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La Arcadia de Tlamente (Cuentos de sábado en la tarde)

Los riscos del acantilado estremecieron su anquilosada curiosidad. Por la galería de cantiles descienden unas sombras espectrales que van a naufragar a un mar turquesa, mientras cientos de alcatraces maniobran a ras  de las olas como celebrando la tonalidad mandarina del atardecer.

Luis Felipe Arango G
30 de enero de 2021 - 07:48 p. m.
"Tan inverosímil azotea es en realidad una formación natural embellecida por miles de jilgueros que cantan ritmos siderales para encantar el halo de majestad de Tlamente y sus habitantes".
"Tan inverosímil azotea es en realidad una formación natural embellecida por miles de jilgueros que cantan ritmos siderales para encantar el halo de majestad de Tlamente y sus habitantes".
Foto: Pixabay

Sobre las piedras esculpidas por las olas, Traventino alcanza a distinguir varias cabras rojizas escarbando retoños entre los topacios de un aroma pastoril.  Aunque la cima de la cuchilla se oculta tras milenarios baobabs originarios de Limpopo, él adivina que allí ha de estar camuflada la majestuosa terraza de piedra perpendicular a la cumbre. Tan inverosímil azotea es en realidad una formación natural embellecida por miles de jilgueros que cantan ritmos siderales para encantar el halo de majestad de Tlamente y sus habitantes.

Llevaban horas navegando a vela hasta llegar a la orilla del memorable puerto azotado por el olvido. Los últimos travesaños resistentes a siglos de tempestad, son apenas el vestigio de un sofisticado embarcadero. Quedan en pie los escombros del tejado y un madero cuarteado por centurias de aguantar la obesidad de cuanto duque, fraile y andante ha peregrinado por esa ruta. La canoa se acerca con lentitud al cadavérico puerto. No son muchos quienes tienen la fortuna de llegar a un paisaje tan invencible. Resulta una proeza salvar su manigua de helechos hasta llegar a la montaña de rocas gigantes puestas allí en perfecto orden caótico por olas rebeldes de casi treinta metros. Más difícil aún encontrar la senda conducente al inexpugnable castillo del Alborán. Traventino tiene memoria de un camino encantador, lo recuerda agreste y poblado de aves migratorias seducidas por el perfume de la trementina de altivos cipreses. Pero a simple vista la vegetación parece haberlo devorado todo.

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Para su fortuna el baquiano Gabilondo es quien domina los trucos y las cicatrices del rocoso arcano. Sabe que a unos cuantos pasos de andar a tientas por su exótica fauna, se encuentra enterrada una porcelana medieval ya cubierta por el musgo, en la que a duras penas se alcanza a leer una fecha y un texto: “1288 Vita Sacra”. Ese lindero señala el inicio del camino y abriga la certeza al peregrino de que más allá sí está su destino, aunque no  haya rastro alguno de humanidad en tan selvático panorama. Traventino siente un leve temor ante la inmensidad del silencio y los contrastes de la naturaleza le provocan un vértigo de emociones. Llevaba meses andando y navegando y ya la necesidad de llegar al castillo es insalvable. Había nacido tras las murallas de aquellas torres antiguas hacía 44 años junto a su amado hermano gemelo. Aún tiene el recuerdo de una infancia llena de alegría interrumpida por el terror. El terror lo conoció el día que lo llevaron a empacar su maleta y le obligaron a abandonar Tlamente.

Al  emprender este viaje de retorno quiere comprobar si es el lugar fascinante de sus recuerdos, cuando de niño encontraba en sus túneles, torres y gárgolas toda una coreografía de imaginarios fantásticos para el juego. A los ocho años fue sacado a empellones por un grupo de guardias acuerpados que trabajaban para su madre adoptiva. Junto con su hermano quedaron huérfanos a muy temprana edad y no se habían vuelto a encontrar desde que él abandonó el castillo a finales del siglo XIX. Sus padres murieron en el único naufragio del que se tuviera noticia en esa región. Fue una tragedia que muchos interpretaron sospechosa porque no eran escasas las embarcaciones que enfrentaron las mismas condiciones tormentosas.

A su entrañable gemelo de juegos y de infancia no lo abrazaba desde entonces. Baldomero tuvo la fortuna de no ser adoptado y su carácter estoico fue afortunado ante el privilegio de cultivarse en ese cosmos virtuoso al que los unía una identidad inquebrantable.  Traventino estaba volviendo a respirar el inconfundible oxígeno con los sabores de la sal marina y sintió la melancolía de los recuerdos de su niñez. La siguiente vez que volvió a ver el rostro de su hermano después de la tormentosa separación, fue gracias a una fotografía que algún alquimista había transformado en una increíble lámina de colores. Era una técnica de no creer porque todos en aquella foto aparecían con los colores reales y no en blanco y negro como era lo usual. A Traventino le llegaron algún día por el correo esas láminas de colores donde se veía la fulgurante figura de su entrañable Baldomero. ¿Pero fotografías en Tlamente, cómo? El fenómeno se explica porque por el castillo peregrinaban personajes fascinantes entre los que se incluían algunos inventores de artefactos inverosímiles. Siempre que algún ciudadano destacado de la modernidad inventaba alguna maravilla o adquiría una gran fortuna por su ingenio, iban a parar al castillo de Tlamente, un recóndito costado opuesto a la civilización.

Tlamente era una fortificación impenetrable, construida en el medioevo por una dinastía descendiente de sacerdotes celtas.  Los celtas tenían esa particular costumbre de construir sus santuarios en los lugares más remotos e inalcanzables, y los nobles herederos de esta tradición habían querido elevar el lugar a una dimensión sublime donde su esencia mística permitiese una conexión astral invocando el rito tlamentino. Esto explica que toda la atmósfera encapsulada en el castillo trascendiera su condición de fuerte militar para transformarse en un templo ritual pagano. Los cimientos espirituales que daban a su interior un aire vital y eufórico se inspiraban en la naturaleza holística de la existencia. Tlamente era un microcosmos de ciudad universal donde todos los saberes y las ciencias se fusionaban para conectar la materia con el espíritu. Era el ágora de los más encumbrados científicos e inventores que la visitaban para recuperar los fundamentos de su humildad y su esencia humana. El ritual tlamentino de la reminiscencia recordaba a las mentes más lúcidas que tan solo eran partícula de un gran cosmos en permanente expansión. La materia sin espíritu no tenía un propósito de sentido humano. No había duda de que la experiencia humana  era más propensa a encontrar la armonía en la búsqueda espiritual que en la acumulación material. Esta era una certeza cuya atracción jalaba a Traventino de regreso hacia el castillo de su cuna.

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La enigmática fotografía que Traventino recibió de su hermano Baldomero reflejaba ese sosiego espiritual que se sentía en el burgo amurallado. En su interior se experimentaba una existencia con toda vitalidad y euforia.  Era una paz que en medio de gentes tan diversas venidas de todos los continentes, parecía una circunstancia de otro planeta. Podría incluso especularse que alguna pócima se habrían bebido los visitantes para expresar semejante dicha y placer en sus rostros. Así aparecían varios de los personajes en la fotografía al lado del joven Baldomero, algunos sentados y otros de pie, pero todos con un regocijo que parecía espontáneo.

La foto databa de 1907. En el verano de ese año llegó a Tlamente un anciano de insolente rebeldía científica. A cualquiera que intentase darle una ayuda para subir los empinados y resbaladizos escalones del acantilado, por reflejo les pegaba su buen bastonazo. Aunque llevaba a cuestas  el pesado honor de haberse ganado el premio Nobel el invierno anterior, no iba a permitir que nadie degradara su decisión de asumir ese desafío con todo el rigor de su propia fortaleza mental  y el sobrenatural esfuerzo físico que exigían las condiciones del camino. El señor Gabriel Lippman se elevaba flamante por el risco con las alas de su bigote blanco. Disfrutó cabalmente la estadía en el castillo, meditando y jugando como niño por entre túneles y puentes levadizos. Antes de abandonar esas torres para bajar de regreso a la realidad, invitó a un grupo de compañeros con quienes había compartido los mejores momentos de amistad y meditación, para tomarse esa fotografía que había alucinado la imaginación de Traventino.

Allí aparecía su amado Baldomero, con la tez morena y los ojos rebosantes de una serenidad contagiosa. No pudo resistir las lágrimas al verlo tan parecido a su madre, con esa expresión del rostro de la que emanaban bondad y ternura. Dos ideales de la humanidad tan ajenos a su propio temperamento. Dos almas, dos culturas distintas. La contradicción entre mundos vividos tan desiguales. Baldomero gravitaba en lo metafísico, con dedicación y alegría había vivido para elevar su espíritu, no para ser súbdito de su carne ni veleta de sus instintos. Vivía en la libertad del presente, sin pensamientos que lo atasen a un pasado o un futuro inexistentes. Vivía a plenitud en el alivio de la liviandad, sin el apego a nada que no fuera alimento para la elevación de su espíritu.

En contraste con esa experiencia esotérica, la vida en la ciudad era un caos. Traventino había caído en las redes de una ilusión materialista que lo asfixiaba. Nada lo colmaba, ningún placer le bastaba. No acababa de satisfacer alguna de sus obsesiones materiales cuando otra irracional ambición ya estaba al acecho para ofrecer otro espejismo de felicidad. Así era el vértigo en el que discurría su cotidianidad. A medida que pasaban los años, cada vez añoraba más los mejores tiempos del pasado y suspiraba porque el futuro le trajera  vientos más afortunados. El presente, esa conciencia de estar en el hoy y el ahora, se le escapaba como agua por los dedos y no encontraba la magia para evitarlo. Sentía la necesidad de despertar de ese estado hipnótico que le impedía asir el presente en toda su dimensión, pero no lo lograba.

Su profesión era  lo que antaño llamaban un agente viajero. Se mantenía andando de ciudad en ciudad con una indumentaria pequeño burguesa ofreciendo viajes en trasatlántico a esa  pléyade de nuevos millonarios cuyo único oficio era gastar sumas extraordinarias en cuanto placer mundano trajera la vida moderna. Aunque el desastre del Titanic casi quiebra la naciente industria trasatlántica, más pudieron la codicia de magnates y las ansias de aventura desenfrenada que la amenaza de icebergs intempestivos.

Un día, Traventino tuvo la extraña suerte de ganarse el número completo de una lotería que compraba todos los días religiosamente. Era solo una fracción, entonces no sería tampoco gran fortuna, pero sí le alcanzó  para pagar las deudas tributarias y para comprarse un boleto de  viaje  trasatlántico. Sentía la urgencia de ser, así fuera por unos días, uno de aquellos burgueses adinerados o nuevos ricos estrafalarios de los que viajan con frac y mascota. Escogió la mejor suite del crucero justo al frente de la elegante escalera victoriana que conducía al bar y a la sala de baile.

Una mañana de septiembre hacía un sol radiante y los andenes se sacudían con la estridencia de los motores a vapor.  Mientras subía por la lujosa escalera que conduce al lobby de primera clase, pudo dimensionar la decrepitud del mundo contenido en ese barco. Repentinamente tuvo un relámpago de reminiscencia. En contraste con el escenario que observaba de extravagancia y barroquismo, cruzó por su mente el recuerdo de lo opuesto, de un microcosmos apolíneo de estética intelectual y artística. Con todo su esplendor imaginario, entendió mejor la grandeza cósmica de su infancia en el castillo de Tlamente. ¿Por qué estaba subiéndose ansioso a ese coliseo náutico donde todos los instintos y las pasiones se agitan al ritmo de un mar en creciente turbulencia?  Bien decía Verne que ‘nada tiene de extraño’ que en un trasatlántico ‘se encuentre todo el ridículo de los hombres’.  Llevaba mucho tiempo deseando hacer ese viaje y ahora cuando justo se acercaba a la escalinata de sus fantasías, de repente despertaba su conciencia con una conmovedora evocación del castillo. Imaginó a Baldomero meditando por el bosque, rumbo a la catedral a escuchar cantos celtas, rodeado de poetas, científicos y miles de jilgueros silvando alucinantes sinfonías. Esa imagen le develó la esencia de un sueño que para él se había desvanecido en el olvido al descender del Tlamente con los guardias de su madre adoptiva.

En su infancia Baldomero y Traventino habían experimentado juntos el elixir del despertar espiritual en un reino humano. En lo alto de esa roca inverosímil vivían el laboratorio de una ciudad virtuosa, fundada en el conocimiento y la meditación. La virtud que allí se cultiva ha permitido a sus lugareños despertar de la ilusión de obsesionarse con esos dos  impostores que son el placer y el éxito. En el castillo se vive la vida del renacimiento humanista. El ser es el centro, el ser vivo en evolución, habitando una polis donde múltiples talentos acuerdan convivir en un ethos de conciencia mental y total desarraigo material. Un castillo donde el armiño se usa para posar los libros y la palabra es la espada esgrimida en fantásticos duelos de oratoria y literatura.

Al cabo de tres meses de andar trasegando por los mares sin rumbo, la experiencia en el trasatlántico difícilmente pudo ser más repugnante. No acababan de cumplir dos días de estar navegando cuando entró un telegrama a la cabina de mando alertando con un s.o.s. sobre el estallido de una pandemia en el continente. Lo más dramático del suceso es que a las pocas horas de que el capitán leyó el cable aparecieron unos pasajeros con ciertas convulsiones muy extrañas. Los primeros en alarmar a la tripulación fueron un joven y su abuelo que se encontraban conversando animadamente recostados en la baranda de proa, cuando intempestivamente los dos cayeron al piso de manera fulminante. Se habían quedado sin oxígeno, como dos peces aleteando en la canoa de un pescador.  Esta situación alarmante obligó a declarar la cuarentena en el barco y duraron meses suplicando por todos los puertos del Atlántico para que alguna autoridad sensata se compadeciera y permitiera al barco atracar para atender a los enfermos.

A Traventino lo que más lo perturbaba era el futuro de su negocio. Con los ahorros que le quedaban de las ganancias de sus ventas de cruceros, había logrado estabilizar un acogedor restaurante con otro socio. Naturalmente este es un negocio que se lucra de la aglomeración de comensales. De llegarse a prohibir la circulación de público, su negocio quedaría liquidado y así lo sospechó desde los primeros informes que hablaban de la necesidad de cerrar la economía hasta el fin de la pandemia. Su socio, aprovechándose del caos y agobiado por la incertidumbre, no lo esperó y sabiéndolo prisionero de un barco en alta mar decidió sin vacilación cerrar el restaurante y liquidar al personal. El esfuerzo de una década de trasnochadas y abstinencias de Traventino fueron arrojadas por la borda en un santiamén.

La manera brutal como lo sorprendió la crisis mundial, le hizo resignificar más que nunca la arcadia simbolizada en Tlamente. Ante la frustración que veía en los rostros de pasajeros angustiados por todo lo que sucedía,  comprendió que al final todos  tenían los mismos anhelos de goce y felicidad, sin comprender la fugacidad de esas dos quimeras. Otros de tantos abalorios del destino con los que éste juega para hacer sus malabarismos. Con una u otra expectativa los pasajeros se habían subido a ese buque después de pagar un costoso boleto a la felicidad y allí estaban ahora encerrados en una prisión náutica sacudida por la tragedia. Sin duda el destino les estaba pasando factura a quienes de forma inconsciente e irracional asumían una filosofía maquiavélica de la vida que estima a la humanidad y a la naturaleza como simples medios para complacer los afanes mundanos.

En la última carta que recibió unas semanas antes de abordar el trasatlántico,  Baldomero reflexionaba precisamente sobre la galopante  deshumanización del ser y su servilismo total a la materia y a quienes con su acumulación controlaban el poder. Traventino entendía bien que lo que le explicaba su hermano desde la filosofía era algo que él ya evidenciaba en la realidad política cuando leía los periódicos y veía a esas masas enardecidas con un nihilismo  aupado por el dictador alemán. Tres años atrás había subido al poder aclamado por las masas y era  muy probable que bajo su control absoluto lograse la fatalidad de enterrar para siempre el espíritu humanista y romántico que definían la virtud burguesa de Occidente.

Mirando a través de la ventanilla de su cabina comprendió que no eran nada halagüeños los presagios. Su modesta fortuna había sido usurpada por su socio de confianza y el mundo se estremecía de terror entre la disyuntiva de la tiranía del materialismo capitalista o la del materialismo dialéctico. Considerando las circunstancias, las últimas palabras de Baldomero en esa carta lo llevaron a tomar una decisión trascendente: “Recuerda querido hermano que serán solo tu prudencia y tu ingenio los que te guíen por un camino de menor dolor. Tu voluntad es la esencia para lograr el ideal humano. Tu concepto de felicidad resulta una búsqueda insensata”

Tres meses después de andar a la deriva por los mares del mundo, al final los dados del destino le jugaron una buena partida. El trasatlántico fue finalmente autorizado a atracar en el puerto de Tenerife y a medida que el hospital flotante se iba acercando a tierra, desde lo lejos alcanza  a ver los soberbios acantilados de su infancia. Para sus adentros calcula con gran dicha que si logra encontrar al baquiano Gabilondo y zarpa en velero desde el puerto de Tenerife, en unas horas estará de regreso al idílico cosmos de Tlamente. Suelta un suspiro de emoción y al recuperar la  conciencia de su respiración espontánea, de inmediato entra en conexión con la música cósmica del castillo que lo vio nacer.

Por Luis Felipe Arango G

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