo. Algunas veces, entre semana o los fines de semana, los tres compartían largas caminatas por las plazas como huyendo de un mundo que les agujereaba el pecho. Pasaban por los jardines en flor, pasaban en las noches por las fuentes cuyo tintineo de monedas aún permanecía, pasaban por entre el gentío frotándose las manos enrojecidas sobre el dril de los pantalones. Veían el mundo desde los escalones de piedra, inclinándose para mirar calle arriba, por donde el mundo se perdía. Esta vez recorren el parque Versalles, con el rostro embellecido por el resplandor translúcido del aire, con una ruda elegancia, dejando tras ellos, en la cotidianidad del parque, un eco de talones en el pavimento, un olor a perfume peruano.

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Domingo Córdoba era estudiante de derecho y había nacido en Tarma, centro de Perú. Conoció a Vallejo en Madrid, en junio de 1927. Llevados por el azar y la sombra andina, la vida los unió en amistad. La nostalgia de los lugares, el peso de una geografía acentúa los sentimientos y la extrañeza se vuelve familiar. Encontrar a un paisano en el desasosiego de un lugar, en alguna encrucijada, es encontrar un instante de tiempo y de luz que le trae a la memoria los lugares perdidos. En toda su correspondencia, Vallejo llamaba «Zorillo» a Córdoba. Al cabo de los días, Vallejo lo convenció para que se mudara a París. Según el poeta, París tenía todos los materiales para su inspiración y era la ciudad donde todo el mundo coexiste en un mismo latido simultáneo. En cierta ocasión, Vallejo le manifestó a Córdoba: “Aquí en París no se hiere por lo que alguien es o por lo que quiere ser”. Ambos tomaron el tren hacia la capital francesa, dejando que el pasado y el tiempo cumpliera su tarea, amortiguara el dolor o borrara la pena.

La amistad desencadenó múltiples anécdotas de las que surgieron escasas fotografías, como la del verano de 1929. Córdoba acompañaba a Philippart y Vallejo mientras caminaban por los jardines de Versalles, severamente cubiertos por una luz limpia. En un momento se detuvieron a tomar un descanso. Córdoba, en efecto, tomó su cámara y obturó. Condensó en el chispazo la poética del mundo de Vallejo: un hombre que sostiene el desgaste continuo de vivir en un bastón. El ceño fruncido y la mirada ilimitada como una ciudad extranjera. Lo acompañaba su amante, Georgette, que sostiene su sombrero en las rodillas. El aire ondeaba en sus sienes y veía, tal vez, la perspectiva de las cosas que no llegaron a ser. Sostiene con entonación sorda la vida, la brevedad y su experiencia, mientras escucha su voz: “Todos mis huesos son ajenos; / yo talvez los robé! / Yo vine a darme lo que acaso estuvo /asignado para otro; / y pienso que, si no hubiera nacido, / otro pobre tomara este café!” Sin duda, las mejores fotografías nos enseñan a mirar: tienen un pasado en blanco y negro que atestigua el tiempo. Las fotografías nos muestran instantes de la vida en el momento mismo en que las acciones suceden. Son formas de expresión acompañadas por el silencio: allí las palabras se nos niegan.

Picasso leyó “La rueda del hambriento” y“España, aparta de mí este cáliz” y sobresaltado dijo: “¡A este sí le hago yo un dibujo!”. Picasso nunca había visto a Vallejo y tuvo que valerse de las fotografías. Dos bocetos están hechos de acuerdo a las imágenes de Emile Savitry: capturas que retratan de perfil al poeta. El tercero, en cambio, sigue los patrones de la instantánea de Domingo Córdoba en los jardines de Versalles. Un dibujo con apenas pocos trazos sueltos, leves, que nos recuerdan las palabras de Voltaire al decir que el arte de ser tedioso es decirlo todo. Picasso nos entregó la precisión y Domingo Córdoba la eternidad de un instante.

Por Andrés Felipe Yaya

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