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La culpa que le compartí a Manuel Vilas

El escritor español publicó hace un par de meses "Ordesa", una novela que evoca las memorias del autor con respecto a la pérdida de sus padres y la ruptura que tuvo con su familia. Una culpa sobre el tiempo no compartido atravesó la conversación.

Andrés Osorio Guillott
19 de junio de 2019 - 09:17 p. m.
Manuel Vilas nació el 19 de julio de 1962 en Barbastro, España. / Foto: Ana Merino
Manuel Vilas nació el 19 de julio de 1962 en Barbastro, España. / Foto: Ana Merino

Un dolor de cabeza y un cansancio originado por el “jet lag”, una mirada que se perdía en cuestión de segundos en el fondo del pasillo y algunos silencios que se escuchaban melancólicos atravesaron una conversación de un poco más de 40 minutos.

Le compartí la culpa, tal vez injusta, tal vez injustificada, pero seguramente imborrable, de sentir que con la mente ingenua, inocente, de un niño de ocho años, debí compartir más tiempo con mi mamá antes de que falleciera a causa de cáncer. Le comenté que siempre me he cuestionado por qué no dejé de ver el televisor de menos de 20 pulgadas que tenía en la habitación un minuto antes para bajar las escaleras de madera que resonaban por toda la casa y poder ver el último suspiro que dio cerca de las 10:00 de la noche.

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Le compartí el recuerdo y la culpa porque eso mismo evoca la lectura de Ordesa. Las palabras se hacen letales, impactan, derrumban, debilitan. Las memorias con los padres que en presencia ya no están y que en esencia perduran en nuestras acciones se convierten en miles de alfileres que pullan, que lastiman, que inquietan. Le dije que me cuestionó si debí seguir jugando en el suelo con los juguetes de siempre, si debí estar más en el cuarto de paredes color pastel en el que ella pasó sus últimos días deseando que el día final llegara pronto. Confesé con ápices de melancolía que ese tiempo confuso, que entendí años después, me ha obligado a cargar con la pregunta de si debía hacer caso a mi niñez y si en verdad tenía que obligarme a ver a mi madre palidecer.

Vilas respondía con su testimonio, con su libro que es un espejo de muchos en algún momento de la existencia. Su tono de voz era tenue, su rostro no admitía gesto. Su mirada lucía apagada. Habló recordando que la literatura se alimenta de la tragedia, que la literatura, desde sus primeras apariciones en la Antigua Grecia, ha narrado con minuciosidad y transparencia los sucesos, los pensamientos y las pasiones más agudas del ser humano. El dolor ha sido musa que la literatura ha sabido transformar con gran sabiduría en moralejas y reflexiones que cavan en profundidades que desconocemos, en lugares inhóspitos nunca antes explorados en las odiseas de la intimidad.

Escribió para embriagarse con el lenguaje del recuerdo y del lamento. Rememoró a Ordesa, al vasto paisaje que se hace tan imponente como la memoria del tiempo que fue, del que no existe una, dos o cien posibilidades de que reaparezca. Trajo a Ordesa porque fue la panacea días después de haber caído, de haber experimentado los límites de lo humano, de haber rozado el dolor en total esplendor.

Las reminiscencias con sus padres, que también fueron reminiscencias con sus hijos, nos sumergen en un tiempo cíclico como una manera de retornar a los abismos del amor y sus múltiples manifestaciones y facetas. Sus recuerdos son su legado, su condena y también su orgullo. Su relato es propio, suena tautológico y así debe ser, pero su relato tiene algo de mí, algo de quien lee este relato. En su vivencia hay riscos que todos hemos pisado de alguna forma, hay cumbres en la que todos nos hemos situado para sentir curiosidad por el vacío, por la borrasca que se resbala y se va confundiendo en una intensa maleza.

Vilas refleja en su novela una doble ruptura, una historia fragmentada, una forma de eternizar a sus padres, a sus hijos, de no olvidar los días alegres y no guardar en el polvoriento baúl de las amarguras los instantes en los que la muerte se manifestó, no solo reafirmando el destino del ser humano, sino edificando esos pequeños finales que se cimientan sobre los derrumbes de alguna pérdida.

Al final de la conversación le trajeron un vaso de agua a Vilas. Lo bebió. Extendió su mano para darme las gracias y en cuestión de segundos sonrió como pensé que no lo haría. Se marchó y lo vi caminar a través de ese pasillo cubierto por un enorme tapete gris.

Por Andrés Osorio Guillott

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